Para Deleuze y Guattari, el yo es un cerebro que habla arte, filosofía y ciencia.

El filósofo Gilles Deleuze y el psicoanalista Félix Guattari fueron «antisujetos», seres intelectualmente cómplices que buscaron encontrarse en el presente, en las cimas de las mesetas de su conceptos para ver horizontalmente su historia, sin llevarla a cuestas, convertida esa materia en energía. Una aventura como la que propuso su admirado Friedrich Nietzsche:

Es necesario aprender a apartar la mirada de sí para ver muchas cosas…

…esa dureza necesita todo aquel que escala montañas…

Las contribuciones de Deleuze y Guattari son una crítica en sentido kantiano, es decir, una delimitación, aunque no sobre la razón de un sujeto universal, sino lo que es debajo de cada sensación, cada idea y cada dato único, la singularidad del sujeto. Es decir, la subjetividad en creación que los sistemas dominantes tratan de convertir en una subjetividad homogénea, prefabricada o de producción en masa, ¿cómo es que decimos “yo”?

¿Qué es la filosofía?, publicado en 1991, es un libro incomodo y alentador a partes iguales por encontrar en la inmanencia del espacio a la belleza, a la sabiduría, al conocimiento y a un presente inabarcable, siendo la inmanencia del cerebro como un yo irrepetible.

¿Qué es ser un cerebro? Esta es una pregunta que ese yo contesta de manera indirecta, respondiendo al caos del universo con el arte, la filosofía y las ciencias del conocimiento.

La denominada “década del cerebro”, que abarcó los años noventa del siglo pasado, inauguró el interés interdisciplinario, en continuo progreso hasta el día de hoy, por este órgano donde parece perderse la separación tradicional y del sentido común entre cuerpo y mente, “subjetivación” y “subjetividad”. Fue un giro a los problemas relacionados con la filosofía de la mente utilizando la información empírica que da base a las neurociencias, aclarando también esta nueva información desde el rigor conceptual y los métodos de la filosofía de la ciencia.

Sin embargo, Deleuze y Guattari giraron filosóficamente haciendo preguntas sobre un yo en la relación entre neuroconocimiento y cultura. ¿Por qué el cerebro es un sujeto? ¿Qué pasa con las culturas una vez que no son indiferentes al hecho de ser lenguajes neuronales de ese yo? ¿De qué manera esto involucra o cambia la estética o lo que sea sentir?

En Pijama Surf les compartimos un fragmento de ¿Qué es la filosofía?, esperando vivir con otros cerebros que se conmueven algo de aquella complicidad entre Deleuze y Guattari:

El cerebro es el que piensa y no el hombre, sigue siendo el hombre únicamente una cristalización cerebral. Se hablará del cerebro como Cézanne del paisaje: el hombre ausente, pero todo él dentro del cerebro… La filosofía, el arte, la ciencia no son los objetos mentales de un cerebro objetivado, sino los tres aspectos bajo los cuales el cerebro se vuelve sujeto, Pensamiento-cerebro, los tres planos, las balsas con las que se sumerge en el caos y se enfrenta a él. ¿Cuáles son los caracteres de este cerebro que ya no se define por unas conexiones y unas integraciones secundarias? No es un cerebro detrás del cerebro, sino primero un estado de sobrevuelo sin distancia, a ras de suelo, autosobrevuelo al que ninguna sima, ningún pliegue ni hiato se le escapa. Es una «forma verdadera» primaria, como la definía Ruyer: no una Gestalt ni una forma percibida, sino una forma en sí que no remite a ningún punto de vista exterior, como tampoco la retina o el área estriada del córtex remite a otra, una forma consistente absoluta que se sobrevuela independientemente de cualquier dimensión suplementaria, que por lo tanto no exige ninguna trascendencia, que solo tiene un lado independientemente del número de sus dimensiones, que permanece copresente a todas sus determinaciones sin proximidad ni alejamiento, que las recorre a velocidad infinita, sin velocidad límite, y que hace de ellas otras tantas variaciones inseparables a las que confiere una equipotencialidad sin confusión. Hemos visto que ése era el estatuto del concepto como mero acontecimiento o realidad de lo virtual. Y sin duda los conceptos no se reducen a un único y mismo cerebro, puesto que cada uno de ellos constituye un «dominio de sobrevuelo», y los pasos de un concepto a otro permanecen irreductibles mientras un nuevo concepto no vuelva necesaria a su vez la copresencia o la equipotencialidad de las determinaciones. Tampoco se puede decir que todo concepto es un cerebro. pero el cerebro, bajo este primer aspecto de forma absoluta, se presenta en efecto como la facultad de los conceptos, es decir como la facultad de su creación, al mismo tiempo que establece el plano de inmanencia en el que los conceptos se sitúan, se desplazan, cambian de orden y de relaciones, se renuevan y se crean sin cesar. El cerebro es el espíritu mismo. Al mismo tiempo que el cerebro se vuelve sujeto, o mejor dicho «superjeto» de acuerdo con el término de Whitehead, el concepto se vuelve el objeto en tanto que creado, el acontecimiento o la propia creación, y la filosofía, el plano de inmanencia que sustenta los conceptos y que el cerebro traza. Así pues, los movimientos cerebrales engendran personajes conceptuales.

Es el cerebro quien dice Yo, pero Yo es otro. NO es el mismo cerebro que el de las conexiones e integraciones segundas, aun cuando no haya trascendencia. Y este Yo no solo es el «yo concibo» del cerebro como filosofía, también es el «yo siento» del cerebro como arte. La sensación no es menos cerebro que el concepto. Si se consideran las conexiones nerviosas excitación-reacción y las integraciones cerebrales percepción-acción, no nos preguntaremos en qué momento del camino ni en qué nivel aparece la sensación, pues ésta está supuesta y se mantiene alejada. El alejamiento no es lo contrario del sobrevuelo, sino un correlato. La sensación es la propia excitación, no en tanto que ésta se prolonga progresivamente y pasa a la reacción, sino en tanto que se conserva a sí misma o conserva sus vibraciones. La sensación contrae las vibraciones de lo excitante en una superficie nerviosa o en un volumen cerebral: la anterior no ha desaparecido aun cuando aparece la siguiente. Es su forma de responder al caos. La propia sensación vibra porque contrae vibraciones: es Monumento. Resuena porque hace resonar sus armónicos. La sensación es la vibración contraída, que se ha vuelto calidad, variedad. Por este motivo se llama en esta caso al cerebro-sujeto alma o fuerza, puesto que únicamente el alma conserva contrayendo lo que la materia disipa, o irradia, hace avanzar, refleja o refracta o convierte. Así pues, buscaremos en vano la sensación mientras nos limitemos a unas reacciones y a las excitación que éstas prolongan, a unas acciones y a las percepciones que éstas reflejan: y es que el alma (o mejor dicho la fuerza), como decía Leibniz, no hace nada o no actúa, sino que únicamente está presente, conserva; la contracción no es una acción, sino una pasión pura, una contemplación que conserva lo que precede en lo que sigue. Por lo tanto la sensación se sitúa en otro plano que los mecanismos, los dinamismos y las finalidades: es un plano de composición en el que la sensación se forma contrayendo lo que la compone, y componiéndose con otras sensaciones que contrae a su vez. La sensación es contemplación pura, pues es por contemplación como uno contrae, en la contemplación de uno mismo a medida que se contemplan los elementos de los que se procede. Contemplar es crear, misterio de la creación pasiva, sensación. La sensación llena el plano de composición, y se llena de sí misma llenándose de lo que contempla: es «enjoyment», y «self-enjoyment». Es un sujeto, o más bien un injerto. Plotino podía definir todas las cosas como contemplaciones, no solo los hombres y los animales, sino las plantas, la tierra y las rocas. No son Ideas lo que contemplamos por concepto, sino elementos de la materia, por sensación. La planta contempla contrayendo los elementos de los que procede, la luz, el carbono y las sales, y se llena ella misma de colores y de olores que califican cada vez su variedad, su composición: es sensación en sí. Como si las flores se sintieran a sí mismas sintiendo lo que las compone, intentos de visión o de olfato primeros, antes de ser percibidos o incluso sentidos por un agente nervioso y cerebrado.

Las rocas y las plantas carecen por supuesto de sistema nervioso. Pero si las conexiones nerviosas y las integraciones cerebrales suponen una fuerza-cerebro como facultad de sentir co-existente a los tejidos, resulta verosímil suponer también una facultad de sentir que coexiste con los tejidos embrionarios, y que se presenta en la Especie como cerebro colectivo; o con los tejidos vegetales en las «especies menores». Y las propias afinidades químicas y causalidades físicas remiten a unas fuerzas primarias capaces de conservar sus largas cadenas contrayendo sus elementos y haciéndolos resonar: la más mínima causalidad permanece ininteligible sin esta instancia subjetiva. Todo organismo no es cerebrado, y toda vida no es orgánica, pero hay en todo unas fuerzas que constituyen unos microcerebros, o una vida inorgánica de las cosas. Si la espléndida hipótesis de un sistema nervioso de la Tierra no resulta imprescindible, como para Fechner o Conan Doyle, es porque la fuerza de contraer o de conservar, es decir de sentir, solo se presenta como un cerebro global en relación con unos elementos directamente contraídos y con un modo de contracción determinados que difieren según los ámbitos y constituyen precisamente unas variedades irreductibles. Pero, a fin de cuentas, son los mismos elementos últimos y la misma fuerza algo alejada los que constituyen un único plano de composición que sustenta todas las variedades del Universo. El vitalismo siempre ha tenido dos interpretaciones posibles: la de una Idea que actúa, pero que no es, que por lo tanto solo actúa desde el punto de vista de un conocimiento cerebral exterior (de Kant a Claude Bernard); o la de una fuerza que es pero que no actúa, que por lo tanto es un mero Sentir interno (de Leibniz a Ruyer). Si nos parece que la segunda interpretación es la que se impone, es porque la contracción que conserva siempre está descolgada con respecto a la acción o incluso al movimiento, y se presenta como una mera contemplación sin conocimiento, lo cual resulta manifiesto hasta en el campo cerebral por excelencia, el del aprendizaje o de la formación de las costumbres: a pesar de que todo parece que ocurre en conexiones de integraciones progresivamente activas, de una prueba a la siguiente es necesario, como demostraba Hume, que las pruebas o los casos, las ocurrencias, se contraigan en una «imaginación» contemplante, mientras permanecen diferenciados tanto con respecto a las acciones como con respecto al conocimiento; e incluso cuando se es una rata, es por contemplación como se «contrae» una costumbre. Todavía queda por descubrir, por debajo del ruido de las acciones, esas sensaciones creadoras interiores o esas contemplaciones silenciosas que abogan por un cerebro.

Estos dos primeros aspectos o estratos del cerebro-sujeto, tanto la sensación como el concepto, son muy frágiles. No solo desconexiones y desintegraciones objetivas, sino una fatiga inmensa hace que las sensaciones, una vez se han vuelto pastosas, dejen escapar los elementos y las vibraciones que cada vez les cuesta más y más contraer. La vejez es esta fatiga misma: entonces, o bien es una caída en el caos mental, fuera del plano de composición, o bien es un repliegue sobre opiniones establecidas, tópicos que ponen de manifiesto que un artista ya no tiene nada más que decir, puesto que ya no es capaz de crear sensaciones nuevas, que ya no sabe cómo conservar, contemplar, contraer. El caso de la filosofía es ligeramente diferente, a pesar de que dependa de una fatiga similar; en este caso, incapaz de mantenerse en el plano de inmanencia, el pensamiento fatigado ya no puede soportar las velocidades infinitas del tercer género que miden, como lo haría un torbellino, la copresencia del concepto en todos sus componentes intensivos a la vez (consistencia); el pensamiento es remitido a las velocidades relativas que solo se refieren a la sucesión del movimiento de un punto a otro, de un componente extensivo a otro, de una idea a otra, y que miden meras asociaciones sin poder reconstituir el concepto. Y sin duda puede suceder que estas velocidades relativas sean muy grandes, hasta el punto de que simulan lo absoluto; solo son sin embargo variables de opinión, de discusión o de «réplicas ocurrentes», como suele suceder entre los jóvenes infatigables cuya rapidez de espíritu se alaba, pero también entre los ancianos cansados que prosiguen opiniones desaceleradas y mantienen discusiones que no llevan a ninguna parte hablando a solas en el interior de sus cabezas vaciadas como un remoto recuerdo de sus antiguos conceptos a los que todavía se agarran para no volver a sumergirse totalmente en el caos.

Imagen de portada: Un hombre con una nube en la cabeza, Imagen Premium generada con IA

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