Una excursión y la visita a un monumento histórico. Imagino que a la mayoría de la gente le gusta mirar las piedras y retroceder en el tiempo con la imaginación.
Pensar en las historias de las personas que allí vivieron, y que dieron al lugar un recuerdo que ahora posa junto a nosotros. Las escaleras y las puertas que traspasaron.
Luego si investigamos un poco más nos damos cuenta, que los motivos y las historias son muy parecidas. Los sentimientos los mismos y las razones similares.
Las leyendas son la verdad hecha arte y el sentimiento encuadernado en la belleza de lo eterno.
Cuenta la leyenda que, en los primeros años del siglo XIII, vivía en el castillo de Pedraza el noble Sancho de Ridaura, un guerrero y poderoso señor, el cual era muy respetado por todos sus vasallos. Cerca de allí, en una aldea cercana vivían dos jóvenes, Elvira y Roberto, hijos de dos humildes familias de labradores. Ella era una joven de gran belleza y él un honrado trabajador. Ambos habían jugado desde niños, y aquellos juegos infantiles se habían tornado en un profundo amor una vez que la juventud les alcanzó a ambos.
Sucedió que don Sancho caminaba un día por aquellas tierras cuando se encontró con la muchacha. Al instante quedó prendado de su hermosura, hasta el punto de hacer valer sus derechos feudales sobre ella para hacerla su esposa. De esta forma, la joven labradora se convertió en noble esposa castellana.
Todo esto destrozó el corazón del joven enamorado que, obligado por las circunstancias, se vio obligado a su amor, por lo que decidió ingresar en un convento y entregarse a la oración y a servicio a Dios, como única forma de curar la herida de su corazón.
Los nobles castellanos vivían felices en su castillo. Una paz que se turbó de repente con la muerte del capellán del castillo. Fue entonces cuando don Sancho acudió al convento cercano para solicitar al abad un nuevo capellán que sustituyera al fallecido. El abad no eligió a un monje cualquiera, sino al más virtuoso, humilde y devoto de todos los que se encontraban en el convento para el puesto de capellán, recayendo su elección en el antiguo enamorado de la bella doncella, ahora feliz señora del castillo. Ajeno a todo esto, el abad envió al castillo al nuevo capellán. Se presentó este ante sus nuevos señores y la turbación y la sorpresa invadió a doña Elvira al reconocer inmediatamente a su antiguo enamorado. El destino les había separado y ahora les obligaba a compartir los muros del castillo. Ambos, conscientes de la difícil situación, procuraban rehuirse mutuamente y evitar quedarse a solas. En la soledad de su habitación, el capellán luchaba contra sus sentimientos con sus rezos y plegarias a Dios.
Fue entonces cuando el noble castellano y señor del castillo de Pedraza fue reclamado por el rey Alfonso VIII para que acudiera junto a él para luchar y defender Castilla de los invasores árabes. Acudió don Sancho junto con otros nobles castellanos a la reconquista de aquellas tierras.
El señor de Pedraza luchó con honor y valentía junto al rey, distinguiéndose por su heroísmo en la batalla de las Navas de Tolosa, donde
las tropas cristianas consiguieron romper las cadenas de la tienda que protegía al caudillo musulmán, infringiendo una gran derrota a los invasores, En honor a esta histórica victoria, estas cadenas se conservan desde entonces grabadas en el escudo de España, en recuerdo y honor al rey de Navarra que fue quién consiguió romperlas. Cubierto de gloria, regresó el caballero a su castillo, acudiendo todos los vasallos para recibirle y rendirle merecido homenaje.
En el umbral, rodeada de sus servidores, esperaba su esposa. El señor, después de saludar agradecido a sus siervos, atravesó el puente levadizo y se dirigió a abrazar a su esposa. Pero el abrazo no parecía ser del agrado de la esposa que terminó desmayándose entre los brazos de su marido. Algo extraño sintió el caballero ante la actitud de su esposa, por lo que decidió averiguar que había ocurrido en el castillo durante su ausencia. Uno de sus más antiguos y fieles criados le contó entonces que su esposa no había sido todo lo fiel que debiera durante el tiempo que él había estado ausente. Y señaló al fraile como el amante de ella.
Al día siguiente, reinaba en el castillo un gran bullicio mientras el caballero recibía las visitas de otros nobles que acudían para darle la bienvenida. Aquella noche se celebraría una gran cena a la que estaban invitados todos los nobles del reino. Llegado el momento de la cena, se sentaron a la mesa todos los comensales presididos por don Sancho, que hizo sentar junto a él, uno a cada lado, al capellán y a doña Elvira. Al final de la cena, con la copa en la mano anunció a todos los invitados que iba a otorgar un merecido premio a aquel que había prestado un importante servicio al castillo durante su ausencia. Y mientras miraba fijamente al capellán dijo con voz solemne dirigiéndose a él: “Una corona bendita y consagrada lleva sobre la cabeza como insignia de honradez, virtud y santidad. Yo le pondré otra que si no tan divina será al menos tan duradera”. Y haciendo una señal, se acercaron dos vasallos vestidos con brillantes armaduras portando en una bandeja de plata una corona de hierro, cuya parte inferior estaba formada por afiladas puntas enrojecidas al fuego. Don Sancho, poniéndose unos guantes de acero, tomó la corona y la colocó con fuerza sobre la cabeza del fraile mientras le decía: “La recompensa por tus servicios”.
El fraile, tras agónicos gritos de dolor cayó al suelo. Se dirigió entonces don Sancho hacia su esposa, pero ésta había desaparecido. Salió en su busca y la encontró en sus aposentos, sobre la cama y con el corazón traspasado por una daga.
De pronto el castillo se ve envuelto en llamas lo que hace que todos los invitados huyan aterrorizados en todas direcciones. Sus gritos llenaron la noche mientras el castillo era pasto de las llamas, cuyo resplandor se podía ver desde la distancia. Nada quedó en el castillo. Tan solo los cadáveres calcinados de los dos amantes. De don Sancho nunca nada más se supo. Algunos aseguraron que le vieron caminar errante con la mirada perdida y sin rumbo fino.
Hoy, el castillo de Pedraza aparece en todo su esplendor y como museo en homenaje al afamado pintor Ignacio Zuloaga, ajeno a todos aquellos acontecimientos. Nada nos hace sospechar lo que allí ocurrió. Tan solo la leyenda nos lo recuerda. Aunque se afirma que, en ciertas noche de luna llena, alrededor del castillo dos extrañas figuras brillan coronadas por una orla de fuego y pasean por las almenas, eternamente juntas.