Lo primero que nos dicen los maestros del Zen, cuando queremos interrogarles es: “No esperes en absoluto entender lo que es el Zen; es imposible”. Y si se les replica que algún modo habrá de acercarse a él, empiezan a utilizar paradojas que llevan de uno a otro desconcierto.
No obstante, buscando lo que se esconde detrás de esta primera visión abrupta, podemos entresacar una serie de consecuencias que nos aproximan el Zen. […]
El budismo sostiene que la causa de los problemas que nos aquejan, y de la distorsión interior que nos impide alcanzar el satori es la ignorancia que padece nuestra mente. La mente se detiene en los medios y olvida el objeto primordial, alejándose de la percepción directa de nuestra propia realidad. […] Todas las operaciones de la mente son, por definición, transitorias, fenoménicas, vienen y se van, se diluyen en el tiempo. Lo único real es lo que está detrás de todo fenómeno. Si buscamos algo sólido donde asirnos, donde cogernos, es porque la experiencia de la vida diaria nos ha acostumbrado a depender de las ideas e intentamos hallar la realidad en las ideas. Ahora bien, la realidad, nuestra naturaleza esencial, no es ninguna idea, como no es ningún sentimiento, ni nada de lo que va y viene.
Por lo tanto, nos vienen a decir los maestros de Yoga, si queremos llegar a descubrir esta realidad que hay detrás de las formas, no tenemos más remedio que prescindir temporalmente pero por completo de nuestro razonamiento, de nuestro sistema lógico de las ideas. […]
Lo que hay que superar en el proceso de investigación de la realidad esencial es el pensamiento; lo que ha de subsistir en todo momento, en cambio, es la atención lo más lúcida y amplia posible. Sólo así tenemos la oportunidad de desvanecer nuestra ignorancia. […]
Estamos tan acostumbrados a manejar las realidades de nuestro mundo gracias a las ideas que de ellas podemos obtener, que nos parece que todo conocimiento posible lo hemos de adquirir sólo y exclusivamente mediante las ideas pertinentes. En otras palabras, hemos llegado a la íntima convicción de que únicamente con nuestras ideas y juicios podemos conocer la realidad. El Zen nos afirma que es precisamente este hábito nuestro de apoyarnos exclusivamente en las ideas lo que nos impide percibir la realidad que está detrás de ellas y que, en definitiva, es la única Realidad. Nos agarramos a cada representación mental creyendo que es ella misma realidad, cuando no es más que una forma de la Realidad. Por lo tanto, en la medida en que sigamos con esta adhesión a cualquier forma mental particular –por abstracta y elevada que ésta pueda parecer– seguiremos estando incapacitados para percibir nuestra Realidad esencial. Y lo mismo que decimos respecto a las ideas puede decirse de todos nuestros fenómenos psíquicos personales: sensaciones, emociones, sentimientos.
Fijémonos en la mayoría de las cosas que nos proporcionan alegría o pena durante el día y veremos que, en efecto, casi siempre nuestras alegrías y nuestras penas dependen de lo que nos dicen o de las cosas que nosotros pensamos que ocurren. En una palabra: que siempre se deben a representaciones de la mente, a ideas. Nos dicen algo que va a favor de nuestros deseos, y automáticamente nos sentimos más tranquilos, más felices, más seguros, como si fuéramos más nosotros mismos. Nos dicen algo que va en contra de nuestros deseos o que aumenta nuestros temores y, automáticamente también, nos sentimos inquietos, tristes, irritados. Por qué nos ocurre esto? Porque no vivimos directamente en nuestra realidad, sino que estamos siempre cogidos, agarrados a una idea básica que tenemos de nosotros mismos.
A medida que hemos ido creciendo, se ha formado en nosotros una imagen mental, una representación de nosotros mismos: “yo soy fulano de tal, y tengo estas cualidades, y estos defectos; determinado tipo de gente me acepta, me admira y me considera importante, otras personas me son hostiles”. Así hemos ido construyendo una imagen de nosotros mismos con toda una serie de datos a favor y otros en contra. Al mismo tiempo, mientras íbamos ampliando esta imagen mental o yo-idea, la íbamos también proyectando en el futuro, forjándonos así un ideal de nosotros mismos que esperábamos realizar algún día: es el yo-idealizado, sueño dorado de nuestro “yo” que hemos compuesto reuniendo en él las cosas que no tenemos y ansiando tener en ese futuro que jamás llega.
Así, resulta que, cuando actuamos en el mundo, lo hacemos en función del yo-idea; siempre que pensamos, diríamos, de un modo razonable, es partiendo de esta idea básica de nosotros mismos que está en la raíz misma de todos nuestros razonamientos. Por eso, en el fondo, aunque nos parezca a veces que estamos buscando la verdad, con muchísima frecuencia lo que estamos buscando es algo o alguien que nos confirme y ratifique en esta buena idea que tenemos de nosotros mismos y que además la amplíe, es decir, que de algún modo nos prometa que llegaremos a realizar en el futuro el ideal que nos hemos forjado. Y cuando pensamos en este ideal, al que damos el nombre de yo-idealizado, se presente bajo las apariencias que quiera –espiritualidad, inteligencia, poder, riqueza, etc.–, nos sentimos confortados y seguros.
Pero es una seguridad falsa. Puede ser muy buena en un order relativo e incluso podemos aceptarla porque la necesitamos para vivir diariamente. Pero lo que no podemos hacer en absoluto es confundirla con el auténtico descubrimiento central, con la verdadera naturaleza de nosotros mismos. Porque así no seremos nunca libres, es decir, no seremos jamás nosotros mismos del todo, ya que estaremos siempre sujetos, pendientes, debajo de la idea que “yo” tengo de “mí”, y, por lo tanto, debajo de aquellas personas o situaciones que van a favor de nuestra idea y de las que van en contra. Nuestra vida, querámoslo o no, seamos o no conscientes de ello, será una vida de dependencia total.
Y esto es lo que nos ocurre constantemente. Tenemos miedo de encontrarnos con determinadas personas, miedo a decir algunas cosas para no despertar oposición. Pero por qué? No sólo porque vemos en la oposición nuestro perjuicio social o el de otros, sino porque entonces nos sentimos desvalidos, más pobres, como si fuéramos menos y se viniera más abajo nuestro yo. Y se debe tan sólo a que nos vivimos únicamente en función de la idea de nosotros mismos, que guardamos bien escondida dentro, en lugar de vivirnos directamente en función de nuestro eje espiritual interior, que está detrás de todas las ideas. Todo juego de ideas es un juego de ilusión comparado con la realidad. De este error básico se originan todos nuestros problemas. Por lo tanto nuestra atención ha de ampliarse y profundizar hasta que sea capaz de percibir lo que hay más allá de todo fenómeno, hasta que se pueda abrir a la fuente interior de donde surge todo impulso, todo sentimiento, toda idea y todo conocimiento.
El Zen no niega que las ideas y raciocinios sean útiles y excelentes para otros fines, pero afirma que nunca nos pueden conducir a la realidad. La mejor de las ideas, dicen los maestros, es como un dedo que está señalando a la luna: por mucho que miremos el dedo, nunca descubriremos la luna. Hemos de dejar de mirar el dedo y dar un salto en el vacío para poder descubrir qué hay más allá del dedo. Las ideas son símbolos, dedos que señalan, indicadores, pero nunca son la realidad. Esa realidad es la naturaleza de Buda, nuestro propio ser. Las ideas pueden señalar, apuntar hacia ella, pero si no salimos de las ideas, nunca llegaremos a la realidad.