La física cuántica, especialmente bajo la interpretación de Copenhague, nos muestra que el acto de observar afecta lo observado. El colapso de la función de onda –ese misterioso paso de la potencialidad a la manifestación– ocurre sólo en presencia de un observador. Este fenómeno parece insinuar que el universo no existe de manera independiente, sino como una red de interrelaciones conscientes. Como afirmó John Wheeler, no vivimos en un universo pasivo, sino en un «universo participante».
Wheeler propuso el concepto de «omnijetivo», donde ya no podemos hablar de un sujeto separado del objeto; en cambio, el universo se percibe a sí mismo a través de sus partes. Este planteamiento encuentra ecos profundos en las intuiciones filosóficas de las tradiciones orientales. El Avataṃsaka Sūtra, por ejemplo, proclama que «hay innumeravles budas en cada átomo de polvo». Esta idea resuena con la visión de la física cuántica: cada partícula, cada fragmento del cosmos, contiene la totalidad dentro de sí, como un holograma en el que cada punto refleja el todo.
Para muchos científicos, la conciencia es simplemente un subproducto de la actividad cerebral. Sin embargo, Bohm y otros físicos como Schrödinger y Heisenberg sugieren que la conciencia no es algo emergente, sino fundamental. Es posible que la materia y la conciencia sean manifestaciones de una misma realidad subyacente, diferenciándose únicamente en densidad o forma. La materia no es más que «luz congelada», como sugiere Bohm, y la conciencia podría ser el «tejido sutil» que da coherencia al universo.
En este contexto, los átomos no serían simplemente bloques inertes de materia, sino puntos de interacción consciente. Esto implica que los principios que rigen la física cuántica –superposición, entrelazamiento y no-localidad– reflejan aspectos esenciales de la mente misma. El entrelazamiento, por ejemplo, sugiere que la distancia es irrelevante cuando dos partículas están conectadas. Así también, nuestras mentes y el universo podrían estar entretejidos en una trama más profunda de unidad.
El Dhammapada nos recuerda: «Somos lo que pensamos». La física cuántica, al desdibujar las fronteras entre el observador y lo observado, ofrece un marco científico para esta máxima. Borges, en su relato «El Aleph», describe un punto donde se puede percibir el infinito en cada dirección: «Cada cosa era infinitas cosas». Esto se asemeja al collar de perlas de Indra, donde cada perla refleja no sólo las demás, sino también sus reflejos, en un juego infinito de interconexiones.
Si aceptamos la unidad fundamental del universo, es necesario considerar la conciencia como parte integral de su estructura. Esta visión transforma nuestra comprensión del mundo: de un mecanismo rígido y predecible a un campo dinámico, fluido y participativo, donde el ser es devenir.
Como indicó Edgar Morin, vivimos en una relación «bio-antropo-cósmica», donde cada átomo refleja el cosmos entero. En esta realidad, la materia y la conciencia no son opuestos, sino aspectos inseparables de un universo en constante auto-reconocimiento.
Quizá la revolución más grande que nos ofrece la física cuántica es esta: la de recordar que no estamos separados del mundo, sino que somos el universo contemplándose a sí mismo, cada partícula resonando con la infinitud de lo real.