Una colaboración de lipe2.000
Hace tiempo llegó a mis manos un artículo de Vázquez Abeledo del Instituto de Astrofísica de Canarias que me gustó por que desarrolla la idea de una Tierra que a pesar de nuestras acciones, nos «protege» Gaia protege a la vida . La atmósfera y la parte superficial del planeta Tierra se comportan como un todo coherente donde la vida, su componente característico, se encarga de autorregular sus condiciones esenciales tales como la temperatura, composición química y salinidad en el caso de los océanos. Gaia se comportaría como un sistema autorregulador que tiende a un equilibrio consciente. La vida fomenta y mantiene unas condiciones adecuadas para sí misma, afectando al entorno, quizás al universo entero. Así la temperatura media de la tierra se ha mantenido en los margenes de la vida por mas de 3.800 millones de años.
El Sol es la principal fuente de energía para todos los procesos que tienen lugar en la Tierra. Cualquier variación que experimente el astro puede ocasionar, por tanto, cambios en nuestro planeta. Tres son los canales a través de los cuales puede producirse esta relación: la radiación visible, la radiación ultravioleta y el flujo de partículas.
Desde que se originó la vida hace unos 3.800 millones de años, nuestro planeta ha sufrido diferentes crisis, climáticas y biológicas, de las que siempre se ha recuperado. Ello ha sido posible, en gran manera, gracias a que la Tierra dispone de una serie de barreras de protección contra las variaciones que experimenta nuestra estrella. A la descripción de estas barreras dedicaremos este artículo.
Los gases invernadero
La temperatura de la Tierra ha permanecido siempre dentro de unos márgenes que han permitido la existencia de agua líquida en su superficie. Este factor ha sido esencial para que la vida se haya mantenido y evolucionado. Ahora bien, hace 3.800 millones de años la cantidad de energía que emitía el Sol era un 30% menor que la actual. Cálculos sencillos nos dicen que, con tales niveles, la Tierra se habría congelado completamente y difícilmente hubiera salido de tal estado. Sin embargo, las evidencias indican que tal situación no se dio, precisamente gracias a la primera barrera de protección: los gases invernadero de nuestra atmósfera. Entre ellos podemos citar el vapor de agua, el metano, el ozono y el dióxido de carbono (CO2), que vamos a tomar como ejemplo.
Dada la temperatura de su superficie (unos 5.500 ºC), el Sol emite la mayor parte de su radiación en el visible, intervalo espectral al cual se han adaptado los ojos de la mayoría de los seres vivos. Una parte de esta radiación, aproximadamente un tercio, es reflejada por la superficie y la atmósfera terrestres. El resto calienta el planeta, que a su vez emitirá también radiación, pero, dada su temperatura, ésta se encontrará en la zona del infrarrojo. El CO2 de la atmósfera tiene la propiedad de dejar pasar la radiación solar, mientras que absorbe la infrarroja que procede de la superficie terrestre. Este proceso de absorción contribuye así al aumento de la temperatura del planeta, bastantes grados más de lo que le correspondería por su distancia al Sol. Este mecanismo se conoce con el nombre de «efecto invernadero» y ha constituido un factor esencial para el equilibrio del clima en la Tierra.
Desde aquellos primeros tiempos, la luminosidad solar ha ido aumentando, mientras que, en la Tierra, la atmósfera ha pasado de ser una en que predominaba el CO2 a la actual, donde el oxígeno juega el papel decisivo para seres vivos, como plantas y animales. Sin embargo, la cantidad de los gases invernadero en la atmósfera sigue siendo fundamental para que la temperatura del planeta haga posible la existencia de agua líquida y, por lo tanto, de vida.
En la actualidad, el Hombre está inyectando cantidades de CO2 a la atmósfera como consecuencia de la quema de combustibles fósiles (carbón, petróleo y gas natural). Esto sucede a una escala temporal tan rápida que los sumideros naturales (los océanos y la biosfera) no pueden absorber el gas al mismo ritmo. La consecuencia es un calentamiento global del planeta y otras perturbaciones en el clima que se intensificarán a lo largo de este siglo. Estamos utilizando en nuestra contra una barrera de protección climática de primer orden, y las consecuencias van a afectar sobre todo a nuestra civilización, especialmente a los sectores menos desarrollados económicamente.
La capa de ozono
El Sol emite también radiación ultravioleta que tiene efectos dañinos sobre los seres vivos. Durante miles de millones de años, estos seres se mantuvieron a nivel bacteriano en los océanos terrestres, donde podían encontrar una protección contra la acción de estos rayos solares. Fue la acción de alguno de estos microorganismos, las cianobacterias, la que originó el aumento de los niveles de oxígeno, al tiempo que iban disminuyendo los de CO2.
Una de las consecuencias de la acumulación de oxígeno en la atmósfera terrestre fue la aparición progresiva de la capa de ozono. Las moléculas de este gas consisten en tres átomos de oxígeno (O3), en vez de los dos (O2) del oxígeno normal. Pues bien, el ozono tiene la importante propiedad de absorber la parte más dañina de la radiación ultravioleta. Su acción iba a posibilitar que los seres vivos pudieran ocupar la superficie sólida del planeta y que se produjese la rápida evolución biológica que iba a llevar hasta el ser humano.
En nuestra época, la cantidad de dicha radiación que nos llega del Sol muestra claras diferencias entre el máximo y el mínimo del ciclo de actividad de nuestra estrella, que tiene un período de 11 años. Ahora bien, la radiación ultravioleta solar mantiene un estrecho balance con el contenido de ozono en la atmósfera, ya que interviene tanto en sus procesos de formación como de destrucción y el balance neto de su influencia no está del todo claro. Su acción más clara se encuentra en cambios en la circulación del aire en grandes alturas, que llevarían asociadas variaciones en el clima.
Por desgracia, la civilización ha empezado a deteriorar esta importante barrera mediante la emisión de ciertos productos químicos que la destruyen, como son los cloroflurocarbonos. En las zonas en que esta capa se ha debilitado, las situadas a latitudes altas especialmente en el Sur, la radiación ultravioleta puede penetrar más fácilmente, causando innumerables daños en los seres vivos. Entre los efectos que provoca en los seres humanos destaca el aumento del número de casos de cataratas en los ojos y de cáncer de piel.
El campo magnético terrestre
Además de radiación, el Sol emite también un flujo continuo de partículas que se conoce con el nombre de viento solar. De vez en cuando, su tranquilo fluir se ve interrumpido por una explosión en la atmósfera solar, conocida como una emisión coronal de masa, en la que en unos pocos segundos se lanzan al espacio más de mil millones de toneladas de partículas con velocidades de hasta 1.500 kilómetros por segundo, en el caso de los fenómenos más energéticos. El número de tales procesos y su intensidad varían según el ciclo de 11 años de la actividad solar. En el mínimo observaremos uno por semana, mientras que en un máximo, como en el que nos encontramos en el año 2001, podemos tener hasta tres al día en las fases más activas.
Su impacto directo sobre la superficie terrestre provocaría también indudables daños a los seres vivos. Afortunadamente disponemos de una tercera barrera de protección: el campo magnético terrestre.
La Tierra tiene uno de los campos magnéticos más fuertes del Sistema Solar. Su intensidad depende del período de rotación del planeta, 24 horas, y del espesor de una capa de metales en estado líquido que circunda el núcleo de la Tierra. Pues bien, las partículas solares tienen dificultades para moverse en direcciones perpendiculares a las líneas de fuerza, aunque comprimen el campo magnético como si fuera de gelatina. Aproximadamente un 1 % de esas partículas logran penetrar en nuestra atmósfera a través de las regiones polares, donde la resistencia de esta tercera barrera es menor. Las partículas solares se encuentran allí con los átomos de nuestra atmósfera y de su interacción resultan las espectaculares auroras. Sin embargo, al ir aumentando la densidad de la atmósfera las partículas van perdiendo energía con lo que los efectos en la superficie terrestre quedarán muy debilitados.
Las partículas procedentes de las tormentas solares están cargadas eléctricamente y se encuentran en movimiento, es decir, dan lugar a campos magnéticos que interactúan con el de nuestro planeta y, muy especialmente, con toda una serie de instrumentos que nuestra civilización posee en el espacio cercano a la Tierra, al alcance de la acción de dichas partículas. Nuestra civilización dispone ya de numerosos satélites que se encuentran en alturas que sí sufren las consecuencias de estas tormentas solares. Las corrientes eléctricas inducidas por la lluvia de partículas solares producen graves perturbaciones en las comunicaciones y en los sistemas de navegación, junto con problemas en los centros de distribución de energía eléctrica y los grandes oleoductos. Sus consecuencias económicas son importantes.
Por el momento el Hombre no tiene capacidad de perturbar esta barrera, que en cambio sí sufre variaciones seculares en su intensidad, llegando a anularse en algunas épocas. Por suerte, todavía estamos lejos de que tal proceso se produzca.
Sobre nuestro planeta inciden partículas con energías todavía mayores que las solares, procedentes de regiones exteriores al Sistema Solar, como pueden ser explosiones de supernovas o agujeros negros. Son lo que se conoce con el nombre de rayos cósmicos. Afortunadamente tenemos una nueva barrera contra ellas. El campo magnético solar se extiende hasta los confines del Sistema Solar, la llamada «helioesfera» que, al igual que el campo magnético terrestre con respecto al solar, amortigua la influencia de estos rayos cósmicos.
No es extraño que gracias a estas barreras la vida haya sobrevivido durante un período prolongado de tiempo en nuestro planeta. Se han necesitado varios miles de años para que se desarrollaran formas de vida complejas, hace unos seiscientos millones de años. Ahora, una de las últimas especies en aparecer sobre el planeta, el Homo Sapiens, empieza a poner en riesgo el funcionamiento correcto de alguna de esas barreras. Esperamos que las mejores características de su inteligencia le permitan tomar conciencia del problema y adoptar medidas antes de que sea demasiado tarde, especialmente para ella misma.
Tenemos un Sol que es la estrella más importante del Universo para nosotros ya que, aunque sea una estrella de lo más corriente, es la que tenemos más cercana y por lo tanto la única que nos puede influir directamente en multitud de aspectos. En cambio, de lo que cada vez nos quedan menos dudas es de que vivimos en un planeta excepcional, quizás único en el Universo: la Tierra. Procuremos cuidarla.
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