En 1925, el arqueólogo Leonard Woolley descubrió una curiosa colección de objetos mientras excavaba un palacio de Babilonia. Eran cosas de muchos tiempos y lugares diferentes, y sin embargo, estaban organizadas de forma clara y hasta correctamente etiquetadas. Woolley había descubierto el primer museo del mundo.
Es fácil olvidar que los pueblos antiguos también estudiaban la historia –los babilonios que vivieron hace 2,500 años eran capaces de mirar retrospectivamente en los milenios anteriores de la experiencia humana. Eso es en parte lo que hace extraordinario el Museo de la princesa Ennigaldi. Su colección contenía maravillas y objetos tan antiguos para a ella como la caída del Imperio Romano lo es para nosotros. Pero también es un símbolo sombrío de una civilización agonizante consumida por su vasta historia propia.
El arqueólogo
El Museo Ennigaldi fue sólo uno de los muchos hallazgos notables hechos por Leonard Woolley, generalmente considerado como entre los primeros arqueólogos modernos. Nacido en Londres en 1880, Woolley estudió en Oxford antes de convertirse en asistente de guardián en la escuela del Museo Ashmolean. Fue allí donde Arthur Evans –el renombrado arqueólogo que estudió la civilización minoica en la isla griega de Creta– decidió que Woolley sería de más utilidad en el campo, y por eso Evans lo envió a Roma para empezar a excavar ahí.
Aunque Woolley tenía un añejo interés en las excavaciones, contaba con poca capacitación formal en lo que respecta a hacerlo técnicamente bien. Lo dejaron a su suerte como autodidacta, y así encontró sus propias técnicas e interpretaciones que influyeron en futuros arqueólogos. Justo antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, él exploró la antigua ciudad hitita de Carquemis junto con su joven colega T.E. Lawrence, quien hizo a un lado su historial como arqueólogo para asumir un papel más famoso como… bueno, como Lawrence de Arabia.
Woolley (der.) y Lawrence de Arabia
Pero fue el trabajo de Woolley en la antigua ciudad mesopotámica de
Ur lo que realmente consolidó y proyectó su legado histórico. A partir de 1922, Woolley excavó una gran porción de una ciudad-Estado antigua que había durado miles de años, desde la antigua civilización sumeria del 3,000 a.C. hasta el imperio Neo-Babilónico de 500 antes de Cristo. Uno de sus mayores descubrimientos –que se puede considerar el equivalente de la tumba del rey Tut, pero sumerio– fue el de la tumba de Shubad, una mujer de gran importancia en Sumer en el siglo 27, cuya tumba había permanecido inalterada durante 4,600 años.
Se trata de algo que desde el final de la existencia de Ur nos interesa en este caso particular. Y para eso, también podríamos ir directamente a las palabras del propio Leonard Woolley.
El descubrimiento
En su libro Ur de los Caldeos, Woolley hace el recuento histórico de sus excavaciones en un complejo del palacio de Ur. Este palacio en particular data del final de la larga historia de la ciudad-Estado, justo antes de la absorción de sus territorios por el Imperio Persa y el abandono de la ciudad alrededor de 500 a.C. Esta fue la época del Imperio Neo-Babilónico y Babilonia, mientras que (como era de esperar) era la capital de este imperio, la antigua ciudad de Ur seguía siendo importante por su ubicación estratégica cerca del Golfo Pérsico, y como un legado de lo que alguna vez fue una gran potencia.
Como el propio Woolley lo explica en su libro, él y su equipo estaban seguros de estar excavando el último período de Ur, por lo que los artefactos encontrados, en particular la cámara, tenían para ellos muy poco sentido:
De repente, los trabajadores sacaron un gran óvalo con tapa de piedra negra cuyos lados estaban cubiertos con inscripciones en relieve; era una piedra que marcaba una frontera y registraba la posición y el esbozo de una propiedad de tierras, con una indicación de la manera en que legalmente había llegado a las manos del propietario y una maldición terrible dirigida a todo aquel que intentase eliminar aquel hito histórico o dañar o destruir el registro.
Esta piedra perteneció al período Kassita de alrededor de 1400 a.C. Casi tocándola, al lado había un fragmento de estatua, parte del brazo de una figura humana donde aparecía una inscripción, y el fragmento había sido cuidadosamente recortado para darle un buen aspecto y preservar la escritura, y el nombre de la estatua era Dungi, el rey de Ur en el año 2,058 antes de Cristo. Luego apareció un cono cuya base de arcilla representaba a un rey de Larsa de alrededor de 1700 a.C., luego unas pocas tablillas de arcilla de aproximadamente el mismo período, y una gran piedra votiva –cabeza de maza– sin inscripciones, pero que bien puede haber sido más antigua en unos quinientos años.
¿Qué íbamos a pensar? Ahí había una media docena de diversos objetos encontrados en un impecable piso del siglo VI a.C., sin embargo, el más nuevo tenía setecientos años más que el pavimento y los primeros tal vez dieciséis siglos.
En este solo cuarto, Woolley había descubierto por lo menos 1,500 años de historia, todos mezclados, un poco como si alguien al azar encontrara una estatua romana y un trozo de mampostería medieval mientras hace la limpieza de su clóset. Dejados a su suerte, estos objetos nunca se hubieran hallado de esta manera. Alguien había estado tocándolos –pero nadie podría adivinar hacía cuánto tiempo y con qué propósito se había realizado dicha manipulación.
Hallazgo en Tell Asmar (cortesía de Gerardo P. Taber)
El Museo
Pronto se dio cuenta Woolley de que en realidad podría ser un antiguo museo, el equivalente del siglo VI a.C. del tipo de instituciones patrocinadoras de sus exploraciones. En efecto, una evidencia clave era la manera en que los artefactos estaban ordenados y dispuestos –mientras que desde una perspectiva temporal estaban todos mezclados, el que había reunido todos esos objetos hizo el trabajo con muchísimo esmero y atención.
Lo concluyente fue el descubrimiento de la más antigua cédula de museo jamás conocida en el mundo. En su libro, Woolley narra cómo encontró cilindros de arcilla en la cámara, cada uno con texto escrito en tres idiomas diferentes, incluido el idioma del antiguo sumerio y el más moderno (para el período) en lengua semítica tardía. Él cita una de estas descripciones, junto con una irónica evaluación de lo que ahí se decía:
“Estos”, dijo, “son copias de ladrillos encontrados en las ruinas de Ur, obra del rey Bur-Sin de Ur, que mientras buscaba el plano original [del templo] el gobernador de Ur encontró, y yo vi y escribí para la maravilla de futuros espectadores. “
Por desgracia, el escriba no era tan sabio como quería parecer, pues sus copias están tan llenas de errores que las hacen casi ininteligibles, pero sin duda hizo lo mejor que pudo, y es cierto que nos dio la explicación que queríamos. El salón era un museo de antigüedades locales …y entre la colección se encontró ese tambor de barro, la primera cédula de museo conocida, elaborada cien años antes y mantenida junto con –es de suponer– los ladrillos originales, como un registro de las primeras excavaciones científicas en Ur.
Claro, Woolley no pensó mucho en la atención a los detalles del escriba. Pero le bastó su humildad para aceptar que fue sorprendido y en este caso fácilmente reconoció que la arqueología de Ur había estado prosperando durante unos 2,500 años antes que él hubiese puesto los pies allí. Y, aún más notable es que el museo más antiguo se anticipó a los primeros museos modernos por unos dos milenios.
El rey y el curador
Entonces, ¿quién fue el responsable de esta antigua maravilla llena de maravillas aún más antiguas? Ese honor le corresponde a la princesa Ennigaldi, la hija del rey Nabonido, el último monarca del Imperio Neo-Babilónico. Como era tradicional entre las hijas de los reyes de Mesopotamia, sus funciones principales eran de naturaleza religiosa, como sacerdotisas de la Diosa-luna Nanna y como administradoras de una escuela de jóvenes sacerdotisas. Alrededor de 530 a.C. Ennigaldi creó su museo. El hecho se acerca peligrosamente a todo lo que sabemos sobre la mujer detrás del primer museo del mundo.
Sabemos de cierto que el museo fue construido con el apoyo y el aliento de su padre el rey, él mismo entusiasta anticuario y coleccionista de artefactos antiguos. Es difícil saber de dónde le vino el interés en el pasado histórico, pero podría tener algo que ver con la información que él da y donde se describe a sí mismo de origen humilde y dice que si se sentó en el trono fue porque había destronado a su predecesor. Sin una rica historia regia y sin real alcurnia, es posible que Nabonido haya encontrado un sustituto en la antigua ciudad de Ur.
A tal fin, el rey emprendió lo que sería la contribución más duradera a la arqueología histórica, y que fue la restauración del gran zigurat de Ur. Si bien no estamos 100% seguros de para qué servía esta estructura masiva, es posible conjeturar que ese y otros zigurats fueron un tipo de templos –sabemos que el zigurat sumerio original se había derrumbado en el tiempo en que Nabónido reinaba, y por lo tanto decidió restaurarlo para devolverlo a su antiguo esplendor. El descubrimiento de los restos de este segundo zigurat en el siglo XIX sería clave para la identificación de este sitio como la antigua ciudad de Ur, y a su vez la realización de las excavaciones de Leonard Woolley en la década de 1920.
El mundo que se muere
Puesto que no contamos con registros directos de Nabonido o Ennigaldi, sólo podemos conjeturar por qué decidieron crear el museo en Ur. Empero, en sus 1927 recuentos de sus resultados, Excavaciones en Ur: La Neo-Babilonia y el período persa, Leonard Woolley sospecha que fue el resultado natural de una era obsesionada con su pasado.
Que debe haber una colección es del todo congruente con la devoción del anticuario y en especial del gobernante Nabonido, cuya hija puede ser asociada con este edificio. Que el museo sea relacionado con la escuela no debe sorprender a nadie. A menudo las escuelas fueron organizadas en los templos, y por lo menos algunas de las enseñanzas eran ilustradas con los testimonios materiales de la antigüedad. En las escuelas de Larsa nos encontramos con que las copias de antiguas inscripciones históricas existentes en la ciudad eran objetos normales de estudio.
Como es tal vez propio de una ciudad que llega al final de más de dos mil años de historia, la Ur del reinado de Nabonido se vio inundada por un sentimiento de nostalgia abrumadora expresado en la fascinación por los tiempos pasados. Eso no es sorprendente por completo –incluso la escuela para sacerdotisas de la princesa Ennigaldi ya tenía 800 años cuando ella asumió el cargo, por lo que es aproximadamente tan antigua como Oxford y Cambridge lo son para nosotros ahora. Ur se había convertido en un gran museo que conmemoraba tiempos muy remotos.
De hecho, Ur fue sólo el ejemplo más extremo de todo un imperio dominado por la nostalgia. El Imperio Neo-Babilónico lanzó una mirada retrospectiva muy consciente del pasado, ya que representaba el primer período de soberanía después de siglos de dominación por parte de sus vecinos del norte. Lo podemos ver en las inscripciones imperiales, que se remontan a las expresiones de por lo menos 1,500 años atrás, y que de pronto empezaron a aparecer en diversas partes, así como selecciones de textos en lengua sumeria, muerta hacía mucho tiempo. Incluso el sistema de escritura fue alterado para que pareciera que se había hecho miles de años antes.
En ese contexto, la invención del museo en el año 530 a.C. no parece particularmente nuevo o revolucionario. En cambio, parece la evidencia de una civilización consumida por su propia historia y con miedo a entrar en el futuro. En retrospectiva, tenían buenas razones para temer, tomando en cuenta que sus vecinos en el este de Persia pronto conquistarían el imperio y Ur sería abandonada, víctima de una grave sequía y los caprichos del río Éufrates.
Y aun con todo aquel estancamiento cultural, la princesa Ennigaldi y su padre tuvieron una brillante idea que permanece vigente 25 siglos más tarde.
Fuente: www.uk.io9.com
Traducción de Mariano Flores Castro
http://veritas-boss.blogspot.com.es/2012/09/la-historia-detras-del-primer-museo-del.html