Hace dos mil quinientos años, Parménides de Elea escribió un poema que sentó las bases de la lógica y la metafísica, pilares del pensamiento occidental. Lo curioso es que este poema tiene poco de racional, al contrario, está plagado de magia y fantasía. La información que tenemos sobre Parménides es muy escasa, imposible saber qué le llevó a escribir algo así, sólo podemos imaginarlo…
Primer día
La anciana me estaba suplicando, pedía una última oportunidad. Yo se la hubiera dado, aunque estaba seguro de que el dios no tendría piedad con ella, pero Querefonte me iba a tirar de las orejas cuando descubriera que había dejado entrar a otro moribundo en el Ábaton. Le dije que vale y que bebiese de esta copa para estar tranquila mientras llegaba la hora. Era cicuta. Salí a la calle antes de que empezara a morirse, no quería ver su cara cuando comprendiera que la había engañado.
Querefonte estaba sentado a la puerta del templo, custodiado por sus guardias y decidiendo quién podía entrar. El primero en la cola era un joven que sólo tenía un dracma para pagar su tratamiento, pero que prometía conseguir más. Antes aceptábamos a todos los enfermos, al margen de su estado de salud y situación económica, pero ya no dábamos abasto. El sacerdote le dijo al joven que no era cuestión de dinero, su enfermedad era un castigo por haber tenido pensamientos impuros hacia Panacea, la hija del dios, y no podía dejarle entrar. El joven negó las acusaciones, ni siquiera sabía qué aspecto tenía Panacea, y un guardia lo echó a bastonazos, por impío. La cola avanzó.
Regresé a la sala de curas cruzando el templo. Algunos fieles rezaban al dios de la medicina, arrodillados ante su estatua de mármol. Asclepio estaba representado de pie, apoyado en su bastón, por el que trepaba una serpiente. Dije a los sirvientes que se llevaran el cadáver de la anciana y lavé la copa de la que había bebido. Ciertas tareas prefiero hacerlas yo. Dejé la copa con las demás, al lado del instrumental médico. Había un escalpelo sucio encima de las pinzas, y las tenazas estaban tiradas en el suelo. Esto era lo peor de trabajar con Jantias, que fuera tan caótico. De nada servía llamarle la atención.
Atendí a un paciente con tos improductiva y dificultades para respirar. Pegué el oído a su pecho pero no escuché nada preocupante. Le prescribí lo habitual en casos no urgentes, el ritual de la incubación. Me dijo que no sabía lo que era.
― Pasarás la noche en el Ábaton y recuperarás la salud a través del sueño sagrado. Esta tarde te lo explicará mejor el sacerdote.
― ¿Qué es el Ábaton?
― El lugar del templo donde el dios cura a los que se lo merecen. ― tuve un maestro macedonio que decía que Asclepio no era ningún dios, sólo un médico excepcional cuya leyenda ha ido creciendo con el tiempo, pero que la fe hace milagros.
― ¿Y si no me lo merezco?
― Entonces quizás te diga lo que tienes que hacer para curarte.
― ¿Y si no me lo dice?
― Será que quiere que yo me encargue de ti.
Me daba igual lo que experimentara esta noche, a no ser que amaneciera como una rosa, le iba a mandar a respirar aire puro a la montaña. En ese momento me di cuenta de que tenía detrás a Querefonte, escuchando nuestra conversación.
Jantias le estaba dando el alta a un paciente con problemas digestivos que había venido desde Capua, y el sacerdote le cobró por los servicios prestados.
― Cuando llegues a casa, cuéntales a todos lo bien que te hemos tratado y lo rápido que te ha curado Asclepio en su templo de Elea.
Sonreí a mi colega porque nos hacía gracia cuando Querefonte promocionaba el templo, pero esta vez me pilló. Esperó a que el paciente se marchara, le dio a Jantias su parte, dos dracmas, y me pidió que le acompañara.
Me llevó a una esquina de la sala y me dijo que no le gustaba que contara a los pacientes que existía la posibilidad de que el dios no viniera.
― El dios siempre viene y el mérito de la curación es siempre suyo.
― Pero los pacientes me ven curarles.
― Eso se puede arreglar. ― y se marchó, dejándome ahí. Parecía una amenaza de despido.
Al oscurecer, los sirvientes encendieron lámparas de aceite y los enfermos depositaron sus ofrendas sobre el altar: pollos asados, higos secos, tortas con miel, incienso y laurel. A estas horas yo suelo estar ya en casa, pero esa noche me uní al grupo que iba a hacer el ritual de la incubación. Fui un niño inquieto y mi maestro Aminias me enseñó la quietud practicando una versión capada de este ritual. Hoy lo necesitaba.
Entramos en el templo. Nos acostamos en el suelo del Ábaton, a los pies de la estatua de Asclepio y sobre pieles de reses sacrificadas. Ninguno de los presentes tenía una dolencia grave, así los demás podíamos disfrutar de una experiencia agradable, sin gritos de parturientas ni agonías de moribundos. Querefonte nos dio la bienvenida, pidió silencio y recitó el conjuro.
― Ahora soltaré a las serpientes sagradas. No tengáis miedo, son inofensivas. Es mejor que cerréis los ojos.
Macaón y Podalirio salieron de su cesto y reptaron entre nosotros, buscando los platos con carne de los animales inmolados. No eran venenosas pero sí largas y muy gruesas, y podían morderte si las molestabas. Una pasó junto a mí, creo, y se me puso la piel de gallina. Terminaron de cenar y el sacerdote las guardó. Todos nos relajamos. Los sirvientes trajeron copas con vino barato sin aguar y unas gotas de zumo de adormidera, que en poco tiempo nos hizo efecto.
Me desperté en mitad de la noche. Todos dormían. Había soñado que una figura imponente, con forma y voz de mujer, me miraba desde las nubes y decía esta frase:
Lo que es, es, y lo que no es, no es.
Estaba claro que se trataba de una diosa, pero su mensaje me pareció flojo, obvio, tonto hasta la médula. Me recordó a las lecciones esotéricas de Aminias, qué aburridas eran, dejaba de escucharle hasta que volvía a conocimientos más terrenales. Supuse que me habían puesto demasiada droga y me volví a dormir.
Los lamentos de un paciente me despertaron poco después. Aún faltaba para el amanecer. Había vuelto a soñar con la diosa, que ahora repetía algo diferente:
El ser es, y el no-ser no es.
Pero seguía sin decirme nada y me dormí.
Segundo día
El sacerdote nos despertó a todos en cuanto amaneció. Nos dijo que no habláramos con nadie de lo que habíamos visto, oído o soñado durante la incubación, ni siquiera debíamos comentar cómo nos sentíamos ahora, era mejor que esperásemos a contárselo a un médico o a él mismo, porque sólo ellos sabrían interpretar nuestra experiencia con Asclepio. Yo me notaba fresco, al final había dormido bien. La diosa había regresado y esta vez me había dicho:
Sólo la realidad existe, sin un contrario, ya que la irrealidad no existe.
Estupendo. No entendía qué pretendía decirme ni por qué se dirigía a mí.
Los sirvientes se llevaron a los enfermos. Yo me quedé con Querefonte, recogiendo las pieles y demás enseres del ritual. Teníamos que despejar la estancia para que los fieles pudieran entrar a rezar. Lo normal es que el Ábaton sea una sala independiente, preparada para pernoctar en ella y alrededor de un foso con las serpientes sagradas, pero nuestro templo era humilde y el sacerdote no lo llevaba bien.
― Si encontrara patrocinadores, dejaría este edificio sólo para la incubación y haría un templo nuevo, tres veces más grande y con una estatua de Asclepio en oro y marfil. En el santuario de Epidauro tienen una estatua igual y aquello es una máquina de hacer dinero, con enfermos que vienen de toda Grecia. Imagínate lo que ganarías tú. ― los médicos nos quedamos con la mitad de lo que paga el paciente.
― Ya, bueno, pero nosotros proporcionamos un servicio a los ciudadanos de Elea.
― Un servicio público, en eso pensaba mi padre cuando construyó este templo. ― se quedó un rato callado y cambió de tema. ― ¿Qué tal incubando?
― Bah, me he despertado varias veces y he soñado un montón de tonterías.
Desayunamos juntos las ofrendas que habían dejado anoche los fieles y después cada uno se fue a sus quehaceres.
Fue un día agradable, mucho trabajo pero nada fuera de lo normal, hasta que ocurrió lo del paciente que había ingresado esta mañana con dolor de oídos. Jantias decidió ocuparse de él y su solución fue ponerle sanguijuelas en las orejas. Las utilizamos habitualmente para reducir hematomas, inflamaciones y tumefacciones, pero el paciente no presentaba ninguno de estos síntomas. Le pregunté a qué estaba jugando.
― Las sanguijuelas no sólo chupan la sangre, también los demonios que están torturando los oídos de este hombre. ― y volviéndose hacia él, le preguntó: ― ¿A que sí? ¿A que te encuentras mejor? ― el paciente afirmó con la cabeza pero tenía cara de pena.
― Me parece que te estás chiflando otra vez. ― me arrepentí según lo dije, me lanzó tal mirada de odio que era evidente que había pinchado en hueso. Intenté razonar, le dije que debíamos ser más prudentes, no podemos administrarlas con tanta alegría, aún no sabemos qué efectos secundarios tienen, lo mismo perjudican al hígado o algún otro órgano, pero ya no me estaba escuchando.
― No me vuelvas a decir cómo tengo que hacer mi trabajo.
Oscureció y me fui a casa. Salí a la terraza después de cenar, con una copa de vino, a mirar las estrellas. Me acordé de la diosa y de sus extrañas palabras, aquello de que sólo la realidad existe, sin un contrario, ya que la irrealidad no existe. Me di cuenta de que en este mundo todo tiene un contrario: el día y la noche, la vida y la muerte, Jantias y yo, pero el ser no lo tiene, ya que aparte de él sólo está el no-ser, que no existe. Intenté imaginar cómo sería estar así de solo, ser todo lo que hay sin nada más allá de mí, aunque sólo fuera el vacío. Me quedé en blanco, incapaz de concebir tanta soledad. Un abismo se abrió ante mí, supongo que producto del vino y del cansancio, y caí en él. El frío me despertó, no sabía quién era ni dónde estaba. Tardé un rato en ubicarme. Me fui a la cama consciente de lo tonto que soy, cómo podía haber creído que las diosas se aparecen para decirte una chorrada. Tampoco me fustigué mucho, me interesaba más lo que había aprendido: el ser, la realidad, es única.
Tercer día
Me desperté cansado, ya no tenía costumbre de trasnochar. Llegué al trabajo y comprobé que Jantias seguía enfadado conmigo, no había superado el incidente de las sanguijuelas. Es muy sensible con los animales. Hace un tiempo, su hija pequeña se hizo una herida en la rodilla, el perro se la lamió y la herida se curó. Jantias ató cabos y al día siguiente trajo a Cleón al templo. Es cierto que algunos animales se lamen las heridas, y es posible que la saliva tenga propiedades curativas, pero Cleón no paraba quieto, se lo llevaba todo a la boca, y yo sólo dije que dejar que lamiera las heridas de los pacientes podía tener el mismo efecto que aplicarles una boñiga encima. Jantias se lo tomó fatal, decía que yo estaba celoso porque los enfermos adoraban al perro. Reconozco que tiene ideas bonitas, pero eso no las convierte en verdaderas. Al final Querefonte echó a Cleón, le preocupaba un encontronazo con Macaón o Podalirio, pero Jantias siempre pensó que yo había malmetido.
Empecé a trabajar con la cabeza en otro lado, no conseguía concentrarme. El descubrimiento de la unicidad del ser había despertado en mí un hambre de conocimientos como hacía tiempo que no sentía. Quería saberlo todo sobre él, qué otras características tiene, y no podía esperar a que llegara la noche y confiar en que la diosa me las contara durante la incubación, en parte porque sospechaba que debía averiguarlas por mí mismo. Llegó un paciente que exigía toda mi atención, una mujer con el brazo derecho gangrenoso. Le expliqué que había que separar lo muerto de lo vivo porque lo muerto es contagioso. Acabó aceptando que la tenía que amputar. Le preparé una copa de vino, adormidera y mandrágora que la dejó inconsciente al tercer trago. Cogí el cuchillo más grande que tenemos y lo purifiqué con la llama. Empecé a cortar. Cuando llegué al hueso, dejé la tarea a un sirviente musculoso. Luego continué yo. Al terminar, cautericé el muñón con aceite hirviendo.
Paré a descansar. Dejé que me abrumaran las emociones. Me pregunté si el ser también sufría cambios. Una cosa cambia cuando se convierte en algo diferente: la herida en cicatriz, la uva en vino y el niño en hombre, pero lo único diferente al ser es el no-ser, y como el no-ser no existe, resulta imposible la transformación de ser a no-ser. Había encontrado la segunda característica de la realidad, la inmutabilidad.
Uno de mis pacientes se había puesto amarillo. Yo no sabía qué hacer por él, hacía días que no comía y empezaba a sufrir mucho. Decidí darle paliativos. Querefonte entró con los enfermos que había admitido esa mañana y me vio preparando una copa de cicuta.
― Últimamente estás gastando mucha.
― Qué va, lo normal.
― ¿Para quién es?
Le señalé. El sacerdote se acercó a él y le acusó de haberse propasado con Epione, la esposa del dios. Mi paciente ni siquiera tenía fuerzas para negarlo y le echaron a la calle por impío. Sus intenciones son buenas, lo hace para que nadie diga que Asclepio ha sido incapaz de curar a un enfermo, pero escondí la copa de cicuta debajo de un trapo, luego en un descanso saldría a dar una vuelta.
El aplazamiento de aquella muerte me hizo preguntarme si el ser tendría un final. Imposible, ya que implicaría una transición al no-ser. Y tampoco pudo tener un principio porque para nacer hay que haber nacido de algo, y sólo hay dos opciones: que proceda del ser o que proceda del no-ser. Si procede del ser entonces no hay procedencia, puesto que ya es, y la segunda opción implicaría una transición del no-ser al ser, inaceptable porque el no-ser no existe. El nacimiento y la muerte del ser son imposibles, lo que significa que la realidad es eterna. Estaba eufórico, había encontrado su tercera característica.
Mi siguiente paciente tenía un absceso enorme en la ingle y decidí extirparlo. No era necesario dejarle inconsciente y le di un zumo de cáñamo para que no le doliera la operación. Elegí el cuchillo adecuado y lo purifiqué con la llama. Un sirviente me vertió agua en las manos y otro me tendió un paño de lino para secarme. Cogí el cuchillo y comencé. Carne, huesos, sangre, flema, bilis negra y amarilla, los seres vivos estamos compuestos de muchos elementos, somos heterogéneos. El agua, en cambio, es pura y homogénea, nada más tiene agua. Instintivamente supe que el ser también era así. Había encontrado la cuarta característica de la realidad, su homogeneidad, pero no sentí alegría. Había hecho trampas, no había llegado a ella mediante el razonamiento. Volví atrás. Supongamos que el ser es heterogéneo, que podemos dividirlo en partes. Para aceptar su división tendríamos que reconocer la existencia de algo que separara estas partes. Ese algo no podía ser el no-ser, pues no existe, y si fuera el ser dejaría de haber división. Por tanto el ser, la realidad, es homogénea. Ahora sí.
Cosí la ingle del paciente y Querefonte vino a cobrarle. Le dije que no quedaba bálsamo para las varices. Me respondió que esta tarde lo preparaba y se marchó en dirección al huerto. Tenía buena mano para las plantas, sabía lo que necesitaba cada una y el momento propicio para recolectarlas. Luego las dejaba secar, las trituraba y hacía con ellas las medicinas. A veces se le subían a la cabeza, y Jantias y yo notábamos enseguida si había estado cocinando. La farmacia era la sala mejor guardada del templo, yo sólo había estado ahí dos veces, cuando me contrató y por aquella bronca que me echó.
Le pedí agua a un sirviente. Viendo cómo la vertía, me di cuenta de que el agua estaba limitada por la jarra que la contenía, por algo diferente a ella. Ocurre lo mismo con la sangre, que está limitada por las venas, las estrellas por el espacio y Grecia por la barbarie, cualquier cosa está limitada por algo distinto a ella, pero como lo único diferente al ser es el no-ser, y el no-ser no existe, el ser no tiene límites. La realidad es infinita.
Jantias me ignoró durante la comida. Querefonte nos preguntó si conocíamos a otros médicos que quisieran trabajar aquí. Mi colega mencionó a un par de amigos suyos. Yo dije que algunos sirvientes serían buenos médicos. A fuerza de ayudarnos, se habían vuelto hábiles en el uso de la sonda y de la lanceta. Pensaba sobre todo en un egipcio que había sido ingeniero antes de que lo capturaran, había construido un artefacto con pesas y poleas para que los pacientes con fracturas graves sufrieran menos y se curaran antes. Al sacerdote le gustó la idea, compraría su libertad y estarían en deuda con él.
Jantias y Querefonte se pusieron a hablar de las olimpiadas y yo regresé a mis pensamientos, a recrearme en las cinco características que ya conocía del ser: único, eterno, infinito, inmutable y homogéneo. Había tanta perfección en él, estaba tan lejos de todo lo demás, incluidos los dioses del olimpo, que sólo encontré una forma de llamarle: Dios, con mayúsculas. Me acordé de Jenófanes, un maestro muy bueno pero demasiado breve que tuve, cuando nos contaba que Dios sólo hay uno y que carece de rasgos humanos. En mi imaginación aparecía Zeus con cara de huevo, buscando a los demás en un olimpo vacío. Qué tonto yo era.
Fue una tarde extraña, Jantias derrochando simpatía con enfermos y sirvientes, con todo el mundo menos conmigo. Se le da bien la gente, estoy convencido de que buena parte de sus pacientes se curan porque creen en él. Necesitaba salir un rato de la sala de curas y me fui al huerto a buscar a Querefonte, para recordarle el bálsamo contra las varices y otras medicinas que se nos estaban terminando. Pasé delante de la estatua de Asclepio. Zeus le había hecho dios y por tanto es eterno, pero nació de Apolo, luego tuvo un principio. No es único, ni infinito, tampoco homogéneo, y está sujeto al cambio. No cumple con la mayoría de las características de la realidad, luego es imposible que sea real. Imaginé que le demostraba al sacerdote que su dios era falso y me entró la risa, cómo se enfadaría.
Dejé atrás las cabañas de los sirvientes. Caminé entre olivos, almendros y naranjos. Había una ladera cubierta de amapolas, y en la contraria crecía ruibarbo, zanahorias y azafrán. Encontré a Querefonte entre el cáñamo, tallos más altos que yo, con los cogollos a reventar. Le dije lo de las medicinas y regresamos al templo. Iba contándome cómo sería el nuevo santuario cuando tuviese dinero: aquí estará la posada para alojar a los pacientes que vengan de fuera, enfrente de la nueva sala de curas. Allí la residencia para los sacerdotes, ahí la de los médicos y más allá los baños con aguas termales. Dejé de escucharle. Tenía que enfrentarme al hecho de que yo no soy real, pues no cumplo ninguna de las características de la realidad, pero tampoco soy irreal, porque lo irreal no es, y yo soy.
Volví a la sala y trabajé lo justo, sólo tenía ganas de irme a casa y descansar. Nada de lo que me rodeaba era real, nadie cumplía las reglas de la realidad, y sin embargo existían, de ninguna manera se les podía llamar irreales. Mi teoría hacía aguas, o quizás no, a lo mejor había una tercera vía, la que sigue este mundo, donde todo parece real pero nada lo es, una ilusión muy bien hecha pero ilusión al fin y al cabo, el juego que se ha inventado la realidad para no estar sola. Un reino de fantasía. Atendí al último paciente y terminé por hoy. En la puerta del templo me encontré a Querefonte.
― ¿Ya te vas?
― Sí, ya he visto a todos mis pacientes y dentro de poco oscurecerá.
El sacerdote se quedó mirándome sin decir nada y me marché. Era mi hora, qué más quería, tengo una vida.
Salí a la terraza después de cenar, necesitaba recapitular. Jenófanes se había quedado corto, no es que haya un solo Dios, es que lo único que hay es Dios, pero estaba cansado de pensar. Sólo quería contemplar la realidad, como acabé haciendo anoche, sin intentar entenderla. Dejé la mente en blanco.
Cuarto día
Me desperté con ganas de contar lo que había descubierto, estaba feliz. Había dormido poco, iba a llegar tarde al trabajo y me daba igual. Dos sirvientes estaban fregando la pared derecha del templo. Alguien había escrito una obscenidad sobre Telesforo, hijo del dios, y dibujado una postura sexual. Seguramente habían sido unos gamberros, pero también podía ser un paciente descontento o un enfermo no atendido. Querefonte le estaba gritando a uno de los guardias y entré sin saludar. Al verle se me quitaron las ganas de contar nada, me despediría si decía que su dios era falso.
Entré en la sala de curas lamentando estar peleado con Jantias, no podíamos comentar la pintada. Había varios pacientes esperándome pero mi colega ya estaba atendiendo a uno, precisamente al más generoso, la última vez que vino pagó diez dracmas.
― He visto que no llegabas y te estoy cubriendo.
― Ya.
― Tiene una muela picada, le estoy aplicando telarañas.
Eché un vistazo a mis pacientes y atendí al caso más urgente. Me daba igual si me despedían, trabajaría en casa, tengo ojo clínico y manos hábiles, siempre habrá quien necesite de mis servicios, lo importante era contar lo que había descubierto. El paciente presentaba incisiones en el pecho, la espalda, los brazos y la cabeza, producidas con espada. Cinco hombres habían intentado matarle. Se mostraba entero a pesar de la sangre que había perdido. Le ofrecí un zumo de cáñamo pero lo rechazó, no quería nada que le atontara, podían estar esperándole fuera. Sí aceptó vino para reponer la sangre vertida. Limpié las heridas que tenían tierra, cosí las más grandes y le vendé. No se quejó. Pensé en cómo reaccionaría un individuo así cuando escuchara lo que tengo que decir. Me di cuenta de que pocos me iban a entender, la mayoría diría que me había vuelto loco y perdería mi prestigio en la ciudad. Me escucharían a medias, se quedarían con un dato y creerían que eso es lo que digo. Imaginé que un animal como este me pegaba una paliza mientras me preguntaba si esto también era una ilusión. Lo cierto es que sí lo sería, pero yo lo viviría como si fuera real, formo parte de la ilusión.
Querefonte vino a cobrarle. Parecía contento, ya se le había pasado lo de la pintada. Atendí al resto de pacientes lo mejor que pude, estaba ausente, juntando palabras que reflejaran la magnificencia del ser. Me moría de ganas por hablar de él. Además, estaba seguro de que la diosa no buscaba mi entretenimiento cuando se me apareció.
Jantias ya no parecía enfadado conmigo. Me contó que la pintada podía ser obra de un vecino del templo. Algunos vecinos habían encontrado una fuente de ingresos extra proporcionando cama y comida a los pacientes que no eran de Elea, y el sacerdote les estaba pidiendo una parte si no querían que su casa fuese declarada impía, con las consecuencias que esto tendría para los enfermos que se hospedaran en ella. Comentamos lo mucho que se esforzaba en cubrir cualquier faceta del negocio sanitario y volvimos a ser amigos. Ahora me daba pena contar lo que había descubierto. Iba a hacer daño a mucha gente, incluído Jantias, que es conservador y encajaría mal esta información. Quizás lo mejor era quedarme callado, quizás la diosa me había hecho un regalo sólo para mí. También era posible que me hubiera equivocado en alguno de mis razonamientos. Los repasé y no, si uno es igual a uno y cero igual a cero, este mundo es falso.
Un guardia entró en la sala de curas y me pidió que le acompañara, Querefonte quería hablar conmigo. Me llevó a la farmacia. Había plantas en el techo colgadas del revés, puestas a secar, y estanterías en las paredes con botes de varios tamaños y papiros amontonados. El fuego estaba encendido y una gran mesa ocupaba el centro de la estancia. Encima había vasijas, cucharas, cuchillos, un mortero y una balanza. El guardia nos dejó a solas y el sacerdote me indicó que me sentara.
― ¿Estás bien?
― Sí, ¿por?
― Últimamente te noto distraído.
Puse cara de sorpresa.
― Es igual, quería comentarte que he encontrado un patrocinador para hacer de este humilde templo el santuario de Asclepio más importante de la Magna Grecia. Construiremos edificios y creceremos en número de médicos y sacerdotes, lo que implica una serie de cambios en nuestra forma de trabajar.
Asentí y él continuó.
― Esta reunión no es una negociación, es un anuncio, si no estás de acuerdo con alguno de estos cambios, eres libre de marcharte y ejercer la medicina por tu cuenta, pero si te quedas es porque los aceptas todos. Tendrás unos días para decidir lo que haces.
Volví a asentir.
― Se acabaron las peleas por los pacientes ricos. ― esto ya me lo olía. ― Yo decidiré lo que cobra cada médico, según su esfuerzo y dedicación.
― ¿No tendrás en cuenta el éxito en las curaciones?
― También, pero lo importante es que el mérito de las curaciones será siempre para Asclepio. Se acabó decirle a los pacientes que, si no se presenta el dios, intervienen los médicos. El dios interviene siempre. Es una cuestión de imagen.
― Pero los enfermos me verán curarles.
― Ya no. Los pacientes estarán siempre narcotizados, triplicamos la dosis de adormidera y así no se enteran de quién les cura.
― ¡Eso es una salvajada! ― me indigné. ― Cada paciente tiene sus propias necesidades, unos más anestesia, otros más narcótico, otros nada, no podemos dar a todos lo mismo.
― Repito, no estoy negociando contigo, lo aceptas o no.
Me quedé callado y él continuó.
― A partir de ahora, sólo los sacerdotes hablaremos con los pacientes, nos enteramos de su problema e informamos a los médicos. Decidimos el tratamiento a seguir y tú sólo tendrás que curarlos, que es lo que te gusta.
― Nunca volveré a hablar con ellos, ni antes ni después de curarles.
― Así es, perderás su gratitud. ¿Tu orgullo podrá soportarlo?
También había de eso, pero sobre todo era una cuestión de ética. No respondí.
― Y como ya te habrás imaginado, trabajarás por las noches, mientras los pacientes incuban.
Salí noqueado de la no negociación. No sabía qué era peor, si tener que vivir de noche o no volver a tratar con los pacientes. Encima dependeríamos de lo que nos contaran los sacerdotes, era absurdo, necesitaba hablar con Jantias, él sabría qué hacer.
― Me van a investir sacerdote. ― dijo. Me quedé muerto, como si me hubiera clavado un puñal en la espalda. ― Quiero comprometerme en cuerpo y alma con Asclepio.
Me fui a la calle. Necesitaba respirar. Tenía ganas de hacerles daño, demostrar que su dios era falso. Se reirían de mí. Me sentía atrapado. Si me iba del templo no podría ejercer en Elea, Querefonte me haría la guerra y estaba claro quién la perdería. Pensé en hacerme médico ambulante, pero me estaba engañando a mí mismo, los caminos son peligrosos y mi espíritu poco aventurero. La única opción era mudarme, pero tendría que abandonar a las personas que quiero. Estaba lleno de miedo y de odio, así no podía tomar una decisión. Tampoco podía trabajar. Necesitaba el consejo de la diosa.
Esta vez me uní a los enfermos desde el principio del ritual. Primero preparamos los manjares que íbamos a ofrecer a Asclepio: un pato asado, dos pollos, sopa en vino y varias hogazas de pan. Luego hicimos las abluciones rituales para purificarnos por dentro y asearnos por fuera, que consistían en meternos en una fuente de agua fría y salada, de la que salimos corriendo. Después nos dieron masaje y fuimos ungidos con aceite. Al atardecer hicimos las ofrendas al dios y por fin entramos en el templo.
Quinto día
Desperté en el Ábaton cuando estaba empezando a clarear. Había dormido de un tirón. La diosa vino de nuevo pero olvidó decirme lo que debería hacer con mi vida, sólo se ha referido a su mensaje. Me ha dicho que no puedo guardármelo para mí, pero que no hace falta que lo redacte como si fuera una receta médica, que intente ser ambiguo y fantasioso, que complique el texto con acertijos imposibles, mensajes subliminales y referencias populares, no tan lineal, para que cada cual entienda lo que le gustaría escuchar. Cuando llegue el momento, la verdad encontrará su camino.
Ayudé a Querefonte a recoger los enseres de la incubación y desayunamos juntos las ofrendas de anoche. Yo tomé sopa, el pato y un poco de pan. El sacerdote me preguntó si Asclepio me había aconsejado. Le dije que sí, que me quedo. No lo tengo decidido pero no quería que me intentase convencer. Sonrió y me contó sus planes para la tercera fase del santuario: un teatro, un gimnasio y puede que un estadio. Lo que sí he decidido es que voy a escribir el mensaje de la diosa en forma de poema.
Me fui a la sala de curas. Jantias tenía una gallina en las manos, la aproximaba y apartaba de la nuca de un niño. Le pregunté qué hacía y me dijo que el paciente tenía fiebre, pero que se la estaba transfiriendo a la gallina gracias a este ritual.
― ¿Y luego qué harás con la gallina?
― Si supera la fiebre, que siga poniendo huevos, y si no, a la cazuela.
― Nunca dejará de sorprenderme tu fe en el poder curativo de los animales.
― ¿Acaso las lechugas comen cabra? ― exclamó, como si estuviera encima de un escenario. La mayoría de los pacientes y sirvientes se giraron para escucharle. ― ¿Acaso las manzanas hacen agujero en el gusano, o el trigo acaba con una plaga de langostas? ― hizo una pausa dramática demasiado larga para mi gusto. ― Cuando algo así ocurra, creeré que el dios ha dado más poder a las plantas que a los animales.
Algunos pacientes aplaudieron y yo me arrepentí de haberle dirigido la palabra. No creo que la medicina sea cuestión de elocuencia, pero necesitaba elocuencia para defender mi postura y lo único que se me ocurría decirle era imbécil.
Empecé a trabajar pensando en el poema. Quería imitar el estilo de Homero, con un principio épico para que el lector se enganchara, y luego volverme cada vez más oscuro, para que nadie pudiera dejarlo. Jantias estaba excitado, supongo que por la cercanía de u investidura, y organizó un gran alboroto cuando descubrió que la joven que había ingresado con dolores abdominales estaba embarazada. Querefonte la echó del templo, le dijo que para eso estaban las comadronas, el nacimiento no es una enfermedad. Es cierto, pero todavía faltaba para ese momento y si se quejaba por algo sería. Viéndola marchar supe con seguridad que aquí voy a ser infeliz.
El día pasó volando, diseñando la estructura del poema, y cuando llegué a casa pedí que me trajeran un rollo de papiro, pluma y tinta. Después de cenar empecé a escribir:
Unos corceles que podrían llevarme tan lejos como el deseo alcanza
Me recogieron y enfilaron el legendario camino de la divinidad
Que lleva al que se pregunta a través de lo desconocido, vasto y oscurohttps://www.nodualidad.info/colaboraciones/parmenides-empieza-a-filosofar.html