¡Un bien y un mal que fuesen imperecederos no existen! Por sí mismos deben una y otra vez superarse a sí mismos.
Con vuestros valores y vuestras palabras del bien y del mal ejercéis violencia, valoradores: y ése es vuestro oculto amor, y el brillo, el temblor y el desbordamiento de vuestra propia alma.
Pero una violencia más fuerte surge de vuestros valores, y una nueva superación: al chocar con ella se rompen el huevo y la cáscara de lo viejo y caduco.
Y quien tiene que ser un creador en el bien y en el mal: en verdad, ése tiene que ser antes un aniquilador y quebrantador de valores.
¡Y que caiga hecho pedazos todo lo que en nuestras verdades pueda caer hecho pedazos! ¡Hay muchas casas que construir todavía!
En mi peregrinación a través de las numerosas morales, más delicadas y más groseras, que hasta ahora han dominado o continúan dominando en la tierra, he encontrado ciertos rasgos que se repiten juntos y que van asociados con regularidad: hasta que por fin se me han revelado dos tipos básicos y se ha puesto de relieve una diferencia fundamental. Hay una moral de señores y una moral de esclavos; – me apresuro a añadir que en todas las culturas más altas y más mezcladas aparecen también intentos de mediación entre ambas morales, y que con más frecuencia todavía aparecen la confusión de esas morales y su recíproco malentendido, y hasta a veces una ruda yuxtaposición entre ellas -incluso en el mismo hombre, dentro de una sola alma. Las diferenciaciones morales de los valores han surgido, o bien entre una especie dominante, la cual adquirió consciencia, con un sentido de bienestar, de su diferencia frente a la especie dominada – o bien entre los dominados, los esclavos y los subordinados de todo grado.
En el primer caso, cuando los dominadores son quienes definen el concepto de “bueno”, son los estados psíquicos elevados y orgullosos los que son sentidos como aquello que distingue y que determina la jerarquía. El hombre aristocrático separa de sí a aquellos seres en lo que se expresa lo contrario de tales estados elevados y orgullosos: desprecia a esos seres. Obsérvese enseguida que en esta primera especie de moral la antítesis “bueno” y “malo” es sinónima de aristocrático y “despreciable”: -la antítesis “bueno” y “malvado” es de otra procedencia. Es despreciado el cobarde, el miedoso, el mezquino, el que piensa en la estrecha utilidad; también el desconfiado de mirada servil, el que se rebaja a sí mismo, la especie canina de hombre que se deja maltratar, el adulador que pordiosea, ante todo el mentiroso: -creencia fundamental de todos los aristócratas es que el pueblo vulgar es mentiroso. “Nosotros los veraces” -éste el nombre que se daban a sí mismos los nobles en la antigua Grecia. Es evidente que las calificaciones morales de los valores se aplicaron en todas partes primero a seres humanos y sólo de manera tardía y derivada a las acciones: por lo cual constituye un craso desacierto el que los historiadores de la moral partan de preguntas como “¿Por qué ha sido alabada la acción compasiva?”.
La especie aristocrática de hombre se siente a sí misma como determinadora de los valores, no tiene necesidad de dejarse autorizar, su juicio es: “lo que me es perjudicial a mí, es perjudicial en sí”, sabe que ella es la que otorga dignidad en absoluto a las cosas, ellas es creadora de valores. Todo lo que conoce que hay en ella misma lo honra: semejante moral es autoglorificación. En primer plano se encuentran el sentimiento de la plenitud, del poder que quiere desbordarse, la felicidad de la tensión elevada, la consciencia de una riqueza que quisiera regalar y repartir: -también el hombre aristocrático socorre al desgraciado, pero no, o casi no, por compasión, sino más bien por un impulso engendrado por el exceso de poder. El hombre aristocrático honra en sí mismo al poderoso, también al poderoso que tiene poder sobre él, que es diestro en hablar y en callar, que se complace en ser riguroso y duro consigo mismo y siente veneración por todo lo riguroso y duro. “Wotan me ha puesto un corazón duro en el pecho”, se dice en una antigua saga escandinava: ésta es la poesía, que brotaba con todo derecho, del alma de un vikingo orgulloso. Esa especie de hombre se siente orgullosa cabalmente de no estar hecha para la compasión: por ello el héroe de la saga añade, con tono de admonición, “el que ya de joven no tiene un corazón duro, no lo tendrá nunca”. Los aristócratras y valientes que así piensan están lo más lejos que quepa imaginar de aquella moral que ve el indicio de lo moral cabalmente en la compasión, o en el obrar por los demás, o en el desinterés; la fe en sí mismo, el orgullo de sí mismo, una radical hostilidad y una ironía frente al “desinterés” forman parte de la moral aristocrática, exactamente del mismo modo que un ligero menosprecio y cautela frente a los sentimientos de simpatía y el “corazón cálido”. -Los poderosos son los que entienden de honrar, esto constituye su arte peculiar, su reino de invención.
El profundo respeto por la vejez y por la tradición -el derecho entero se apoya en ese doble respeto-, la fe y el perjuicio favorable para con los antepasados y desfavorables para con los venideros son típicos en la moral de los poderosos; y cuando, a la inversa, los hombres de las “ideas modernas” creen de modo casi instintivo en el “progreso” y en el “futuro” y tienen cada vez menos respeto a la vejez, esto delata ya suficientemente la procedencia no aristocrática de esas “ideas”. Pero de lo que más hace que al gusto actual le resulte extraña y penosa una moral de dominadores es la tesis básica de ésta de que sólo frente a los iguales se tienen deberes; de que, frente a los señores de rango inferior, frente a todo lo extraño, es lícito actuar como mejor parezca, o “como quiera el corazón”, y en todo caso, “más allá del bien y del mal”-: acaso aquí tengan su sitio la compasión y otras cosas del mismo género. La capacidad y el deber de sentir agradecimiento prolongado y una venganza prolongada -ambas cosas sólo entre iguales-, la sutileza en la represalia, el refinamiento conceptual en la amistad, una cierta necesidad de tener amigos (como canales de desagüe, por así decirlo, para los afectos denominados envidia, belicosidad, altivez -en el fondo para poder ser amigo-: todos esos son caracteres típicos de la moral aristocrática, la cual, como ya hemos insinuado, no es la moral de las “ideas modernas”, por lo cual hoy resulta difícil sentirla y también es difícil desenterrarla y descubrirla.
Las cosas ocurren de modo distinto en el segundo tipo de moral, la moral de esclavos. Suponiendo que los atropellados, los oprimidos, los dolientes, los serviles, los inseguros y cansados de sí mismos moralicen: ¿cuál será el carácter común de sus valoraciones morales? Probablemente se expresará aquí una suspicacia pesimista frente a la entera situación del hombre, tal vez una condena del hombre, así como de la situación en que se encuentra. La mirada del esclavo no ve con buenos ojos las virtudes del poderoso: esa mirada posee escepticismo y desconfianza, es sutil en su desconfianza frente a todo lo “bueno” que allí es honrado-, quisiera convencerse que la felicidad allí no es auténtica. A la inversa, las propiedades que sirven para aliviar la existencia de quienes sufren son puestas de relieve e inundadas de luz: es la compasión, la mano afable y socorredora, el corazón cálido, la paciencia, la diligencia, la humildad, la amabilidad lo que aquí se honra, pues estas propiedades son aquí las más útiles y casi los únicos medios para soportar la presión de la existencia. La moral de esclavos es, en lo esencial, una moral de la utilidad. Aquí reside el hogar donde tuvo su génesis aquella famosa antítesis “bueno” y “malvado”: -se considera del mal forma parte el poder y la peligrosidad, así como una cierta terribilidad y una sutilidad y fortaleza que no permiten que aparezca el desprecio. Así, pues, según la moral de los esclavos, el “malvado” inspira temor; según la moral de señores, es cabalmente “bueno” el que inspira y quiere inspirar temor; mientras que el hombre “malo” es sentido como despreciable. La antítesis llega a su cumbre cuando, de acuerdo con la consecuencia propia de la moral de esclavos, un soplo de menosprecio acaba por adherirse también al “bueno” de esa moral -menosprecio que puede ser ligero y benévolo-, porque, dentro del modo de pensar de los esclavos, el bueno tiene que ser en todo caso el hombre no peligroso: el bueno es bonachón, fácil de engañar, acaso un poco estúpido, un buen hombre. En todos los lugares en que la moral de esclavos consigue la preponderancia el idioma muestra una tendencia a aproximar entre sí las palabras “bueno” y “estúpido”.
Última diferencia fundamental: el anhelo de libertad, el instinto de la felicidad y de las sutilezas del sentimiento de libertad forman parte de la moral y de la moralidad de esclavos con la misma necesidad con que el arte y el entusiasmo en la veneración, en la entrega, son el síntoma normal de un modo aristocrático de pensar y valorar. -Ya esto nos hace entender por qué el amor como pasión -es nuestra especialidad europea- tiene que tener sencillamente una procedencia aristocrática: como es sabido, su invención es obra de los poetas -caballeros provenzales, de aquellos magníficos e ingeniosos hombres del “gai saber”, a los cuales debe Europa tantas cosas y casi su propia existencia.
Mientras la utilidad que domine en los juicios morales de valor sea sólo la utilidad del rebaño, mientras la mirada esté dirigida exclusivamente a la conservación de la comunidad, y se busque lo inmoral precisa y exclusivamente en lo que parece peligroso para la subsistencia de la comunidad: mientras esto ocurra, no puede haber todavía una “moral de amor al prójimo”.
El “amor al prójimo” es siempre en relación con el “temor al prójimo”. Cuando la estructura de la sociedad en su conjunto ha quedado consolidada y aparece asegurada contra peligros exteriores, es este “temor a prójimo” el que vuelve a crear nuevas perspectivas de valoración moral. Ciertos instintos fuertes y peligrosos, como el placer de acometer empresas, la audacia loca, el ansia de venganza, la astucia, la rapacidad, la sed de poder, que hasta ahora tenían que ser no sólo honrados -bajo nombres distintos, como es obvio, a los que acabamos de escoger- sino desarrollados y cultivados en un sentido de utilidad colectiva (porque cuando el todo estaba en peligro se tenía constante necesidad de ellos para defenderse contra los enemigos del todo), son sentidos a partir de ahora, con reduplicada fuerza, como peligrosos -ahora, cuando faltan los canales de derivación para ellos- y paso a paso son tachados de inmorales y entregados a la difamación. Los instintos e inclinaciones antitéticos de ellos alcanzan ahora honores morales; el instinto de rebaño saca paso a paso su consecuencia. El grado mayor o menor de peligro que para la comunidad, que para la igualdad hay en una opinión, en un estado de ánimo y en un afecto, en una voluntad, en un don, eso es lo que ahora constituye la perspectiva moral: también aquí el miedo vuelve a ser el padre de la moral.
Cuando los instintos más elevados y más fuertes, irrumpiendo apasionadamente, arrastran al individuo más allá y por encima del término medio y de la hondonada de la conciencia gregaria, entonces, el sentimiento de la propia dignidad de la comunidad se derrumba, y su fe en sí misma, su espina dorsal, por así decirlo, se hace pedazos: en consecuencia, a lo que más se estigmatizará y se calumniará será cabalmente a tales instintos.
La espiritualidad elevada e independiente, la voluntad de estar solo, la gran razón son ya sentidas como peligro; todo lo que eleva al individuo por encima del rebaño e infunde temor al prójimo es calificado, a partir de este momento, como malvado; los sentimientos equitativos, modestos, sumisos, igualitaristas, la mediocridad de los apetitos alcanzan ahora nombres y honores morales.
Finalmente, en situaciones de mucha paz faltan cada vez más la ocasión y la necesidad de educar nuestro propio sentimiento para el rigor y la dureza; y ahora todo rigor, incluso en la justicia, comienza a molestar a la consciencia; una aristocracia y una autorresponsabilidad elevadas y duras son cosas que casi ofenden y que despiertan desconfianza, el “cordero” y, más todavía, la “oveja” ganan en consideración. Hay un punto en la historia de la sociedad en el que el reblandecimiento y el languidecimiento enfermizos son tales que ellos mismos comienzan a tomar partido a favor de quien los perjudica, a favor del criminal, y lo hacen, desde luego, de manera seria y honesta. Castigar: eso les parece inicuo en cierto sentido, -la verdad es que la idea del “castigo” y del “deber castigar” les causa daño, les produce miedo. “¿No basta con volver no-peligroso al criminal? ¿Para qué castigarlo además? ¡El castigar es cosa terrible!” -la moral del rebaño, la moral del temor, saca su última consecuencia con esa interrogación. Suponiendo que fuera posible llegar a eliminar el peligro, el motivo de temor, entonces se habría eliminado también esa moral: ¡ya no sería necesaria, ya no se consideraría a sí misma necesaria!
Quien examine la conciencia del europeo actual habrá de extraer siempre, de mil pliegues y escondites morales, idéntico imperativo, el imperativo del temor gregario: “¡queremos que alguna vez no haya ya nada que temer!” Alguna vez -la voluntad y el camino que conducen hacia allá llámase hoy, en todas partes de Europa, “progreso”.
La falsedad de un juicio no es para nosotros ya una objeción contra el mismo; acaso sea en esto en lo que más extraño suene nuestro nuevo lenguaje. La cuestión está en saber hasta qué punto ese juicio, favorece la vida, conserva la vida, conserva la especie, quizá incluso selecciona la especie; y nosotros estamos inclinados por principio a afirmar que los juicios más falsos (de ellos forman parte los juicios sintéticos a priori) son los más imprescindibles para nosotros, que el hombre no podría vivir si no admitiese las ficciones lógicas, si no midiese la realidad con la medida del mundo puramente inventado de lo incondicionado, idéntico-a-sí-mismo, si no falsease permanentemente le mundo mediante el número, – que renunciar a los juicios falsos sería renunciar a la vida, negar la vida. Admitir que la no-verdad es condición para la vida: esto significa, desde luego, enfrentarse de modo peligroso a los sentimiento de valor habituales; y una filosofía que osa hacer esto se coloca, ya sólo con ello, más allá del bien y del mal.
En un hombre destinado y hecho para mandar, por ejemplo, el negarse a sí mismo y el posponerse modestamente no sería una virtud, sino la disipación de una virtud: así me parece a mi. Toda moral no egoísta que se considere a sí mima incondicional y que se dirija a todo el mundo no peca solamente contra el gusto: es una incitación a cometer pecados de omisión, es una seducción más. bajo la máscara de la filantropía -y cabalmente una seducción y un daño de los hombres superiores más raros, más privilegiados. A las morales hay que forzarlas a que se inclinen sobre todo ante la jerarquía, hay que meterles en la conciencia su presunción, -hasta que todas acaben viendo con claridad que es inmoral decir: “Lo que es justo para uno es justo para otro”- Así dice mi pedante y buenhombre moralista: ¿merecería sin duda que nos riésemos de él cuando así predicaba la moralidad de las morales? Mas si queremos tener de nuestro lado a los que ríen no debemos tener demasiada razón; una pizca de falta de razón forma parte incluso del buen gusto.
Ninguno de esos animales de rebaño, torpes, inquietos en su consciencia (que pretenden defender la causa del egoísmo como causa del bienestar general-), quiere saber ni oler nada de que “el bienestar general” no es un ideal, ni una meta, ni un concepto aprehensible de algún modo, sino únicamente un vomitivo, -de que lo que es justo para un no puede ser de ningún modo justo para otro, de que exigir una misma moral para todos equivale a lesionar cabalmente a los hombres superiores, en suma, de que existe un orden jerárquico entre un hombre y otro hombre y, en consecuencia, también entre una moral y otra moral.