La demografía en el centro de la confrontación política [1]

Una reciente información, difundida por el Instituto Nacional de Estadística de Francia (INSEE) ha provocado inquietud entre muchos franceses y ha tenido una amplia repercusión mediática: en 2023, la fecundidad en Francia cayó a 1,63 hijos por mujer. Si el dato hubiese emanado de nuestro INE, la satisfacción, ente nosotros, sería mayúscula.

En efecto, aunque en todos los países de la Unión Europea, la fecundidad se sitúa, de forma persistente, por debajo del nivel de remplazo de las generaciones, equivalente a dos hijos por mujer, estos dos países similares y vecinos se encuentran en las antípodas. Mientras Francia lleva años como la excepción europea, rozando el nivel de remplazo[2], España ocupa el otro extremo, en pugna con Italia, con décadas en los niveles más bajos. El último dato para España estimado por la Human Fertility Database (HFDB) es de 1,21 hijos por mujer en junio de 2023[3].

Francia ostenta la particularidad de ser uno de los países de la UE que más ha resistido la penetración del neoliberalismo, especialmente en lo que se refiere al debilitamiento de las políticas sociales. Por ejemplo, desde los años noventa, los intentos de reformar (recortar) las pensiones se han enfrentado a una fuerte resistencia popular, que ha conseguido frenarlos o atenuarlos. La presidencia de Macron, el intento más intenso de imponer las políticas neoliberales, ha conseguido introducir una serie de reformas (en materia de relaciones laborales, pensiones, inmigración, por ejemplo) gracias a la mayoría absoluta, primero, y después al uso extensivo del decreto (el llamado “49.3”, por el artículo de la Constitución que lo regula), enfrentándose a una fuerte oposición en la calle (la de los “chalecos amarillos”, entre otras movilizaciones) que ha terminado por beneficiar a la extrema derecha, hoy favorita para ganar las próximas elecciones presidenciales y generales. Uno de los efectos de esta extensión del neoliberalismo ha sido, como lo es en otros países, la disminución de la fecundidad. España, país de la UE con mayores índices de desigualdad y pobreza, en el que los jóvenes tardan más en poder emanciparse y en el que las características del empleo y de los salarios les son menos favorables, es también el país con la fecundidad más baja. Muchos jóvenes viven aún con sus padres (hasta los 30 años en promedio) porque no les alcanza, no ya para comprar una vivienda, ni siquiera para alquilar, ni siquiera compartiendo. Muchos jóvenes tardan en encontrar empleo y, cuando lo encuentran, suele ser precario y mal pagado. Estas personas se comportan con impecable racionalidad: no tienen hijos.

Hoy, la cuestión demográfica, la baja fecundidad y la inmigración, se ha erigido en un problema político importante y en uno de los principales campos de batalla para la extrema derecha.

En materia de discurso ideológico, destaca, en particular, la pervivencia del natalismo. Este viejo conocido impregna proclamas y políticas que cuestionan y condenan toda evolución de las familias que las aparte de su vocación reproductora. Se culpabiliza al feminismo, tratándolo de “ideología de género”, y siempre considerado radical, también a la diversidad sexual, por ser antinatural. Y en el horizonte, la catástrofe, la extinción de la nación. Este alarmismo, histriónico y agresivo (por ejemplo, cuando intentan impedir por la intimidación el reconocido derecho a la interrupción voluntaria del embarazo), se contrapone a una realidad demográfica en la que no se cumplen sus siniestros vaticinios. La población española sigue creciendo y el incremento de personas mayores no ha hecho quebrar el sistema de pensiones. Más bien ha llenado los lugares de vacaciones de nuevos turistas de temporada baja, en viajes organizados por el IMSERSO, para contento de la industria hotelera y de los propios interesados. Los mayores también ayudan a que las madres que trabajan puedan respirar un poco y no sientan a todas horas la espada de Damócles de lo imprevisto.

El discurso regresivo se expresa preferentemente mediante metáforas sin ninguna base científica, que no buscan aclarar incertidumbres, sino fomentar la inquietud en los espiritus. “Suicidio demográfico”, “Invierno o Infierno demográfico” son expresiones que apuntan a un porvenir de expiación por pecados actuales.

Sobre estas bases se construyen los discursos antigénero y antiinmigratorios de los partidos de ultraderecha que van progresivamente destiñendo en el ideario de las derechas tradicionales.

Los voceros alertan del peligro de extinción de la nación, desangrada por la baja natalidad, consecuencia de la crisis de valores que afecta a la familia, de la que acusan a la ideología de género y a las élites supranacionales. La solución, para ellos, reside en el fomento directo de la natalidad, prefiriendo las prestaciones monetarias a la extensión de los servicios, y la protección de las mujeres que acepten y ejerzan su papel de madre. Resurgen, en estos discursos, el control de la sexualidad y la prohibición del aborto, inscritos en el regimen demográfico antiguo, como medios de encauzar y mantener a la familia en la senda de la reproducción. La misma preocupación por las esencias nacionales lleva a Vox a condenar y hasta a criminalizar la inmigración, consciente de que los vacíos tienden a llenarse. No hay que minusvalorar el peligro de involución democrática que entrañan estas críticas y propuestas. Pero hay que ver también en ellas la manifestación del desconcierto de una parte de la sociedad frente a la extensión de las libertades que contradicen los valores en que fue educada por el nacional catolicismo español. Pudo haberse quedado en un efecto generacional si el reducto de nostálgicos no se renovara gracias a la todavía aplastante presencia de la iglesia católica, a los nocivos efectos económicos de la mundialización y a la utilización política de esos miedos por partidos como Vox y el PP, al que suponíamos mayor sensatez. Bien es verdad que, en Europa, toda la derecha tiende a hacer suyo ese discurso, a la vez que el realismo económico favorece la llegada de inmigrantes. Un barril de pólvora.

Todo este entramado de bulos, falacias, mitos y alarmismo, al servicio de intereses políticos y financieros, ha encontrado su expresión en el lenguaje demográfico, que no en la ciencia demográfica. Los medios de comunicación manipulan con frecuencia la información relativa a los hechos de población, mediante el abuso de un lenguaje alarmista y el recurso a “expertos” que, en su gran mayoría, no son demógrafos y a menudo solo representan a grupos de presión.

El foco se dirige ahora sobre todo a la inmigración, reforzado por la visión catastrofista de la baja fecundidad. Las teorías del “Gran Remplazo” se basan en ligar la baja fecundidad, que fácilmente atribuyen a los excesos del feminismo y a la pérdida de valores, y la inmigración, que consideran una invasión que acabará sustituyendo a la población autóctona. En este caso, la ultraderecha se limita a explotar a su favor una insuficiencia, o contradicción, importante del capitalismo actualmente imperante. La mundialización ha facilitado enormemente la circulación de las mercancias y del capital, pero impone barreras al movimiento de personas. La propia logica del capitalismo exacerbado conduce a restringir sin límite el coste de la reproducción tanto de la fuerza de trabajo como de los recursos naturales. Lo primero conduce a que, en los países de mayor dominio del capitalismo financiero, la fecundidad no permita ni el simple mantenimiento de la población en el ámbito cerrado del Estado-Nación. Lo segundo a que crezca la alarma ante el problema de los recursos no renovables y de que alcance el nivel de crisis aguda el deterioro de nuestro planeta, sometido a una explotación excesiva y a su uso como cloaca, sin que se asuman los costes de mantenimiento del clima, del medio ambiente y de recursos básicos como el agua. Frente a la crisis climática y medio ambiental, la estrategia de la extrema derecha, seguida por buena parte de la derecha tradicional, es un claro negacionismo. Algo de negacionismo tiene también su actitud sobre la cuestión demográfica. No reconoce que la reproducción en el ámbito cerrado de un país es hoy incompatible con la lógica del capitalismo global, a pesar de que cada vez sea más evidente que la economía y la demografía de los países más desarrollados[4] depende crecientemente de la inmigración[5]. El gran problema es que la política actual de los Estados y de la Unión Europea en materia de inmigración acredita la influencia creciente de las tesis de la extrema derecha. Todas estas políticas se orientan a dificultar la entrada de inmigrantes y sus condiciones de vida en el país de “acogida”. Debe reconocerse una cierta coherencia a la posición de las derechas, orientada por la nostalgia de un sentimiento nacional y de unos valores, cada vez menos presentes en la realidad económica y en la vida de los ciudadanos. Pero, frente a ese sinsentido que, a pesar de todo, consiguen rentabilizar, la izquierda, una vez más, se muestra incapaz de esgrimir un discurso propio. Dominada por la prudencia, que acaba convirtiéndose en aversión al riesgo, no se atreve a hablar claro a los ciudadanos, a explicarles que la inmigración, que se deriva de nuestra situación en un mundo global, no solo es necesaria, en las circunstancias actuales, para que la economía funcione, sino que permite que España (o cualquier otro país de sus características) se mantenga como entidad autónoma, en vez de marchitarse y perecer. No consigue exponer con autoridad los datos y los argumentos que muestran que la clase trabajadora no se ve perjudicada, que los inmigrantes no vienen para robar puestos de trabajo ni para acaparar las prestaciones sociales. Sin hablar de la necesidad de resaltar las ventajas de la fusión cultural, a la que un mundo globalizado está necesariamente destinado. Una vez más, la izquierda acepta un marco para el debate orientado por las ideas nostálgicas y retrógradas de la derecha, en vez de intentar imponer el suyo, basado en un análisis realista del momento actual y de las tendencias futuras.

La política migratoria es un tema particularmente difícil para la izquierda, que debe descartar la tentación de apelar a razones humanitarias. En primer lugar, porque es una batalla perdida ante un mundo laboral atenazado por el miedo a la precariedad y los bajos salarios, que ha sido convencido de que los inmigrantes contribuyen a deteriorar aún más el mercado de trabajo. En segundo lugar, porque acoger inmigrantes sería un gesto humanitario si no se pretendiera admitir solo a los más cualificados, lo que lleva a perjudicar duramente a los países que los han formado, a pesar de contar con recursos escasos, y que más lo necesitan. También llevaría a una competencia entre países de acogida, perjudicial para todos. Una buena política inmigratoria debería conseguir integrar a personas de escasa cualificación y, para ello, promover el funcionamiento del ascensor social, de manera que la pirámide de cualificaciones y empleos se renueve por la base[6].

Nos encontramos en el paroxismo de la parte más negativa del capitalismo. Por un lado, su necesidad inacabable de acumulación le lleva a la extracción de valor del consumo inevitable (vivienda, energía, comunicaciones…) además de acentuar la reducción de los costes laborales, lo que provoca un empobrecimiento creciente y un aumento de la desigualdad. Por otro lado, la resistencia a asumir los costes de la reproducción, de la fuerza de trabajo y de la naturaleza, conducen a la baja fecundidad y a la crisis climática y medioambiental. La extrema derecha no ofrece, evidentemente, ninguna respuesta eficaz ante este tipo de problemas, pero sus propuestas, que llevan todas implícito volver a tiempos pasados, tienen el actractivo de lo conocido y de lo falsamente sencillo. Sobre todo, para una población castigada en su presente y amenazada en su futuro. Sobre todo, para muchos hombres, que encuentran en ellas un alivio para su frustración frente a lo que perciben como un desclasamiento provocado, según ellos, por la “ideología de género”.

Las propuestas eficaces pasan todas por un cuestionamiento del funcionamiento actual del capitalismo y un reequilibrio de lo económico y lo social. El rendimiento a corto plazo del capital financiero no puede ser el único objetivo de toda la sociedad. La extinta socialdemocracia había encontrado una modalidad aceptable de convivencia entre el objetivo instrumental de maximización del beneficio y la necesaria cohesión social, condición de continuidad del conjunto de la sociedad, incluída la actividad económica. Sin pretender volver a lo que destruyó la contrarreforma neoliberal, es necesario, para abordar cualquiera de los grandes problemas actuales, potenciar el Estado y promover como prioridades la cohesión social y la protección del planeta. Un programa difícil de llevar a cabo en las circunstancias actuales.

[1] Algunas de las ideas contenidas en este artículo provienen de una reseña, redactada por el autor, del libro: Domingo, Andreu (ed.) (2023)  La coartada demográfica,, Icaria, Barcelona, y pueden estar influidas por su contenido.

[2] En el que también se encuentra Irlanda ahora, en su trayectoria de caída de la fecundidad. Un caso muy distinto al de Francia.

[3] https://www.humanfertility.org/Data/STFF

[4] Llamar “desarrollados” a países que, a pesar de un elevado PIB medio por habitante, mantienen una población creciente con bajos ingresos y precariedad, es ya una burla insostenible. Entendemos aquí por “desarrollados”, a falta de otro término, aquellos países con mayor penetración del capitalismo financiero actual.

[5] Fernández Cordón, J.A. (2023) “La inmigración, clave del nuevo equilibrio demográfico” en Economistas Frente a la Crisis, https://economistasfrentealacrisis.com/la-inmigracion-clave-del-nuevo-equilibrio-demografico/

[6] Este fue el modelo catalán de integración de los inmigrantes del resto de España, analizado por Anna Cabré en su tesis doctoral: “La reproducció de les generacions catalanes 1856-1960”, en 1989.

La demografía en el centro de la confrontación política [1]

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