El universo desde la nada: De Einstein, un sacerdote belga y el rompecabezas del Big Bang

Esto es un pequeño extracto del nuevo libro del físico Lawrence M.Krauss, donde explica por qué no somos el centro del universo, «Un universo desde la nada: del por qué existe algo en lugar de nada».

Era una noche oscura y tormentosa. A principios de 1916, Albert Einstein acababa de terminar la obra cumbre de su vida, una larga década de intensa lucha intelectual para obtener una nueva teoría de la gravedad, que fue llamada teoría general de la relatividad. Pero no era sólo una nueva teoría de la gravedad, también abarcaba una nueva teoría sobre el espacio y el tiempo. Y fue la primera teoría científica que podía explicar cómo se mueven los objetos a través del universo, y cómo el mismo universo pudo evolucionar.

Sólo había un pequeño problema, cuando Einstein empezó a aplicar su teoría para describir el universo como un todo, se iba haciendo cada vez más evidente que la teoría no describía el universo en el que nosotros aparentemente vivimos.

Ahora, casi un centenar de años más tarde, aún es difícil apreciar plenamente cuánto ha cambiado nuestra imagen del universo en tan sólo el transcurrir de una vida humana. En cuanto se refiere a la comunidad científica en 1917, el universo era estático y eterno, y consistía de una sola galaxia, la Vía Láctea, rodeada por un vasto, infinito y oscuro espacio vacío. Esto es, después de todo, lo que imaginas cuando miras hacia arriba, a ese cielo de la noche con tus ojos, o con un pequeño telescopio, y en esa época tampoco había muchas razones para sospechar lo contrario.

En la teoría de Einstein, como en la anterior teoría de Newton de la gravedad, la gravedad es una fuerza puramente de atracción entre todos los objetos. Esto significa que es imposible disponer de un conjunto de masas situadas en reposo para siempre en el espacio. Su mutua atracción gravitatoria, terminará por hacer que se derrumben hacia el interior, en manifiesto desacuerdo con un universo aparentemente estático.

La cuestión de que la relatividad general de Einstein no parecía muy consistente con la imagen del universo fue un golpe más grande para él de lo que uno pueda imaginar, debido a eso me permito prescindir del mito de Einstein y de la relatividad general, que siempre me ha molestado. Se da por supuesto que Einstein trabajó de manera aislada en una habitación cerrada durante años, utilizando la pura razón y el pensamiento hasta llegar a su bella teoría, independiente de la realidad (tal vez, como algunos teóricos de cuerdas hoy día). Sin embargo, nada de eso podría estar más lejos de la realidad.

Einstein siempre estuvo profundamente guiado por experimentos y observaciones. Mientras que él realizaba muchos «experimentos mentales«, y a lo largo de una década, aprendió nuevas matemáticas y seguió muchas pistas falsas teóricas en el proceso, antes de que finalmente produjera una teoría que resultó en verdad de una matemática hermosa. Sin embargo, el momento más importante de su relación con la relatividad general, tuvo que ver con la observación. Durante las últimas y frenéticas semanas en las que estaba completando su teoría, compitiendo con el matemático alemán David Hilbert, utilizó sus ecuaciones para calcular una predicción de lo que parecía un oscuro problema astrofísico: una ligera precesión en el «perihelio» (el punto más cercano) de la órbita de Mercurio alrededor del sol.

Durante mucho tiempo, los astrónomos habían observado que la órbita de Mercurio se desviaba ligeramente de lo que predecía Newton. En lugar de ser una elipse perfecta que regresaba a sí misma, la órbita de Mercurio mantenía una precesión (aquello significaba que el planeta no volvía precisamente al mismo punto después de una órbita, de esta manera, la orientación de la elipse se desplazaba ligeramente en cada órbita, en definitiva, que trazaba una especie de patrón parecido a una espiral) de una cantidad increíblemente pequeña: 43 segundos de arco (aproximadamente 1/100 de grado) cada siglo.

Cuando Einstein realizó su cálculo de la órbita con su teoría de la relatividad general, el número le salió a la perfección. Tal como lo describía el biógrafo de Einstein, Abraham Pais: «Creo que este descubrimiento fue, con mucho, la experiencia emocional más fuerte de la vida científica de Einstein, tal vez de toda su vida». Él contaba que sentía las palpitaciones de su corazón, como si «algo hubiese estallado» en su interior. Un mes más tarde, cuando describía su teoría a un amigo, como de una de «belleza incomparable», dejaba relucir su satisfacción por la forma matemática, aunque ya no informara de palpitaciones, claro.

Pero el aparente desacuerdo entre la relatividad general y la observación en lo tocante a la posibilidad de un universo estático no duró mucho (aun cuando esto causara que Einstein introdujera una modificación en su teoría, que más tarde declaró como su mayor error; pero de esto ya hablaremos más adelante). Todo el mundo (con la excepción de ciertas juntas escolares de Estados Unidos) ahora saben que el universo no es estático, sino que se está expandiendo y que dicha expansión se inició en un punto increíblemente caliente y denso, llamado Big Bang, hace unos 13,7 mil millones años. Con igual importancia, sabemos que nuestra galaxia es solamente una más de las quizá 400 mil millones de galaxias del universo observable. Como los primeros trazadores de mapas terrestres, sólo hemos comenzado a trazar plenamente el universo en sus escalas más grandes. No es de extrañar que en las últimas décadas hayamos sido testigos de cambios revolucionarios en nuestra imagen del universo.

El descubrimiento de que el universo no es estático, sino que está en expansión, tiene un profundo significado filosófico y religioso, ya que sugiere que nuestro universo tuvo un principio. Y un principio implica creación, y la creación agita las emociones. A pesar de que tardó varias décadas, desde su descubrimiento en 1929, la noción de expansión de nuestro universo desde un Big Bang, hasta que lograse una confirmación empírica independiente, el Papa Pío XII lo anunció en 1951 como evidencia del Génesis. Así dijo:

«Parecería que la ciencia de hoy en día, tras dar la espalda a través de los siglos, ha conseguido dar testimonio del majestuoso momento del primordial Fiat Lux (hágase la luz), cuando junto con la materia, de allí brotó, desde la nada, un mar de la luz y la radiación, y los elementos se dividieron y agitaron y se formaron en millones de galaxias. Por lo tanto, con la concreción que le es característico a las pruebas físicas, [la ciencia] ha confirmado la contingencia del universo y también la bien fundada deducción de una época en la que el mundo surgía de las manos de su Creador. Así pues, la creación se llevó a cabo. Nosotros decimos: «Por lo tanto, hay un Creador. Por lo tanto, Dios existe.»»

La historia completa es en realidad un poco más interesante. De hecho, la primera persona en proponer un Big Bang fue un sacerdote belga y físico llamado Georges Lemaître. Lemaître tuvo una notable combinación de capacidades. Comenzó sus estudios como ingeniero, fue artillero condecorado en la Primera Guerra Mundial, luego cambió a las matemáticas mientras estudiaba para el sacerdocio en la década de 1920. Más tarde se interesó por la cosmología, estudiando primero con el famoso astrofísico británico Sir Arthur Stanley Eddington, antes de trasladarse a la Universidad de Harvard y, finalmente, recibir un segundo doctorado en física del MIT.

En 1927, antes de recibir su segundo doctorado, Lemaître ya había resuelto las ecuaciones de Einstein de la relatividad general, y demostró que la teoría predice un universo no estático, de hecho, sugiere que el universo en que vivimos se está expandiendo. La idea parecía tan escandalosa que el propio Einstein le espetó la conocida frase «Tus matemáticas son correctas, pero tu física es abominable.»

Sin embargo, Lemaître prosiguió con fuerza, ya en 1930 propuso que nuestro actual universo en expansión comenzó en un punto infinitesimal, que él llamó «átomo primitivo» y que este principio representaba, en alusión al Génesis quizá, «el día sin ayer».

Así pues, el Big Bang, que el Papa anunció, lo había propuesto por primera vez un sacerdote. Uno podría pensar que Lemaître se habría emocionado con esta validación papal, pero él ya había discurrido que esta teoría científica tendría consecuencias teológicas y se adelantó, eliminando un párrafo del borrador de su artículo de 1931 sobre el Big Bang, donde comentaba acerca de este tema.

De hecho, más tarde expresó su objeción a la afirmación del Papa en 1951, que sostenía el Big Bang como la prueba del Génesis (entre otras cosas porque se dio cuenta de que si su teoría se demostrara más tarde que era incorrecta, entonces los asertos católico-romanos del Génesis podrían ser impugnadas). En esa época, él había sido elegido por la Academia Pontificia del Vaticano, llegando a ser su presidente. Como él mismo dijo, «Por lo que puedo ver, una teoría se mantiene completamente al margen de cualquier cuestión metafísica o religiosa». El Papa nunca volvió a plantear el tema en público.

De aquí se deduce una valiosa lección. Como reconoce Lemaitre, si el Big Bang sucedió realmente es una cuestión científica, no una teología. Además, incluso de haber sucedido (que todas las evidencias apoyan abrumadoramente), se podría interpretar de diferentes maneras, dependiendo de las propias predilecciones religiosas o metafísicas. Un punto de vista puede observar en el Big Bang la sugerencia de un creador, caso de sentir tal necesidad, o por el contrario, sostener que la matemática de la relatividad general explica la evolución del universo, de vuelta a sus inicios, sin intervención de ninguna deidad. Pero esta especulación metafísica es independiente de la validez física del propio Big Bang y es irrelevante de nuestra comprensión de ello. Por supuesto, si vemos un paso más allá de la mera existencia de un universo en expansión, a fin de entender los principios físicos que delatan su origen, la ciencia puede ir arrojando más luz sobre esta especulación, y así lo voy a argumentar.

En cualquier caso, ni Lemaître ni el Papa convencieron al mundo científico de que el universo se estaba expandiendo. Por el contrario, como en toda buena ciencia, la evidencia provino de la observación cuidadosa, en este caso realizada por Edwin Hubble, quien tenía una gran fe en la humanidad, él comenzó como abogado y luego se convirtió en astrónomo.

Hubble ya había hecho antes algún avance significativo, en 1925, con el nuevo telescopio del Monte Wilson Hooker de 100 pulgadas, entonces el más grande del mundo. (En comparación, ahora estamos construyendo telescopios diez veces más grandes de ese diámetro y abarcan un área cien veces mayor). Pero en aquel entonces eso es lo que estaba disponible, y los astrónomos fueron capaces de discernir las imágenes borrosas de objetos que no eran simples estrellas en nuestra galaxia. Las llamaron nebulosas, que básicamente significa «nube». También se debate si estos objetos se encontraban dentro o fuera de nuestra galaxia.

En aquella época, el punto de vista predominante era que todo lo que había en el universo era nuestra galaxia, la mayoría de los astrónomos cayeron en el gran debate dirigido por el famoso astrónomo Harlow Shapley de Harvard. Shapley había abandonado la escuela en quinto grado y estudió por su cuenta, con el tiempo llegó a Princeton. Él decidió estudiar la astronomía mediante la elección del primer tema que se encuentra en el plan de estudios. En un original trabajo demostró que la Vía Láctea era mucho más grande de lo que se pensaba y que el Sol no estaba en su centro, sino sólo en un rincón remoto, poco interesante. Él cobró una fuerza formidable para la astronomía, y por eso, sus puntos de vista sobre la naturaleza de las nebulosas tuvieron una considerable influencia.

El día de Año Nuevo de 1925, Hubble publicó los resultados de su estudio de dos años de las nebulosas espirales, donde fue capaz de identificar un cierto tipo de estrella variable, llamado estrella variable cefeida, entre estas nebulosas, incluyendo la nebulosa ahora conocida como Andrómeda.

Observado por primera vez en 1784, las estrellas variables Cefeidas son estrellas cuyo brillo varía a lo largo de un periodo regular. En 1908, la tan poco apreciada como conocida aspirante a astrónomo, Henrietta Swan Leavitt, fue empleada como «computer» en el Observatorio del Harvard College. (Los «computers» eran mujeres dedicadas a catálogar el brillo de las estrellas registradas en las placas fotográficas del observatorio; en aquellos tiempos a estas mujeres no se les permitía utilizar los telescopios del observatorio). La hija de un ministro del Congreso y descendiente de peregrinos, Leavitt hizo un asombroso descubrimiento, que iluminó su estela en 1912: se dio cuenta de que había una relación regular entre el brillo de las estrellas cefeidas y el período de su variación. Puesto así, si uno pudiera determinar la distancia de una sola cefeida en un período conocido (que posteriormente se determinó en 1913), y luego medir el brillo de otros cefeidas del mismo período, nos permitiría determinar la distancia de estas otras estrellas.

Dado que el brillo observado de las estrellas decrece inversamente con el cuadrado de la distancia de la estrella (la luz se extiende uniformemente sobre una esfera cuya área aumenta con el cuadrado de la distancia, por tanto, si la luz se propaga a lo largo de una esfera más grande, la intensidad de la luz observada en ningún momento disminuye inversamente con el área de la esfera), se determinó la distancia de esas estrellas lejanas que sempre habían sido un gran reto para la astronomía. El descubrimiento de Leavitt fue revolucionario. (El mismo Hubble, que fue descartado para el Premio Nobel, dijo a menudo que el trabajo de Leavitt se merecería el premio, aunque su actitud fue un tanto egoísta, ya que él lo había sugerido únicamente porque habría sido un candidato natural a compartir dicho premio con ella debido a su trabajo posterior). En fin, el trabajo para nombrar a Leavitt al Nobel en 1924 ya había comenzado en la Real Academia Sueca, cuando se supo que había muerto de cáncer tres años antes. Dada su fuerte personalidad, talento natural para la auto-promoción y su habilidad como observador, Hubble se fue convirtiendo en un nombre familiar, mientras que Leavitt, por desgracia, sólo es conocida por los aficionados de este campo.

Hubble fue capaz de usar su medición de las Cefeidas y la relación período-luminosidad de Leavitt, para demostrar definitivamente que las Cefeidas de Andrómeda y otras nebulosas estaban demasiado distantes para formar parte de la Vía Láctea. La galaxia de Andrómeda se descubrió como si se tratara de otro universo aislado, otra galaxia espiral casi idéntica a la nuestra, y una de los más de 100 mil millones de otras galaxias que (ahora sabemos), existen en nuestro universo observable. Los resultados de Hubble eran tan claros que la comunidad, incluyendo a Shapley, que, por cierto, en ese momento se había convertido en director del Observatorio del Harvard College, donde Leavitt había hecho su innovador trabajo, aceptó rápidamente el hecho de que la Vía Láctea no es todo lo que nos rodea. De repente, el tamaño del universo conocido se había expandido en una cantidad mucho mayor de la que tuvo en siglos. Su carácter también había cambiado, igual que casi todo lo demás.

Después de este espectacular descubrimiento, Hubble podía haber descansado en los laureles, pero fue detrás de un pez más grande, en este caso, las galaxias más grandes. Midiendo las cada vez más tenues Cefeidas de las galaxias más lejanas, fue capaz de trazar un universo en escalas cada vez mayores. Sin embargo, cuando hacía esto, descubrió algo mucho más notable: el universo se está expandiendo.

Hubble consiguió llegar a este resultado, comparando las distancias de las galaxias que él medía con un conjunto diferente de mediciones de otro astrónomo norteamericano, Vesto Slipher, que había medido los espectros de luz procedentes de estas galaxias. Comprender la existencia y naturaleza de tales espectros requiere volver a los inicios de la astronomía moderna.

Uno de los descubrimientos más importantes de la astronomía fue que la materia estelar y la meteria de la Tierra son básicamente la misma cosa. Todo comenzó, como pasa tantas veces en la ciencia moderna, con Isaac Newton. En 1665, Newton, entonces un joven científico, permitió que un delgado rayo de luz solar, entrase en la oscuridad de su habitación a través de un pequeño agujero que hizo en el tirador de la ventana, éste pasaba a través de un prisma y vio como la luz del sol se dispersaba en los familiares colores del arco iris. Su razonamiento fue que la luz blanca del sol contiene todos estos colores, y tenía razón.

Ciento cincuenta años más tarde, otro científico examinó la dispersión de la luz con más detenimiento, y descubrió unas bandas oscuras entre medio de los colores, y razonó que éstas se debían a la existencia de materiales en la atmósfera externa del sol que absorbían ciertos colores específicos de la luz o de sus longitudes de onda. Estas «líneas de absorción«, como se las conoce, podrían identificarse con longitudes de onda de la luz y poder medirse por su absorción por los materiales conocidos en la Tierra, entre ellos el hidrógeno, oxígeno, hierro, sodio y el calcio.

En 1868, otro científico observó dos nuevas líneas de absorción en la parte amarilla del espectro solar que no se correspondían con ningún elemento conocido de la Tierra. Decidió que esto podía deberse a algún nuevo elemento, al que llamó helio. Una generación más tarde, el helio fue aislado por primera vez en la Tierra.

Observar el espectro de la radiación que viene de otras estrellas es una importante herramienta científica para comprender su composición, temperatura y evolución. A partir de 1912, Slipher observó los espectros de luz procedente de diversas nebulosas espirales y descubrió que los espectros eran similares a los de las estrellas cercanas, excepto que todas las líneas de absorción eran desplazadas en la misma cantidad de longitud de onda.

Este fenómeno se entiendió entonces como el resultado del conocido «efecto Doppler«, debido al físico austríaco Christian Doppler, que en 1842 explicó que, las ondas que vienen hacia ti desde una fuente en movimiento se alargarán si la fuente se aleja, y se comprimirán si se acercan. Esta es la manifestación de un fenómeno que todos conocemos.

Resulta que el mismo fenómeno se produce tanto para las ondas de luz como las de sonido, aunque por razones algo diferentes. Las ondas de luz de una fuente que se aleja de ti, ya sea debido a su movimiento local en el espacio o por la intervención expansiva del espacio, se estira, y por ende, parece más roja de lo que lo sería, porque el rojo está al final de la longitud de onda larga del espectro visible, mientras que las ondas de una fuente en movimiento hacia ti serán comprimidas y parecerán más azules.

Slipher observó en 1912 que las líneas de absorción de la luz provenientes de todas las nebulosas espirales, casi todas estaban desplazadas sistemáticamente hacia mayores longitudes de onda (aunque algunas, como Andrómeda, se habían desplazado hacia longitudes de onda más cortas). Él dedujo correctamente que la mayoría de estos objetos se estaban alejando de nosotros a velocidades considerables.

Hubble fue capaz de comparar las observaciones de la distancia de estas galaxias en espiral con las mediciones de las velocidades de Slipher en la que se estaban alejando. En 1929, con la ayuda de un miembro del personal del Monte Wilson, Milton Humason (cuya talentosa técnica era tal que había conseguido un trabajo en el Monte Wilson sin siquiera tener un diploma de la escuela secundaria), anunció el descubrimiento de una importante relación empírica que hoy llamamos ley de Hubble: Hay una relación lineal entre la velocidad recesional y la distancia de la galaxia. Es decir, cuanto más lejanas están las galaxias a más velocidad se alejan de nosotros.

Cuando se presentó por primera vez este notable hecho, que casi todas las galaxias se estaban alejando de nosotros, y las que estaban dos veces más lejos se movían dos veces más rápido, los que estaban tres veces más lejos tres veces más rápido, etc., parecía obvio lo que esto implicaba: ¡Somos el centro del universo!

Y tal como sugieren algunos amigos, hay que recordar a diario que este no es el caso. Más bien, dicho descubrimiento resultaba consistente con la precisa relación que Lemaître había predicho. Nuestro universo está en clara expansión.


– Referencia: ScientificAmerican.com, 10 de febrero 2012, por Lawrence M. Krauss
– Libro: «Universe from Nothing: Why There Is Something Rather than Nothing«. por Lawrence M. Krauss. Copyright © 2012 por Lawrence M. Krauss (foto a la derecha, de Wikipedia). Reproducido en Scientific American con el permiso de Free Press, a Division of Simon & Schuster, Inc.

Pedro Donaire

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2 comentarios en “El universo desde la nada: De Einstein, un sacerdote belga y el rompecabezas del Big Bang

  1. Gracias por todos los artículos tan interesantes que cuelgas. Respecto a éste en concreto, me gustaría saber en que punto del Universo se originó el Big Bang. Supongo que los astrónomos algún día lo decubrirán.

    1. Estimada Olga:
      Cuando se habla de puntos se habla de un eje dimensional. El universo según mi opinión es fractal.
      Así pues cualquier punto sería el origen el centro al mismo tiempo.
      Un saludo

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