El periodo jurásico había terminado, y el cretácico superior llegaba a su fin, de esto hace 70 millones de años. Sólo quedaban 5 millones de años para la llegada de aquel gran meteorito que llevaría a la extinción de los grandes saurios, pero otro animal estaba a punto de evolucionar y se adaptaría mucho mejor a los cambios climáticos: el hombre.
Lorenzo Fernández Bueno y Juan José Revenga
Pero aun quedaba mucho tiempo para que el hombre llegase a un punto que podemos calificar como «evolución». El ser humano como tal apareció en la Tierra practicamente ayer, si tenemos en cuenta la antigüedad estimada de nuestro planeta, unos cinco mil millones de años. Lucy, como se llamaron los restos encontrados de un homínido en Etiopia en 1974, se dataron como los más antiguos de un antecesor nuestro que andaba erguido, el primer australopitecus, con una antigüedad de unos 4 millones de años. El homo sapiens, nuestro directo antecesor, «sólo» lleva entre nosotros unos cincuenta mil años. Un periodo de tiempo que ha dado para mucho. La vida empezó en África. Después se desarrolló en los vergeles asiáticos, pero cuando el clima comenzó a cambiar nuevamente y los hielos lo invadieron todo, esta vez los humanos más adaptables a las condiciones climáticas iniciaron migraciones en busca de alimentos y tierras más amables en las que vivir.
Europa y Asia fueron los primeros destinos de aquel ancestro nuestro a la conquista de un mundo virgen por descubrir. Unos llegaron a Asia. Pero otros cruzaron ei estrecho de Bering que separa Rusia de Alaska, cuando los grandes hielos empezaban a dominar el mundo. En este estrecho, hoy abierto al mar Ártico, estudios geológicos actuales han demostrado que hace nueve mil años existió un puente natural helado entre los dos continentes, un puente de unos 75 km de longitud que fue el que aprovecharon las migraciones humanas para colonizar un nuevo mundo, para iniciar la «conquista» de América. Comenzaron el descenso por el centro del continente, atravesando esa especie de canal entre las montañas rocosas y los Apalaches. Seres primitivos que se organizaban en pequeñas familias y clanes buscando un nuevo mundo. Eran cazadores y agricultores, y sin duda hombres valientes, los primeros paleoamericanos. Durante los miles de años que duró su colonización iban dejando muestras de su arte rupestre allí por donde pasaban, plasmaban su cultura en un libro eterno de piedra que ha llegado hasta nuestros días como si hubiese sido trazado ayer. Aquí comienzan los primeros misterios que iremos viendo en los lugares que visitaremos. Algunas de las pinturas que veremos datan de más de veinte mil años de antigüedad. Si el paso de Bering sólo estuvo abierto unos 75 años, hace la friolera de nueve mil, ¿cómo pueden existir pinturas mucho más antiguas a la llegada del hombre al continente americano…? Este no será el único enigma con el que nos toparemos.
Los «danzantes» de Toro Muerto
Si hay un lugar fascinante en el otro extremo de este ecléctico país, ese es el sitio arqueológico de Toro Muerto, tan dificultoso en su acceso como en las interpretaciones de lo que allíse encuentra, porque como si de un campo de siembra sin vida se tratase, más de cinco mil piedras de todos los tamaños surgen de la arena, mostrando en su superficie las grafías que una humanidad primitiva dejó sobre la piedra imperecedera, en lo que sin duda es uno de los conjuntos de petroglifos más grandes del mundo.
El lugar fue descubierto por el doctor Eloy Linares Málaga en el año 1951, cuando las posibles vías de entrada no distaban demasiado de las actuales. Y lo que encontró le dejó sin palabras: cientos, miles de rocas aparecían como libros del pasado, en los que anónimos escribas dejaron grabadas aves, felinos, fenómenos astronómicos… y lo que a todas luces es el gran enigma que, inexplicablemente, al igual que ocurre con el recinto, sigue pasando desapercibido para arqueólogos e investigadores de éste y otros países: los extraños seres antropomorfos, algunos, polife-mos de un solo ojo, y otros con cráneos desproporcionados en exceso. Figuras grotescas a las que investigadores con demasiada imaginación y carencia de materia gris quisieron ver cómo una suerte de esquemáticos astronautas. Sea como fuere, lo cierto es que su similitud con representaciones de otras latitudes -y de otro tiempo- como las mismas de Yamón, o las no menos enigmáticas deTassili, en el sur de Argelia, hacen presuponer que ese hombre de la prehistoria vio algo que captó su atención con inusual virulencia, al extremo de sentir la compulsiva necesidad de representarlo a piquetazos en la piedra, o a pinceladas sobre la superficie de los abrigos montañosos. Porque este hombre del pasado creía en la magia; hacía de ella un arma más para, a través de la simpatía, alcanzar sus fines, bien fueran para que la caza se desarrollara sin altercados; bien para mantener cerca -o lejos-su relación con los dioses, que aquí más que en otro lugar parecían venir de los cielos.
Pero vayamos a los extraños seres de Toro Muerto, que han sido bautizados como «danzantes». Al contemplarlos, con sus estilizados cuerpos en forma de zig-zag, es fácil explicarse el porqué de tan curioso nombre. Sus extremidades están profundamente perfiladas, pero lo que no pasa desapercibido son sus rostros, como si estuvieran cubiertos por una máscara rectangular, en ocasiones con dos hendiduras que simulan los ojos, pero en otras con uno solo. En la parte superior de la cabeza un conjunto de éstos parece portar un tocado o dos afiladas antenas, mientras que otros podrían pasar por escafandras con unos sugerentes filamentos en su interior. Nada que ver con las poblaciones que en tiempos habitaron en los desérticos páramos.
El investigador Maarten van Hoek aseguró en 2005 que «hay una figura esqueletiforme que posiblemente simboliza enfermedad o muerte y que parece exhibir huesos internos a manera de costillas, depresiones en las piernas huesudas que sugieren rótulas, y una cara que hace muecas, una caracten’stica también conocida en algunas imágenes que representan un cadáver envuelto en un fardo».
Son los otros habitantes de las arenas, pero no los únicos, porque al igual que ocurre en lca,Yamón,oAcámbaro,aquítambién aparecen, como testimonios de un pasado remoto y perdido, animales que nada tienen que ver con los actuales; en realidad no han hallado la familia a la que pertenecen. Cuadrúpedos que parecen estar acorazados, como los grandes rinocerontes de Tanzania. Y serpientes, que según van Hoek «adornan profusamente cuerpos con características de zig-zag -danzantes- o apéndices rectos que emergen de las cabezas», como ocurre en otras latitudes en las que las tradiciones, esas mismas que hacen alusión a dioses terribles de aspecto fiero, nos hablan de que los ofidios, allí donde se encuentran en proporciones exageradas, bien sean en creaciones artísticas, bien en carne y cartílagos, es donde se custodian los grandes tesoros; misterios que como éstos de Toro Muerto nos hacen remontarnos tres mil años en el tiempo, para intentar atisbar mínimamente que aquí sucedió algo cuyos vestigios están lejos de ser interpretados.
La baja California
Cuando viajamos hacia Baja California, una sola duda rondaba mi cabeza. Si las culturas primitivas que llegaron a Sudamérica, en teoría mucho más tarde que las que se quedaron en el norte cientos o miles de años atrás, ¿cómo es posible que la cultura mesoamericana contara con enormes construcciones de piedra y que sus representantes dominasen las matemáticas y la astrología, mientras sus antecesores corrían por las praderas de Norteamérica tras los bisontes y viviendo en rudimentarias tiendas que recordaban más a la vida del hombre del Paleolítico que a una cultura «hipercivilizada» que crecía más al sur? ¿Quién les enseñó?
Habíamos entrado por Baja California norte. Nuestro destino eran las pinturas rupestres que se pueden encontrar en mitad de aquellos inmensos desiertos de cactus. El camino no iba a resultar fácil, las pinturas realmente bien conservadas se encuentran muy lejos y sólo los rancheros del lugar las conocen. La gente en el camino nos comentaba que eran espectaculares. Unos en verdad las conocían y otros hablaban con su imaginación por bandera esperando una recompensa por llevarte a un destino incierto en medio del desierto. Hubo que filtrar mucho las informaciones; lo más seguro es que lo que decían algunos fuese mentira y con suerte terminaríamos viendo algún trozo de piedra mutilado por los turistas y unas borrosas pinturas de quién sabe qué época. Simplemente, una noche, nos sentamos en un lúgubre bar de la ciudad de Ensenada con un viejo ranchero. Un tipo duro al que la vida le había cobrado un alto precio. Nos contó que la primavera pasada se le extraviaron unas vacas y cuando se internó en el desierto en su busca encontró una cueva con unas pinturas gigantescas. Poco después nos propuso si queríamos acompañarle a verlas. No sabemos muy bien porqué, pero accedimos a acompañar a aquel tipo en busca de ese mundo perdido que nos esperaba en lo mas recóndito de la baja California mexicana.
El viaje lo iniciamos entre atasco y atasco hasta que salimos de Ensenada. La carretera no tenía muchos kilómetros y al final recorrimos pistas en mal estado que sólo tienen un destino, el desierto, íbamos camino de la nada en un destartalado 4×4 con un hombre al que prácticamente no entendíamos por su precario español, además, ni siquiera había cobertura de móvil, si se estropeaba el vehículo todo se acababa…Tras pasar por las primeras misiones españolas que aún existen en la zona, el vehículo se detuvo en una explanada. Al fondo, en el horizonte, una inaccesible montaña de roca suelta. Nuestro chóferseñaló el lugar y dijo las palabras que nos temíamos: «allí, arriba del todo, están las pinturas que buscan». Sin más remedio, pero con el empuje de la ilusión, iniciamos la dura ascensión. Estábamos en mitad de la nada, pero no dudamos de que hace miles de años aquello debía de ser un vergel impresionante, que por un momento parecía mostrarse ante nosotros. Pero lo que nos sacó de nuestro espejismo fue lo que realmente apareció ante nuestros ojos, un enorme abrigo de montaña con paredes llenas de pinturas. Había representaciones de animales, personas… pero lo más inquietante eran esas figuras gigantescas de más de 2,5 m de altura, que representan personajes extraños con una especie de casco en la cabeza y manos con seis dedos, algo que hemos hallado en múltiples pinturas alpestres, cuya datación apunta que fueron contemporáneas. Lo más curioso es que en diferentes partes del planeta se dibujaba lo mismo, en la misma época, representando a los mismos seres con seis dedos.
Fueron días increíbles visitando nuevas pinturas perdidas en lo más recóndito de aquel misterioso desierto, en lugares muchas veces prácticamente inaccesibles, símbolos que ya se convertían en cotidianos, aquellas espirales con las que Platón representaba la Atlántida, una especie de dibujos con dos soles o quizás dos objetos brillantes que bajaban del cielo, los dioses de estas gentes que subían a las alturas para adorarles y después penetraban en cuevas remotas para ocultarse de su furia.
Un mundo que existió hace 10 mil años, aquel mundo que dominaba el misterio y la magia, y que, durante milenios, ha seguido ocultándonos sus secretos hasta nuestros días.
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