En “La Purga”, unos jóvenes le exigen a un matrimonio que respete su derecho a matar a una persona. Esos jóvenes estaban convencidos de que hacían lo justo porque, una vez al año, el Estado les daba el derecho a dar rienda suelta a sus instintos violentos. Sin embargo, tener derecho a algo no garantiza que un comportamiento sea justo.
Aunque se trata de un ejemplo extremo y distópico, lo cierto es que tenemos tan internalizado el concepto de justicia que hemos dejado de responder de manera racional. La simple mención de esa palabra a menudo nos empuja a creer que tenemos razón o a sentir que nos respalda algún tipo de derecho inalienable.
Y esa reacción emocional conduce a una ceguera decisional que nos impide pensar con claridad. Como resultado, puede llevarnos por un camino que, contradictoriamente, nos aleja de la justicia que enarbolamos como estandarte. Y es que, si queremos ser más justos, quizá deberíamos enfocarnos más en las consecuencias que en juzgar simplemente lo que está bien o mal desde una postura egocéntrica.
Lo justo y lo injusto puede cambiar según las circunstancias
A las 8:15 del 6 de agosto de 1945, un avión estadounidense lanzó sobre la ciudad japonesa de Hiroshima la primera bomba atómica usada directamente sobre una población civil. El 9 de marzo de 1945 Estados Unidos destruyó parte de Tokio con sus bombas de napalm M69 dejando un saldo de alrededor de 80 mil muertos y un número similar de heridos. El 11 de agosto lanzó una segunda bomba atómica sobre Nagasaki. Aquella decisión costó la vida a miles y miles de personas y causó enfermedades incurables a otras tantas.
Cuando el presidente Harry Truman se dirigió al pueblo estadounidense el 6 de agosto, dijo: “los japoneses comenzaron la guerra desde el aire en Pearl Harbor. Ahora les hemos devuelto el golpe multiplicado. Con esta bomba hemos añadido un nuevo y revolucionario incremento en destrucción a fin de aumentar el creciente poder de nuestras fuerzas armadas”.
Unos años más tarde, en una carta a James Cate, moderó su tono contando que “el lanzamiento de las bombas puso fin a la guerra, salvó vidas y dio a las naciones libres la oportunidad de afrontar los hechos”.
Es imposible saber si realmente aquellas bombas salvaron más vidas de las que destruyeron. En su momento, la opinión pública no se mostró particularmente alarmada o disconforme, pero en las décadas posteriores se ha debatido mucho sobre la moralidad de su uso pues es difícil justificar sus terribles consecuencias sobre la población civil.
Sin embargo, hasta hace muy poco, algunas de las personas involucradas en el lanzamiento de aquellas bombas seguían pensando que era la decisión justa. Y es que el concepto de justicia puede variar bastante según las condiciones históricas, la cultura y, obviamente, la perspectiva de quién lo analice y, a veces, manipule según sus intereses.
El dilema de Eutifrón
La vida no es justa, lo queramos o no, simplemente porque el concepto de justicia implica disquisiciones morales y razones que son ajenas a las fuerzas de la naturaleza. La justicia, en su sentido más amplio, implica que las personas reciben lo que merecen, pero ese “merecer” es sumamente subjetivo.
De hecho, un estudio realizado en la Universidad de Australia del Sur reveló que nuestra valoración del ascenso o la caída de los grandes triunfadores depende en gran medida de nuestros valores subjetivos y del nivel de agrado o disgusto que nos genere esa persona. En resumen, nuestra percepción de lo que es justo o injusto y de lo que una persona merece o no depende en gran medida de las emociones.
En este sentido, Jean-Jacques Rousseau decía que la justicia deriva del acuerdo mutuo entre los miembros de la sociedad mientras que John Stuart Mill creía que solo se logra cuando el mayor número de personas alcanza los mejores resultados (aunque eso significa que otras tendrán que resignarse a la injusticia).
Nuestro concepto actual de justicia que proviene en gran medida de una visión religiosa del mundo, la cual se basa en una férrea división entre el bien y el mal, dada en gran medida por mandamientos divinos.
Esa concepción dio pie a lo que se conoce como el dilema de Eutifrón: ¿Los dioses ordenan lo moralmente bueno porque es bueno o es moralmente bueno porque lo ordenan los dioses? Ese mismo dilema se puede aplicar a las sociedades actuales con las leyes y normas por las que nos regimos.
Creemos que la justicia es un concepto irrefutable, evidente y siempre correcto, pero no es así. La venganza que puede parecernos justa en un momento de ira, puede resultarnos terrible cuando las aguas se calmen. El castigo que puede parecer justo en una cultura, puede resultar completamente desproporcionado en otra. Basta pensar que durante la Edad Media, la pena capital se ejecutaba en la horca y que las mujeres condenadas como brujas morían en la hoguera, actos de “justicia” que hoy nos parecen terribles. ¿Cómo evitar caer en esa trampa?
¿Cómo ser justo? 3 preguntas para tomar la mejor decisión
La palabra justicia, en sí misma, tiene diferentes orígenes etimológicos. En griego clásico, por ejemplo, se refería más a una dirección o línea marcada que a un principio moral irrebatible. En el sánscrito indicaba una región del cielo mientras que en latín aludía más a la ley y las normas impuestas por el Estado.
Hoy, solemos decir que existe justicia cuando una persona recibe aquello a lo que tiene derecho; o sea, los beneficios y castigos que le corresponden según sus características, obras y circunstancias particulares. Sin embargo, afirmar que determinada persona o acto es bueno, moral o virtuoso, no significa necesariamente que sea justo, aunque a menudo identifiquemos erróneamente ambos conceptos.
Podemos creer, por ejemplo, que si alguien nos prestó su abrigo cuando teníamos frío, fue buena o generosa, pero en realidad es un acto de beneficencia, no de justicia. Asimismo, podemos afirmar que cierta persona o acto es inmoral o incorrecto, pero eso no significa necesariamente que sea injusto.
Como afirmara el filósofo William Frankena “las sociedades pueden ser amables, eficientes, prósperas o buenas, además de justas, pero también pueden ser justas sin ser notablemente benévolas, eficientes, prósperas o buenas”.
Platón, por ejemplo, creía que la justicia versaba más sobre el equilibrio y la armonía entre lo individual y lo social. Por tanto, si queremos hacer lo justo, en vez de realizar valoraciones morales que nos hagan descarrilar o nos conviertan en personas particularmente vulnerables a la manipulación emocional, deberíamos enfocarnos más en las consecuencias de nuestras decisiones y acciones preguntándonos:
- ¿Es conveniente, positivo y justo para mí?
- ¿Es conveniente, positivo y justo para el otro?
- ¿Hará que el mundo sea un sitio mejor o ayudará de alguna manera a los demás?
Pensar en las consecuencias, no solo en lo que nos gustaría o en lo que creemos que es justo, nos permitirá ampliar nuestra perspectiva y adoptar la distancia psicológica necesaria para tomar una mejor decisión. Una decisión que sea realmente más positiva y beneficiosa para todos, al margen de los mandamientos sociales, la propaganda y todo tipo de intento de manipulación.
Referencias Bibliográficas:
Feather, N. T. (1999) Judgments of Deservingness: Studies in the Psychology of Justice and Achievement. Personality and Social Psychology Review; 3(2): 10.1207.
Buchanan, A. & Mathieu, D. (1986) Philosophy and Justice. En: Critical Issues in Social Justice; Philosophy and Justice; 11-45.
https://rinconpsicologia.com/como-ser-justo-consecuencias/