Juan Evaristo Valls Boix es profesor de Filosofía de la Cultura en la Universidad Complutense de Madrid. Foto cedida por él.
Juan Evaristo Valls Boix, profesor de Filosofía de la Cultura en la Universidad Complutense de Madrid, tiene un doble doctorado en Filosofía Contemporánea y Teoría de la Literatura y forma parte del grupo de investigación Pensamiento Contemporáneo Posfundacional en la misma universidad.
Es autor del manifiesto por el derecho a la pereza titulado Metafísica de la pereza y ha publicado recientemente el libro Suely Rolnik. Descolonizar el inconsciente sobre la pensadora brasileña. En sus obras, Rolnik ha prolongado las reflexiones de Gilles Deleuze y Feliz Guattari sobre la producción social del deseo. Para estos autores, el inconsciente no es una novela íntima privada y llena de traumas, sino el reflejo de una producción social: no deseamos lo mismo si somos hombres que mujeres, nativos que migrantes, etc. El libro sobre Rolnik que ha escrito ahora Valls Boix no solamente está escrito con un cuidado y una belleza enormes, sino que es bastante esclarecedor en la línea de explorar eso que Guattari y ella llaman «micropolítica» y también en este intento por entender el deseo y los afectos como fundamental en nuestra tarea política.
Empecemos por el propio libro: ¿por qué escribir un libro sobre la obra de Suely Rolnik? ¿Por qué cree que es importante rescatar su pensamiento? ¿Con qué autores dialoga Rolnik y qué caminos continua su pensamiento?
Este ensayo sobre Rolnik se enmarca en la colección «Rostros» de Herder Editorial, que tiene el noble propósito de dar visibilidad y reclamar la vigencia de la filosofía del sur global en el pensamiento contemporáneo.
Si bien Suely Rolnik es una referencia importante en los circuitos españoles y europeos del arte contemporáneo (ha sido recurrentemente invitada al Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona , al Reina Sofía, al Instituto Valenciano de Arte Moderno…), es casi una total desconocida en el campo de la filosofía contemporánea y política en nuestro contexto. Y, sin embargo, es una de las grandes expertas en la obra de Deleuze y Guattari , cuyos hallazgos ha prolongado hacia una reflexión decolonial que dialoga con la sabiduría de los pueblos originarios, como el guaraní.
Desde esa sabiduría ha articulado una práctica activista, psicoanalítica y curatorial. Así mismo, Rolnik ha sabido hibridar la herencia del pensamiento francés contemporáneo y el ánimo revolucionario de Mayo del 68 con las tradiciones brasileñas de la antropofagia, el legado del neoconcretismo y la contracultura del tropicalismo, con lo que ha establecido uno de los diálogos más fructíferos entre Europa y América en el pensamiento reciente.
«Aunque Suely Rolnik es una referencia importante en los circuitos españoles y europeos del arte contemporáneo, es casi una total desconocida en el campo de la filosofía contemporánea y política en nuestro contexto, a pesar de ser una de las grandes expertas en la obra de Deleuze y Guattari»
Sobre la relación del pensamiento de Rolnik con el de Gilles Deleuze y Felix Guattari (sobre todo de este último, con quien Rolnik escribió Micropolítica: cartografías del deseo ), ¿cómo entienden Rolnik y Guattari el concepto de micropolítica en contraposición con otras formas de entender y conceptualizar la micropolítica? ¿Y por qué situar al deseo como fundamental en nuestra tarea (micro)política? Se lo pregunto porque no son pocas las personas que señalan en redes sociales estar cansadas de escuchar acerca del deseo (erótico) y que puntualizan que «no es tan importante y debemos centrarnos en asuntos más urgentes o relevantes»…
En primer lugar, querría aclarar que por «deseo» estos autores no entienden «deseo erótico» o «deseo sexual». Para ellos, el deseo es una potencia afirmativa de la vida, la fuerza que nos mueve a estar en el mundo de un modo u otro: es el modo singular en que cada persona dice sí a la vida y se mantiene en ella.
Diversos autores de mediados del siglo pasado se preocuparon por analizar los modos en que nuestro pensamiento, lejos de ser abstracto o natural, tenía una clara factura social e histórica: los análisis de Louis Althusser sobre la ideología, o las reflexiones de Luce Irigaray y Hélène Cixous sobre el falogocentrismo son buenos ejemplos de ellos. Además, estos autores señalaban que la factura de nuestro pensamiento siempre tenía un lineamiento político. Por decirlo con Barthes, estos autores entienden que la lengua es fascista, pero ello no porque nos prohíba decir cosas, sino porque nos obliga a decirlas de un modo en concreto: impone una lógica y unos valores.
En este contexto, autores como Deleuze y Guattari, y más adelante una de sus amigas y estudiantes, Suely Rolnik, tratan de pensar no solo la factura social del pensamiento, sino también la factura política del deseo: el deseo tiene una historia y una conformación material situada, todo un recorrido en que aprende a orientarse y a asociarse con diversas fuerzas y afectos. Y es que hay deseos que se exhiben y otros que se ocultan, deseos de recibir violencia y deseos de ejercerla, deseos que deben condenarse y deseos que pueden celebrarse, unos deseos más importantes que otros, algunos que deben ocultarse, etc.
La producción de subjetividad —la configuración de un régimen del deseo— es la tarea esencial de un Estado para poder reproducir un sistema y una forma de estar en el mundo. En ese sentido, quien votó a Trump, o quien votó a Hitler, no lo hizo por necedad o desconocimiento: lo hizo porque quiere , porque lo deseaba.
Si hay algún cambio social, este vendrá porque la sociedad desee una forma de vida más allá del capitalismo. Pero mientras nuestro deseo sea un deseo capitalista, y nuestro corazón arda con el fascismo (porque hemos aprendido a temer el cambio, porque hemos aprendido a desear la rotundez unívoca de la seguridad, porque la violencia y la protección se nos han vuelto seductoras), cualquier tentativa de cambio no será sino una oportunidad de mercado.
Suely Rolnik y la revolución del deseo
Por todo esto que comenta, para Rolnik adquiere tanta importancia el asunto del inconsciente y de los regímenes del inconsciente que nos gobiernan, ¿verdad? Me parece importante notar que como tanto Rolnik como Guattari provienen del psicoanálisis, ambos usan muchos términos como este, como el «inconsciente», que también vertebra todo tu libro. En ese sentido, y retomando la pregunta de Rolnik sobre cómo descolonizar nuestro inconsciente, ¿con qué diría usted que es útil políticamente quedarse del psicoanálisis y de qué deberíamos desprendernos?
Clásicamente, el psicoanálisis ha estado lastrado por lógicas heterocentradas y androcentradas , y filósofos como Paul B. Preciado las han denunciado. Por suerte, desde los años setenta, las críticas feministas han sabido reelaborarlo desde otros parámetros. Además, la principal crítica que Deleuze y Guattari lanzaron contra el psicoanálisis era su carácter normativizador y conservador: el psicoanálisis aspiraba a reproducir una sociedad de individuos neuróticos, una sociedad basada en la familia y el complejo de Edipo.
Si estos y otros autores le imprimen un carácter político, es porque la práctica del análisis nos brinda una comprensión íntima del deseo y de todas sus contradicciones. Y en esa escucha uno tiene la oportunidad de articular una relación con el otro menos violenta y más atenta. El análisis nos libera de la fantasía de que el otro es una mera oportunidad para satisfacer y acrecentar nuestro goce, o la imagen del otro como un enemigo absoluto que amenaza nuestra integridad. El análisis nos permite entender al otro en su singularidad y en su falta, y esa ética del deseo que el análisis hace posible —¿por qué deseo las cosas que deseo?, ¿podría amar, vivir, relacionarme de otro modo, más justo?— el análisis dibuja un escenario político alternativo.
Compañeros como Jorge Alemán o Alicia Valdés han pensado con lucidez los aportes del psicoanálisis a la política. El psicoanálisis nos permite empezar por el deseo, comprender el vasto territorio de la afectividad como la base secreta de la política. El gran desafío de las izquierdas hoy consiste en volver deseable una forma de vida que no se alinee con valores capitalistas, coloniales, extractivistas y machistas. Nos jugamos el futuro en articular un deseo poscapitalista, en volver deseable y gustosa la solidaridad, el respeto, la igualdad.
«Si hay algún cambio social, este vendrá porque la sociedad desee una forma de vida más allá del capitalismo. Pero mientras nuestro deseo sea un deseo capitalista, y nuestro corazón arda con el fascismo, cualquier tentativa de cambio no será sino una oportunidad de mercado»
En su libro escribe sobre la importancia de «pensar los afectos y desde los afectos» dentro del pensamiento de Rolnik. ¿Por qué esto es importante políticamente? Si pensamos desde los afectos que atraviesan nuestros cuerpos, ¿no puede esto pecar de pensamiento o filosofía individualista o personalista?
Es habitual entender que cualquier reflexión filosófica sobre el deseo es individualista y, por ende, egoísta y no política. Pero esto es ya un prejuicio capitalista, que entiende que el deseo se gesta en abstracto y que nuestras pasiones y afectos no tienen nada que ver con quienes nos rodean y nos enseñan a hablar y a amar.
La micropolítica entiende que el deseo es el resultado de un proceso continuo, colectivo y social: la reproducción social nos enseña a afectarnos de un modo u otro, dependiendo de nuestra clase, de nuestra cultura, de nuestro género asignado. No ama igual la clase obrera que la burguesa, no tienen los mismos sueños —ni las mismas vergüenzas, ni los mismos orgullos, ni los mismos miedos— un hombre cis que un hombre trans, una mujer inmigrante que una con nacionalidad española.
El deseo es fruto de la intersección de poderes y violencias, y en ese sentido es transversal: los procesos micropolíticos de transformación del deseo señalan siempre un sujeto colectivo y una red de relaciones sociales. Creo que, hoy en día, los feminismos son un ejemplo de cómo una transformación del régimen del inconsciente es un proceso político y colectivo.
Habla también en el libro del régimen del «inconsciente capitalístico-colonial-racial y cisheteropatriarcal» como una fábrica de sujeto, subjetividades y de nuestros deseos. «Amamos, soñamos, vivimos y pensamos como pequeños capitalistas. Somos, en términos de Foucault, un ínfimo ‘empresario de nosotros mismos’», escribe. Es decir, capitaneados o guiados por el régimen inconsciente dominante, reproducimos el sistema a través de nuestros deseos y subjetividades. ¿Basta con descolonizar el inconsciente? ¿Cómo podemos descolonizarlo? ¿Cómo devenir-pájaro?
Me gusta mucho el refrán «mucho te quiero, perrito, pero pan, poquito». Es una sentencia que señala que el amor solo se conoce por sus obras y nos invita a recelar de aquellos afectos y creencias que solo trascienden como palabrería y acaban por disimular la repetición de lo mismo. Si hay un cambio en nuestros afectos, lo sabremos porque habrá un cambio en nuestros actos y en nuestra forma de hacer las cosas.
El grado en que nuestro inconsciente esté o no descolonizado —o el grado en que nuestro machismo esté deconstruido, por ejemplo— se medirá en función de las leyes que promulguemos, los activismos que emprendamos, los temas que discutamos en redes, los memes que hagamos…
Si comparamos nuestra sensibilidad hoy con la sensibilidad de los años 2000, podemos atender a un cambio efectivo aunque pequeño e insuficiente: los códigos eróticos son distintos, las dinámicas del humor son muy diferentes, las demandas que hay detrás de la temática de la industria audiovisual son muy otras, como también lo son buena parte de las agendas de los partidos políticos en materia de ecologismo o trabajo.
Ciertamente, las condiciones de posibilidad de estos cambios para la emancipación son difíciles de satisfacer, especialmente en tiempos de realismo capitalista. Creo que ha de ser un ejercicio de escucha lo que nos haga ver que este sistema no tiene nada de deseable, sino que es insoportable de tan violento y redundante. Esta escucha tiene lugar en el espacio del análisis, pero también cuando debatimos en redes o conversamos con nuestras amigas, cuando nos acercamos a otros sentimientos y experiencias a través de las artes, cuando atendemos al cansancio de nuestro cuerpo, a su estrés y su ansiedad. Sentir el dolor, el nuestro y el ajeno, ha de ser la clave para pensar que, allí donde no parece posible, hay que inventarse otro mundo y otra forma de relacionarnos.
«La micropolítica entiende que el deseo es el resultado de un proceso continuo, colectivo y social: la reproducción social nos enseña a afectarnos de un modo u otro, dependiendo de nuestra clase, de nuestra cultura, de nuestro género asignado»
Sobre esto que comenta, es decir, sobre destapar a través de la escucha las características propias del sistema capitalista como un sistema violento y poco deseable (un sistema que, como escuchamos y leemos últimamente, «es incompatible con la vida»), ¿es realmente el capitalismo un sistema que reduce nuestras posibilidades de vida, un sistema que ahoga la diferencia?
El capitalismo desprecia sistemáticamente la vida cada vez que la mide por su eficiencia y sus fetiches identitarios. Todo lo que no crece, no vale. En eso consiste la ontología de los negocios con que Fisher describió el capitalismo de nuestro tiempo . Y en la vida a veces crecemos, pero muchas otras veces menguamos, o tenemos la osadía de quedarnos en un lugar porque el crecimiento y la competencia suelen oponerse al cuidado, al juego y las alegrías de la ternura. En esas ocasiones, necesitamos la placidez y la quietud, porque vivir consiste en aprender que no vamos a ninguna parte y, aun así, querer seguir en el camino. La nuestra es una condición horizontal, como dijera Sylvia Plath, aunque necesitemos de la verticalidad de vez en cuando.
Pero ¿no es precisamente el capitalismo el que nos insta a crear la versión de nosotras mismas que queramos (a través del consumo) dentro de todas las posibilidades existentes?
Si esa promesa capitalista de «ser quienes queramos» está mediada por el consumo, solo me puede parecer decepcionante: todo lo que quiero ser se frustra si he de consumir para lograrlo. Por lo demás, me parece importante que en la vida no seamos solo lo que queramos, sino que el propio vivir nos sorprenda y nos lleve a lugares inesperados e incógnitos: pesa demasiado la voluntad en este existencialismo capitalista, y poco el asombro y la sorpresa y el gusto de lo extraño.
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Al final del segundo capítulo escribe: «No hay revolución si no hay transformación del modo en que nos abrimos al mundo. No hay ética alguna si esta no empieza por las pasiones y su economía libidinal. No hay ninguna esperanza si no descolonizamos el inconsciente». Una de las grandes críticas o preguntas que se puede hacer ante esta afirmación es si de verdad puede haber una revolución o transformación micropolítica si no cambiamos el modo de producción que articula toda la realidad. Lo que se le suele achacar a este tipo de propuestas o análisis teóricos es que se olvida de un análisis de la realidad material y del modo de producción y dominación que hace la clase capitalista a los trabajadores …
Creo que aquí he de responder no con menos Rolnik, sino con más. La producción de subjetividad es una «producción» en sentido estricto, esto es, tiene una dimensión claramente material: cómo comemos, cómo hablamos, cómo nos movemos y habitamos la ciudad, qué aprendemos a hacer con nuestro dinero, cómo aprendemos a mostrar nuestro cuerpo (vestido, maquillaje, gimnasio, cirugía…), etc.
Para cambiar nuestra subjetividad, y hacerlo de veras, tenemos que cambiar la educación, la industria alimentaria, la industria de la moda, el modo de comunicarnos, el urbanismo familiarista-turístico , la industria amatoria… Las condiciones de nuestra experiencia han de ser otras, y ello exige cambiarlo todo.
Entiendo que una ciudad con menos coches y más espacios para la bicicleta y el peatón no colonizados por las terrazas es un cambio en la subjetividad. Entiendo que alterar los patrones del vestido para no ampararlos en la fast fashion es un cambio en la subjetividad. Entiendo que fomentar el aprendizaje de muchas lenguas es un cambio central en la subjetividad, como lo es propiciar comunidades y vínculos allende la familia para estructurar la vida (otros espacios, otras arquitecturas). Entiendo que alterar la política migratoria y sus fronteras es un cambio en la subjetividad, como lo es reducir la jornada laboral y abolir la maldita Ley Mordaza [nombre que se le da en España a la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana que entró en vigor en 2015].
Por todo ello, creo que pensar en términos micropolíticos nos brinda una reflexión más radical sobre el gobierno de la vida que otras valoraciones filosóficas que parten de una idea supuestamente neutra del sujeto sin cuestionarla.
«Me parece importante que en la vida no solo seamos lo que queramos ser, sino que el propio vivir nos sorprenda»
Me gustaría recoger algunas de las ideas que ha mencionado en esta entrevista. Primero, el concepto de sujeto que se nos presenta desde el pensamiento de Suely Rolnik es el de una subjetividad que se encuentra en relación, en proceso («devenir-otros-de uno mismo», «habitar en red»). Desde aquí, ¿cómo relacionarnos éticamente con el otro, con el migrante, con la mujer trabajadora del hogar racializada, atravesada por unas violencias concretas, por ejemplo? Esto es, ¿cómo reconocer la singularidad de las violencias y dominaciones en los distintos cuerpos si eliminamos la forma de sujeto individual y fijo?
Pensar la alteridad y la interdependencia como condición material de la subjetividad no implica uniformidad, sino todo lo contrario: la singularidad de las hibridaciones. Cada cuerpo se sostiene en un nudo de vínculos y cuerpos que lo atraviesan y es el conjunto irrepetible de particularidades lo que genera su diferencia. Precisamente porque no hay pureza —esto es, porque no hay tal cosa como un «individuo» en abstracto—, hay diferencia —esto es, la singularidad material de un cuerpo situado—.
Uno de los hallazgos más interesantes de Rolnik consiste en entender que el régimen del inconsciente colonial-capitalístico se sostiene en el olvido del otro y la represión sistemática del cuerpo: su ficción ideológica consiste en tomar como natural y espontáneo todo el sostén y el cuidado que los otros le brindan, en un ejercicio que, por su ceguera, no puede sino ser de dominación.
De ahí que insistiera antes en la importancia de la escucha, que no por nada Sarah Ahmed consideró una práctica feminista: escuchar al otro, escucharle sin cesar, y para eso, por supuesto, dejarle hablar. Todas esas hablas que habitualmente se han considerado estúpidas, histéricas, no articuladas, puro griterío, todo aquello que se ha discriminado como ruido y no como voz, ha de ser escuchado, no victimizado o infantilizado. Esta operación es política y estética al mismo tiempo, exige repensar los modos y las gramáticas del aparecer en el espacio público.
«Pensar en términos micropolíticos nos brinda una reflexión más radical sobre el gobierno de la vida que otras valoraciones filosóficas que parten de una idea supuestamente neutra del sujeto sin cuestionarla»
La segunda idea a la que me gustaría volver, y volviendo al deseo, es que se habla mucho de que este es algo producido, construido y mediado socialmente. Con todo esto, y a raíz de la lectura que hice con unas amigas del último libro de Clara Serra —y que aborda la cuestión del deseo—, nos surgía la duda acerca de la dificultad de «educar» nuestro deseo. O, dicho de otra forma más cercana a los vitalistas, ¿cómo generar nuevos flujos de deseo? ¿Cómo generar nuevas formas de vida deseables para tode s? Creo que esto pasa por esta enorme tarea de descolonizar el inconsciente. Pero ¿de qué formas concretas o de qué maneras concretas podemos descolonizar nuestro inconsciente?
Siempre he pensado que los vínculos y el deseo que los recorre no son cosas elaboradas en el vacío, sino que tienen una base material. Y esta base material es el imaginario con el que los construimos. Creo que no hay vínculo amoroso sin que lx s amantes se inventen un imaginario en común —sus historias, sus canciones, sus anécdotas, sus nombres secretos—, y pasa así con amistades y con cualquier vínculo.
En términos de Rolnik, es preciso crear nuevas formas para vehicular todas esas fuerzas afectivas que desbordan nuestra forma-sujeto, que nuestra subjetividad no puede sostener. Los nuevos flujos del deseo habrían de venir, como un torrente, por nuevos cauces, por aquellos canales que sepamos imaginar: nuevas lenguas, nuevas músicas, nuevos códigos de representación.
De ahí que la creación, para Rolnik, no sea mero capricho, sino una respuesta necesaria ante una crisis de la forma-sujeto. De ahí, también, que no sea una forma de acción exclusiva del espacio de las artes, sino que atraviesa la vida entera. Y de ahí, por último, que la creación no sea el gesto soberano de una voluntad genial —perdón por el cliché— sino, en términos de Rolnik, una polinización, una fecundación del otro. De todo ello se deduce la dimensión íntimamente política de la imaginación, y nos permite pensar la imaginación como una gramática de la hospitalidad: ¿cómo acoger la alteridad?, ¿cómo cuidar y aprender de la extrañeza?
En todo ello, hay un momento de salto y de entrega. Habitualmente, tememos la extrañeza, nos disgusta porque nos pone en riesgo, la miramos con desdén porque no la entendemos. De ahí la importancia de elogiar este riesgo, como decía Anne Dufourmantelle, de atreverse a dejar pasar al otro.
Ha escrito un recorrido muy esclarecedor sobre el pensamiento de Rolnik, donde ella es considerada dentro de estos pensadores y pensadoras que llamamos «vitalistas». Pero ¿qué es la vida para este conjunto de pensadores, para este pensamiento de la diferencia, vitalista, de la afirmación? Parece ser un grito, un bramido por la vida, ¿no?
La economía libidinal que nos impone el capitalismo es cruel e invivible, y cada vez lo tenemos más claro: tras años y años sufriendo el imperativo de lo máximo y la euforia, de cantar y aplaudir el deseo excitado y altísimo, nos encontramos en un panorama general de depresión y de impotencia, de un deseo agotado y anémico. La depresión es la contracara del estrés tanto como la frustración lo es del éxito, y no hay una sin la otra —por eso Fisher hablaba de «capitalismo bipolar»—.
Creo que hay que partir del cansancio, del agotamiento de los cuerpos y la impotencia generalizada, y esto no solo a nivel subjetivo: el planeta entero está exhausto, sus recursos se están agotando. La fatiga de la materia está generalizada. Y ya lo decía Nietzsche: cuando no puedas con tu carga, déjala caer. Ese dejar caer, toda la gramática del rechazo y la renuncia, es la fuerza que nos queda: la fuerza para rendirse y decir no a todo aquello que niega la vida. La vida es esa potencia-de-no , esa fuerza que «pide paso» y desborda todas las formas que se le imponen. La vida, en este sentido, es fuerza de transformación, una pasión por trascender las formas.
En definitiva, y en la línea con lo que nos comentabas anteriormente, ¿cómo podemos crear otras formas de vida en este momento concreto? ¿Cómo crear praxis en la grieta? ¿Cómo devenir otros?
Creo que conocemos muchas estrategias concretas de crear otra forma de vida, una no capitalista. El problema es que no hay recursos que las impulsen y, aunque sean ya deseables y deseadas para muchos, siguen —seguimos— sin ser suficientes: un modelo urbano que no se sostenga en el turismo y que proteja la vivienda es un cambio efectivo y directo de nuestra forma de vida.
Garantizar la legalidad del aborto —y su plausibilidad material— en todo el mundo es una forma directa de cambiar de vida. Que los países del sur global tengan soberanía sobre sus recursos es otro cambio. Reducir la jornada laboral tanto como se pueda también lo es, así como garantizar la igualdad salarial. Pensar modos de cocrianza y de comunización de los cuidados es otro modo —abolir la familia de una vez por todas, ahora que materialmente es inviable e ideológicamente sigue siendo exigida—. Despatologizar la transexualidad es un enésimo ejemplo de ello. Educar y criar a los hombres sin privilegios de género, de modo que no se crean dueños del cuerpo de las mujeres ni sean potenciales violadores y asesinos es también, me parece, un modo efectivo de cambiar, como lo es cargar de impuestos a la clase alta.
En el siglo XVIII hubo una importante desamortización de la Iglesia en este país triste. Si el capitalismo es la nueva religión, como dice Agamben y tantos otros, igual hay que observar la tradición y, tres siglos después, desamortizar las macroempresas. Se trata de pequeños gestos y pequeños cambios, alteraciones de rituales que le van dando otro curso al devenir de la vida y reorientan nuestra existencia. Sabemos cómo hacerlo, tenemos mil formas. Nos falta la fuerza, nos falta el deseo. O quizá sea tan solo cuestión de escucharla.