Los gitanos rumanos de ‘El Gallinero’, un asentamiento marginal de la capital de España, pueden ser desalojados de sus precarias viviendas en un futuro próximo. Hace siete años que los gitanos rumanos se trasladaron a ese poblado madrileño cuando fueron cerrados los  campamentos que habían sido levantados para los inmigrantes del este. Ahora temen que pronto les llegue el turno de abandonar también ese lugar, porque los dueños del terreno quieren recuperarlos. Varias viviendas improvisadas ya fueron derribadas, pero ninguno de los habitantes de ‘El Gallinero’ piensa en volver a Rumania.   «Aquí vivimos mejor que en nuestro país, aquí vivimos mejor limpiando en los semáforos. No podemos irnos a nuestro país porque no podemos vivir», dice Daniel, uno de los habitantes de ‘El Gallinero’. Pese a la posibilidad de un desalojo, un equipo de arquitectos voluntarios está diseñando un complejo habitacional de bajo costo que construyen los mismos gitanos  y que pretenden integrar a la ciudad. “El objetivo es la inclusión social y la apropiación, que estas personas mejoren su hábitat, que sean partícipes y se queden en unas condiciones mínimas. Y si tienen que volver a su tierra que sea por cuestiones afectivas, de tipo personal, pero que no se tengan que ir porque España no los ha acogido o porque no ha habido dinero o porque ha habido un rechazo por parte de la sociedad civil», comenta la arquitecta y voluntaria Paz Núñez. El mayor poblado rumano de Madrid En ‘El Gallinero’ viven 800 gitanos y es el mayor poblado rumano de Madrid. Carece de agua de red, luz, servicios sanitarios ni las más mínimas condiciones de salubridad. Más de un tercio de la población son niños. Los voluntarios de las ONG que trabajan en el lugar procuran su integración en la sociedad. Ahora muchos niños están escolarizados, lo que se puede considerar un gran logro. «El futuro no es de los mayores, es de estos niños que son los nuevos españoles, hablan español mejor que tú y que yo y aspiran a integrarse en esta sociedad española, ya quieren ser bomberos enfermeros taxistas, esos niños ya tienen otras expectativas que ser la gente itinerante que fueron sus padres o sus abuelos», dice Paco Pascual, voluntario  de la parroquia Santo Domingo de la Calzada.

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