Cuando hablamos de tiempo, apenas sabemos a qué nos referimos. Todo el mundo dice saberlo, pero nadie acierta a explicar qué es el tiempo, porque se trata de un concepto relativo, ya que el tiempo del relojero no es el tiempo del místico, ni el tiempo de un físico es el mismo que el del ama de casa, ni el tiempo de un camionero es el tiempo de un poeta, ni el tiempo de un ejecutivo es el tiempo del calendario, ni este tiene algo que ver con el tiempo del ritmo de una orquesta. El tiempo no es unívoco, es relativo.
Pero dejando a un lado la idea de tiempo, vayamos al modo de experimentar o sentir el tiempo. Por lo común, nuestra civilización vive el tiempo en un sentido lineal, cronométrico, sin apenas relacionarlo con los ciclos de la vida natural, y con independencia de las sensaciones internas de hambre o de sueño, que indicarían la hora de comer o de descansar. Vivimos el tiempo, ajenos a la vida, bajo el imperio del cronómetro, independientemente de que estos sean de arena o sean digitales.
Encarcelados entre el nacimiento y la muerte, el hombre y la mujer modernos se desesperan ante su propia finitud. El tiempo se les escapa de las manos. “El tiempo en mis manos” era precisamente la canción preferida de la gran cantante de Jazz Billy Holliday, tema que cantaba frecuentemente, sobre todo al percibir lo efímero de su desdichada existencia. Su nostalgia, sin embargo, quizá no radicaba tanto en el carácter efímero de la vida y de la belleza, como en la añoranza inconsciente de aquella época en que la humanidad era capaz de abolir el tiempo.
Pero el hecho es que existen civilizaciones que aun estando provistas de relojes, siguen sin embargo orientando su vida y su tiempo siguiendo más los ciclos naturales que los intervalos fijados por la linealidad del minutero. No están adictos al reloj. Si prestamos atención a las narraciones antropológicas sobre la vivencia del tiempo de las civilizaciones antiguas, constatamos que tanto en sus rituales como en sus ceremonias lo que predominaba era la intencionalidad de eliminar el tiempo, o incluso de paralizarlo. El hombre primitivo vivía un tiempo cíclico, no lineal; no estaba a merced del imperativo de un horario objetivo, y lejos de modelar su vida por el reloj, la configuraba por el tiempo “natural”. El tiempo no era digno de atención, es más, no existía. Para el primitivo, igual que para el niño, el sentido de la duración y de la temporalidad, dominadas por los ciclos naturales, no tenían ese carácter de irreversibilidad o linealidad actual. La conducta de la persona arcaica está vivida dentro del eterno retorno, y su duración sucede en un estado en el que la linealidad queda abolida, y la sucesión temporal queda anulada.
Lo que aquí me interesa resaltar es que ese estado de conciencia que no reconoce la sucesividad ni linealidad temporales, no es, sin embargo, patrimonio del ser arcaico, sino que también es característico de las personas místicas de todos los tiempos, incluida la modernidad. Gentes que viven al filo del instante y sienten vivamente el poder del ahora.
Pocas palabras en el lenguaje castellano tan cargadas de fuerza como el sustantivo “instante”, sustantivo que es, a su vez, participo agente. La palabra “instante” proclama y reclama el tiempo que exige ser vivido. Kierkegaard, al referirse a la angustia, la define como “el instante en el cual surge el temor de lo que se desea”, y no es por casualidad que el Maestro Zen Willigis Jäger llegue a hablar del “sacramento del instante”.
Los místicos saben bien que si en alguna parte puede hallarse la vida, esa parte es el momento presente, el instante. Él nos conduce a nuestro centro, a ese punto central de la conciencia donde yo soy lo que más soy. Pero rara vez pensamos en esto. Nos han programado para vivir en la dispersión, que es tanto como programarnos para pensar “como es debido”, o sea, para no pensar de modo autónomo, fuera del cronómetro. Con la dispersión, nos defendemos de nuestro propio temor a vivir, nos dispersamos en la extraversión, sacando afuera tanto la alegría como la tristeza. Huimos de la profundidad, miramos siempre a otra parte. O al minutero. No queremos saber. Cuanto más clama el instante, más clamamos por fugarnos de él, siendo así, de espaldas a la vida, como nos enajenamos como seres humanos. Perdemos, cuando no lo matamos, el tiempo, y la gran tragedia de la vida no consiste en cuánto sufrimos en ella, sino en cuánto perdemos en ella. Desvivimos hipnotizados.
Por lo general, la gente hace trabajos que no ama y tiene prisa por desvivirse matando el tiempo. Vivimos programados para una cultura del futuro: mañana seré feliz; mañana viviré; cuando llegue a la universidad será otra cosa; cuando trabaje me emanciparé, cuando me case me estabilizaré, cuando tenga hijos, cuando los hijos crezcan, cuando adquiera esa casa de campo…
Creo que era el destacado dramaturgo Antonio Gala quien decía que si la eternidad existe, cada instante de hoy habrá de repercutir en ella. Y el místico renano Terstegeen afirmaba: “No penséis en lo venidero, no miréis hacia atrás, pues ambas cosas llevan intranquilidad y van en contra de vuestro estado actual. El momento presente ha de convertirse en vuestra morada. Solo allí se halla Dios”. De lo que se trata es de vivir en el aquí y en el ahora, ese “estar estando”, como me decía un aldeano.
Vivir “a tope” el instante es tanto como ampliar la conciencia que derriba la muralla de las programaciones sociales que nos robotizan; de ahí que el primer paso para un cambio social sea la confianza en el instante. Dijo Gandhi: “Cuando uno mete la mano en una palangana o atiza el fuego con el soplillo de bambú; cuando alinea interminables columnas de cifras sobre su mesa de contable; cuando los rayos de sol le abrasan medio hundido en el cieno del arrozal o cuando permanece en pie delante del horno o la fragua, si entonces no realiza la vida rectamente, igual que si estuviese dentro de un monasterio, el mundo no tendrá salvación nunca”.
Tanto el capitalismo con su fraudulento e irracional culto al progreso, como algunos catecismos marxistas que cifraron la felicidad humana en un paraíso que únicamente habrían de ver los bisnietos de nuestros hijos, nos han adoctrinado durante décadas para que no tengamos conciencia del instante. Ellos construyeron una realidad mental que influyó y sigue influyendo para que sigamos dormidos, cuando no muertos, al aquí y ahora. Nos han apartado de la realidad. Y así estamos.
Mas es preciso recordar que de la atención al tiempo presente, del tiempo “no matado”, surgieron las culturas más creadoras de la humanidad.
La práctica meditativa puede devolvernos a nuestro estado original, a ese estado en que, inocentes como niños; inocentes en cuanto a malicia, no en cuanto a intelección, demos la espalda al tiempo lineal, como lo hicieron y lo siguen haciendo los grandes místicos, como también lo hizo Einstein. Y de ese modo, fuera del tiempo convencional, uno pueda acceder a la Gran Experiencia, objeto de nuestra existencia en el mundo. Y lo puede hacer instante a instante.