Rescatar un mundo

Hace muchos años, cuando era un monje recién ordenado en Sri Lanka, decidí «humectar» mi práctica diaria de la atención a la respiración con metta, el cultivo meditativo de la bondad amorosa. Para orientarme, recurrí a las instrucciones del Visuddhimagga, el clásico tratado Theravada sobre doctrina y meditación budistas. El Visuddhimagga explica que, en la etapa inicial, la bondad amorosa debe desarrollarse hacia personas de cuatro grupos: uno mismo, personas queridas, personas neutras y enemigos.

Siguiendo las pautas establecidas en el tratado, empecé por tomarme a mí mismo como primer destinatario de metta, dirigiendo hacia mí los pensamientos: «¡Que esté bien, feliz, en paz y seguro!». A continuación, me dirigí a varias personas de la segunda categoría, «los que son queridos», y descubrí que, después de algunos altibajos, la bondad amorosa fluía suavemente hacia las personas de este grupo. Luego llegué a la tercera categoría, las «personas neutras», meros conocidos hacia los que uno no tiene sentimientos ni amistosos ni hostiles. Cuando intenté dirigir mi bondad hacia las personas de esta categoría, el flujo de empatía se evaporó y mi mente se volvió seca y apática. Persistí en mis esfuerzos, pero en lugar de lanzarme al mar abierto de la bondad amorosa, me encontré hundiéndome en las dunas de arena de la insulsez y la apatía.

Sin embargo, un día se produjo un cambio que transformó mi práctica. Sucedió de forma espontánea e inexplicable, sin un esfuerzo deliberado por mi parte. Hasta ese momento, había estado visualizando mentalmente a las personas hacia las que había estado tratando de desarrollar la bondad amorosa, tomándolas, en el ojo de mi mente, como los objetos de mi meditación. El acontecimiento clave que desencadenó el cambio fue darme cuenta de que esas personas no eran «objetos» en absoluto, sino sujetos, centros irreductibles de experiencia. Me di cuenta de que esas personas no existían simplemente «allá fuera», en el espacio objetivo de mi propia conciencia, sino que cada una era el núcleo de una experiencia única para sí misma. Cada uno era un sujeto insustituible, personas con sus propias historias, su propia interioridad, sus propias esperanzas y temores, su propia y compleja red de relaciones, aspiraciones y preocupaciones.

«Cada persona, cada ser, incluso una mosca, es una perspectiva única desde la que el universo se experimenta a sí mismo, un haz de luz a través del cual el universo da testimonio de sí mismo».

Con este cambio, me di cuenta de que, como sujetos de la experiencia, cada una de estas personas estaba impulsada por los objetivos primarios que motivan a todos los sujetos de la experiencia: evitar el sufrimiento y alcanzar la felicidad, escapar del daño y vivir en paz, vivir una vida con sentido, propósito y plenitud. Al instante, una profunda oleada de empatía se apoderó de mi corazón, arraigada en el reconocimiento de nuestra humanidad compartida, de nuestra sensibilidad compartida. Esto no significa que mi cultivo de la bondad amorosa hacia las personas neutras y hostiles se volviera inmediatamente espontáneo y sin esfuerzo. Aun así, tuve que hacer un esfuerzo decidido para aplicar la empatía que surgió ante la tarea de generar y mantener la bondad amorosa hacia las personas que situaba en esas categorías. Pero había encontrado la llave para abrir la puerta, el medio de extender el sentimiento de bondad amorosa hacia aquellas personas que antes veía como meros entes impersonales.

No tardé en darme cuenta de que este descubrimiento tiene implicaciones de gran alcance. A partir del reconocimiento de la indiscutible realidad subjetiva de las personas que evocaba mentalmente en mi meditación, llegué a ver que cada persona es, fundamentalmente, un sujeto de experiencia. Esta verdad puede incluso extenderse a todos los seres sensibles, hasta comprender que los pájaros y los murciélagos, las arañas y las moscas, son también centros de conciencia activamente comprometidos en el proyecto de labrarse un espacio en el mundo. Pero mi principal preocupación aquí es el tipo de ser con el que más fácilmente podemos identificarnos, es decir, los otros humanos.

Como sujeto de experiencia, me di cuenta de que cada persona es el centro de un mundo. Desde el núcleo de cada persona se abre un mundo que se expande hacia el infinito y hacia el interior hasta una profundidad sin fondo. Cada persona, cada ser, cada centro de conciencia refleja el universo entero, y el universo entero converge y se incrusta en cada persona y cada ser. Cada persona, cada ser, incluso una mosca, es una perspectiva única desde la que el universo se experimenta a sí mismo, un haz de luz a través del cual el universo da testimonio de sí mismo.

La experiencia subjetiva colapsa las distancias de espacio y tiempo. Miro al cielo por la noche y veo estrellas y galaxias a años luz de distancia. Tú miras al cielo por la noche y ves estrellas y galaxias a años luz de distancia. Todas esas estrellas y galaxias están presentes para mí, convergen en mi conciencia; y también están presentes para ti, convergen en tu conciencia. Cada momento de mi conciencia contiene la experiencia de incontables generaciones de seres vivos. Y es así para todos nosotros. Cada uno de nuestros pensamientos y acciones presentes contiene el pasado sin principio, y cada pensamiento y acción irradia sin fin hacia un futuro que nunca podemos prever del todo.

Esta línea de reflexión me llevó a comprender que, puesto que cada persona está en el centro del mundo —en el centro de su mundo—, la vida de cada persona está dotada de un valor intrínseco, de un valor que nunca podrá borrarse, que nunca podrá ser eliminado en nombre de ninguna causa, por exaltada que sea. Una persona nunca puede reducirse a portadora de un mero valor instrumental. Como centros de experiencia, las personas son fines en sí mismas, no medios para otro fin.

Al proseguir esta línea de reflexión, reconocí que todas las personas, como sujetos dotados de un valor innato, tienen derecho a las cosas que necesitan para florecer, las cosas que necesitan para transformar su valor primordialmente dado en valor vivo realizado. Actualizamos el valor de vida concreto viviendo de un modo que nos permite alcanzar nuestro potencial de sentido. Una vida sin sentido es una vida inútil, una vida vacía, una vida sin significado. Los seres humanos no se mueven únicamente por instintos ciegos —comer, satisfacer sus deseos y reproducirse—, sino que buscan dar sentido a sus vidas, vivir con un propósito. Los propósitos que nos fijamos pueden ser dignos o inútiles, admirables o reprobables, pero la búsqueda de sentido está inscrita en el código mismo de nuestra conciencia.

El reconocimiento de que cada uno de nosotros, como individuos, somos un centro de experiencia del sujeto tiene un corolario. Es el hecho de que nuestras subjetividades se cruzan. Aunque yo soy el centro de mi universo, y tú eres el centro de tu universo, y esas personas de ahí son cada una el centro de sus universos, estos universos no están cerrados unos sobre otros y replegados sobre sí mismos. Más bien están entrelazados, se penetran y se reflejan mutuamente. Los múltiples espacios de subjetividad constituyen un campo unificado. Ocupamos un espacio compartido en el que, como seres subjetivos, nos miramos a la cara, y mirar a la cara del otro abre su universo a nuestra propia visión y nos invita a entrar y habitar en él.

Es a partir de este encuentro con el otro, con las otras personas y los otros universos constituidos por sus espacios subjetivos, que la empatía puede ampliarse y transformarse en compasión. La compasión es lo que hace que el corazón se estremezca ante el sufrimiento ajeno. Ver a los demás como sujetos es abrir el corazón a sus necesidades, reconocer su sufrimiento, escuchar su llamada de auxilio y responder de la manera que mejor se adapte a la situación. La expresión activa de la empatía es lo que yo llamo «compasión consciente», el compromiso sincero de reducir el sufrimiento de los demás, contribuir a su bienestar y esforzarse por crear un mundo propicio para el florecimiento humano.

Cuando miramos al mundo, vemos que las personas que comparten este planeta con nosotros, en su inmensa mayoría, pasan sus vidas en condiciones que aplastan su búsqueda de un sentido óptimo. Triste, e incluso trágicamente, las fuerzas que rigen sus vidas les condenan a una lucha sin tregua por la mera subsistencia. Demasiadas personas se encuentran al borde de una miseria indescriptible, agobiadas por la pobreza, obligadas a trabajar muchas horas por un salario de mera supervivencia, sometidas a los caprichos de otros que a menudo no tienen piedad de ellas. No se les trata como sujetos, sino como objetos; no como fines en sí mismos, sino como meros medios para los propósitos egoístas de otros.

Uno de los destinos más duros a los que puede enfrentarse una persona es el hambre crónica. Ya sea impuesta por hambrunas, guerras o pobreza endémica, el hambre erosiona tu sentido de tu propio valor innato. El hambre te condena a una búsqueda incesante de comida, una búsqueda que hay que renovar cada día, siempre con la amenaza de un hambre más severa acechando a la vuelta de la esquina. Cuando se está preso del hambre, la vida pierde todo propósito salvo la única necesidad imperiosa: comer y obtener alimentos para quienes dependen de uno. Lo único que aporta una satisfacción efímera es una comida adecuada. Lo único que hace caer en el abatimiento es darse cuenta de que, una vez terminada la comida, la búsqueda de alimentos debe comenzar de nuevo.

En 2008, cuando fundé la organización Buddhist Global Relief, elegimos como misión combatir el hambre crónica y la desnutrición. Empezamos con un objetivo limitado: proporcionar ayuda alimentaria directa a quienes padecen hambre persistente. Pero a medida que nuestro trabajo se ampliaba, también lo hacía nuestra misión. Llegamos a comprender más claramente las raíces subyacentes del hambre crónica: la guerra, la pobreza, las calamidades climáticas y el estatus subordinado de las mujeres y las niñas que prevalece en muchas culturas. Aunque poco podíamos hacer directamente para poner fin a las guerras, nuestros proyectos llegaron a abordar las otras raíces del hambre crónica. En la actualidad apoyamos cerca de sesenta proyectos en todo el mundo, muchos de los cuales ofrecen a las niñas la oportunidad de ir a la escuela, a las mujeres los recursos para poner en marcha proyectos de subsistencia adecuados y a los pequeños agricultores formación en agricultura ecológicamente sostenible.

Entendemos nuestro trabajo no como una mera expresión de caridad o una empresa humanitaria —aunque bien puede describirse en esos términos—, sino como una audaz afirmación de la dignidad intrínseca de todo ser humano. Cuando proporcionamos a la gente alimentos vitales —o mejor aún, la posibilidad de salir de la pobreza y ganarse la vida por sí mismos— actuamos desde el reconocimiento de nuestra inextricable conexión con los demás, desde la resonancia entre nuestro ser subjetivo y la realidad subjetiva de otros.

Rescatar una sola vida es rescatar a un solo sujeto, y con ello preservar un solo mundo, sostener un solo universo. Rescatar muchas vidas del abismo del hambre es rescatar a muchos sujetos, y con ello preservar muchos mundos, muchos universos, cada uno albergado por un ser único cuya vida tiene un valor inestimable.


Bhikkhu Bodhi

El venerable Bhikkhu Bodhi es un monje budista estadounidense, presidente de la Asociación Budista de Estados Unidos y fundador y presidente de Buddhist Global Relief, así como antiguo editor y presidente de la Sociedad de Publicaciones Budistas de Kandy, Sri Lanka. Sus extensas traducciones del canon pali han alimentado la práctica del dharma en el mundo anglosajón durante décadas.

https://www.lionsroar.com/es/rescatar-un-mundo/

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