La historia de la filosofía occidental no sería la misma sin el legado de Sócrates. Su condena a muerte y su trágico final le convirtieron, de la mano de sus discípulos, en ícono y patriarca por excelencia del saber.
«Meleto, hijo de Meleto pitheuense [un poeta de la época], contra Sócrates, hijo de Sofronisco alopecense; delinque Sócrates por no honrar a los dioses a los que honra la ciudad, por introducir nuevos daimones; delinque también por corromper a los jóvenes. Pena de muerte». Más de seiscientos años después de su condena a muerte tomando cicuta, el historiador Diógenes Laercio reescribió en su obra Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres el juicio y el trágico final de Sócrates. El impacto de su condena en algunos de sus discípulos, como fue el caso de Platón y de Jenofonte, y la trascendencia que adquirió la Academia platónica en los siglos posteriores elevaron la figura del ateniense a la de mártir de la filosofía: aún pudiendo escapar de la ciudad y exiliarse, Sócrates decidió aceptar su condena prefiriendo, como se le atribuye, «soportar la injusticia a cometerla».
Pero, ¿qué condujo a los atenienses a sacrificar a uno de sus sabios más destacados?
El juicio de Sócrates en el tribunal de los Quinientos debió de ser una representación grotesca a la altura de las comedias de su contemporáneo Aristófanes. Atenas atravesaba el final de su hegemonía entre las ciudades-Estado griegas. Su forma de gobierno, la democracia, había sido adquirida por otras póleis antes de la Segunda Guerra Médica (la famosa invasión de Jerjes el Grande, cuyo nombre significa «quien gobierna a los héroes»). Durante aquel conflicto, Atenas y Esparta representaron los dos ejes principales del liderazgo de las ciudades-Estado que habían decidido rechazar la sumisión a los aqueménidas. Esparta sufrió la derrota en las Termópilas; Atenas, en cambio, fue incendiada. Sin embargo, tras las definitivas victorias en Salamina (480 a.C.) y Platea (479 a.C.), la ciudad ática había alcanzado una poderosa influencia comercial, militar y política a ambas orillas del mar Egeo.
Sócrates fue acusado de asebeia, es decir, de impiedad, de burlarse de la divinidad
A partir de ese momento, la democracia ateniense alcanzó su apogeo de la mano de líderes como el célebre Pericles. También lo hizo la vida cultural de la ciudad: numerosos eruditos, sabios y diletantes acudieron a la rica polis para abrir sus escuelas o enseñar sus muy diversos conocimientos. La sofística, en un sentido positivo, nació en las calles atenienses para nutrir la exigencia de la democracia de ciudadanos educados y habilidosos en el arte de la retórica.
Sin embargo, aquel éxtasis de opulencia, sensación de invencibilidad y diversidad cultural comenzó a deteriorarse cuando la ateniense Liga de Delos y la espartana Liga del Peloponeso entraron en guerra y numerosos cargos públicos fueron siendo sobornados por sus rivales. Surgieron enfrentamientos internos y se tomaron decisiones cuestionables (por ejemplo, la expedición a Siracusa, tal y como analizó Tucídides en Historia de la Guerra del Peloponeso).
Perdida la guerra, el gobierno democrático fue sustituido por el atroz grupo de oligarcas de los Treinta Tiranos, favorables a Esparta. Antes de ser repuesta la democracia, el ánimo de la población estaba agotado: demasiados muertos, demasiadas derrotas y demasiada humillación. Las familias relacionadas con el gobierno deseaban señalar culpables con los que relativizar su responsabilidad en el desastre. La gente común necesitaba sentir que poseía alguna clase de «última palabra» sobre la debacle y buscó culpables, fueran quienes fueran.
Uno de los condenados fue Sócrates. Para los habitantes de la Atenas del siglo IV a.C., Sócrates era un sofista más. De joven, había combatido en el ejército, compartiendo los mismos ideales y principios que otros miles de griegos. Tiempo después, llegó a ser prytaneo del Consejo de los Quinientos. Los testimonios conservados apuntan a que fue un hombre curioso desde joven, que aprendió astronomía, retórica, matemáticas y música frecuentando el ágora de la ciudad y participando en los debates que brotaban de los labios de eruditos y charlatanes. También recibió clases del filósofo Arquelao, discípulo de Anaxágoras.
Sin embargo, Sócrates pronto se desengañó tanto de la veracidad de los supuestos conocimientos de los sofistas como de la existencia de «justicia» y de «virtud» en el seno de la democracia, que él observó, en su etapa de consejero, como un sistema corrupto y decadente. A raíz de esta impresión, Sócrates se entregó a una vida austera en la que practicó su método de la mayéutica y se esforzó por acudir a las prolíficas tertulias de la polis para poner en duda los supuestos conocimientos de los sofistas. La mayéutica no consistía en una humillación intelectual del interlocutor, sino en hacer brotar la verdad interior que se encuentra en cada ser humano. Su prédica estuvo abierta a todas las gentes, fue gratuita (en comparación con la enseñanza de pago de los sofistas, solo accesible a las familias pudientes) y su actitud, educadora, exhortando constantemente a los ciudadanos a prestar atención a los problemas políticos de la ciudad. De esta manera situó al ser humano como medida de sí mismo frente a la physis o naturaleza y ante las creencias en los dioses.
El reformismo de Sócrates incluyó una constante interlocución mediante el diálogo y la defensa del ser humano como un ser capaz de alcanzar la sabiduría a través de su propia razón mediante la práctica de la virtud. Estas ideas le generaron numerosos enemigos. Conforme su influencia creció, el filósofo se convirtió en un destacado personaje de la ciudad, un peligro para la preservación del estatus de las familias gobernantes para unos y objeto de mofa para otros, como es el caso de Aristófanes, quien se burla de Sócrates en su obra Las nubes. Pero polemizar y criticar la democracia no era pretexto suficiente para acusarle públicamente. Más aún cuando se había enfrentado a los Treinta Tiranos para proteger a León de Salamina, un ciudadano perseguido por los oligarcas.
Algunos prohombres de Atenas, amigos y discípulos de Sócrates, como Alcibíades, Critias o Cármides o bien habían traicionado a la democracia o bien estaban vinculados con el breve gobierno de los Treinta Tiranos del año 404 a.C. Estas circunstancias, unidas a la delicada posición del filósofo respecto de la divinidad y las creencias religiosas (defendió la influencia de su propio daimon, que en este caso se asemejaría al concepto de «intuición»), fueron suficiente justificación para acusarlo de asebeia, es decir, de impiedad, de burlarse de la divinidad.
La condena fue rápida y con una mayoría simple holgada. Sócrates la aceptó manteniendo la coherencia con su pensamiento. Murió intoxicado por cicuta conforme a la sentencia. No dejó palabra escrita. Pero su memoria y su pensamiento fueron recogidos por sus discípulos, siendo Platón el más importante predicador de la doctrina socrática y el hombre que elevó su figura de la efímera existencia humana a la gloria de la eternidad.