Ciertas modas en la cultura del internet que exigen la frugalidad y cierto resentimiento que viene de haber asimilado la obligación a ser iguales han hecho que algunos vean con desdén la práctica de acumular libros y llenar grandes bibliotecas. La cultura de la eficiencia y una cierta pulcritud disociada de su origen -la belleza- proyectan su indignación sobre aquellos espíritus magnánimos que dedican su vida al arte de ordenar vastas bibliotecas.
Por supuesto que son lectores, pero son también un tipo de lector preciosista, a veces diletante, que lee según su estado de ánimo y que cree que existe una cierta correspondencia entre sus pensamientos y los libros que aparecen en los anaqueles como aves en un bosque (pues las aves son como las armonías de un pensamiento silencioso y sería difícil decir si están en el cielo o en el pensamiento). Este lector, este coleccionista, es parte de aquellos que profesan devoción al «ángel de la biblioteca», una presencia literaria celestial que es también, además de una entidad etérea, una especie de ritmo o difusión temporal particular. Quien piensa más hondo, ama lo más superfluo.
A este grupo de indignados poco refinados, a esta conjura de necios informados, como suelen ser las masas de las redes sociales, Umberto Eco, con cierto donaire medieval y razón impecable, interpelaba:
Es una tontería pensar que tienes que leer todos los libros que compras, así como es una tontería criticar a quienes compran más libros de los que jamás podrán leer. Sería como decir que debes usar todos los cubiertos, vasos, destornilladores o brocas que compraste antes de comprar nuevos. Hay cosas en la vida que necesitamos tener en abundancia, aunque solo usemos una pequeña porción.
Si, por ejemplo, consideramos los libros como medicinas, entendemos que es mejor tener muchos en casa que pocos: cuando quieres sentirte mejor, vas al ‘armario de medicinas’ y eliges un libro. No uno al azar, sino el libro adecuado para ese momento. ¡Por eso siempre deberías tener una variedad para elegir! Quienes compran solo un libro, leen solo ese y luego se deshacen de él. Simplemente aplican la mentalidad de consumo a los libros, es decir, los consideran un producto de consumo, un bien. Quienes aman los libros saben que un libro es cualquier cosa menos una mercancía.»
Eco neurálgicamente disecciona el problema. Es muy claro, estos individuos tienen una concepción muy limitada de los libros. Son miembros de esa raza dominante que opera en el mundo secular mecanicista, que se rige por la utilidad y por lo tanto pierde todo sentido existencial. Los libros hay que entenderlos como amigos (Borges explicaba que al amigo, a diferencia del amante, con quien se acumulan ansiedades, no necesitamos verlo con frecuencia) como medicinas, o como plantas en un jardín. Serán los remedios, los consuelos, los tónicos que alegrarán y confortarán nuestros días. Tener un gran repertorio es esencial. En esto también consiste ser un buen lector: no en devorar información, sino en crear una especie de regimen de salud mental y poética a través de los libros, en el que figura sobre todo el placer. Pues, dice con Baudelaire, «Debo al placer lo que soy, gracias al placer he crecido». En otras palabras, hay que amar a los libros, y el amor es una superabundancia, un alegre derramarse. Esta superabundancia, este exceso, esta superación de la necesidad por el placer y el deseo de ser, que presenciamos en la efusividad inútil de la belleza y en el conocimiento más lírico, es la misma divinidad. Así, al menos la han entendido místicos tan tan distantes como Eckhart o Abhinavagupta, un juego efervescente de goce incontenible. Y una imagen de ese universo superabundante es una biblioteca de miles de libros que le pertenecen a un solo hombre, una suerte de rey tranquilo en el exilio.
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