Un anciano muy religioso viajaba de un monasterio a otro a lomos de una mula. El sol era tan implacable y el camino tan largo que sus fuerzas de debilitaron de tal modo que perdió el conocimiento y cayó de la montura.
Pasaba por allí en esos momentos un bandolero tristemente célebre por sus muchas fechorías, pero que al contemplar la situación del viejo se apiadó de él y, cogiéndole entre sus fornidos brazos, trató de darle un poco de agua.
De repente el anciano volvió en sí y en seguida tomó conciencia de que ese hombre era el famoso bandolero, por lo que se sintió espantado y comenzó a gritar:
—¡No, no aceptaré ni una gota de agua, ya que viniendo de un malhechor como tú seguro que está envenenada! ¡Quieres matarme y robarme mi mula, pero no lo conseguirás!
—Te equivocas —dijo el bandolero—; mi agua es de manantial, pura y fresca, y te ayudará a reponerte.
—¡No, no, está envenenada!
—Créeme anciano —adujo afectuosamente el bandolero—, esta agua es muy sana y te dará las fuerzas que ahora necesitas.
—¡Te digo que no la beberé, maldito! Nada bueno puede proceder de ti. ¡No probaré ni una sola gota!
Y, negándose a beber, el extenuado corazón del anciano falló y le sobrevino la muerte.
La desconfianza sistemática no es una buena consejera. A menudo todos desarrollamos prejuicios con respecto a otras personas, hasta tal punto que no les damos la oportunidad de que nos demuestren su buena fe o disponibilidad si la tienen. Entonces nos comportamos injustamente y, además, en último caso, nos perjudicamos a nosotros mismos.
Sin dejar de protegernos, hay que dar un voto de confianza desde la adecuada prudencia. Muchas personas reaccionan positivamente en esta vida porque recibieron una nueva oportunidad de hacerlo.
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