Cientos de miles de yemeníes volvieron a exigir ayer la dimisión del presidente, Ali Abdalá Saleh, en manifestaciones celebradas en Saná, Adén, Taiz y otra decena de ciudades. Fueron las más numerosas desde que empezaron las protestas a finales de enero, pero su clamor no pareció llegar hasta el jefe del Estado. «Os juro que sacrificaré todo por mi país», dijo desafiante Saleh ante decenas de miles de seguidores reunidos para apoyarle en las cercanías del palacio presidencial.
«Cree que la mayoría de la gente está de su lado», explica por teléfono un alto funcionario yemení crítico con el presidente. «No reconoce la situación porque nadie entre sus consejeros se atreve a decirle lo que está sucediendo», añade la fuente sin ocultar su preocupación por el enquistamiento de la crisis.
Hace poco más de una semana parecía que Saleh, que lleva 32 años en el poder, había aceptado su derrota. La muerte el 8 de marzo de 52 manifestantes en un tiroteo atribuido a las fuerzas progubernamentales acentuó su aislamiento al desencadenar un rosario de deserciones tanto entre los mandos del Ejército como en las filas del partido gobernante, el Congreso General del Pueblo (CGP). El jueves 24 se daba por hecho que su salida era una cuestión de horas. Al día siguiente, sus palabras a una multitud de leales desmentían esa esperanza.
«El CGP presentó una propuesta al embajador de EE UU que incluía transferir el poder al vicepresidente, formar un Gobierno de unidad nacional con reparto de los principales ministerios, redactar una nueva Constitución, convocar elecciones y garantías para él y su familia», confirma una persona con acceso a las negociaciones. Pero esa noche Saleh se reunió con el comité central del CGP; sus miembros le echaron en cara que fuera a abandonarles y Saleh cambió de parecer.