La jungla, el desierto, el mar y el hielo guardan celosamente el misterio de decenas de aventureros desaparecidos
El gran paradigma de explorador perdido e infructuosamente buscado hasta el momento es el coronel británico Percy Harrison Fawcett, desaparecido en 1925 en el Matto Grosso brasileño con su hijo y un amigo en una de sus expediciones en busca de la legendaria ciudad escondida de Z en la Amazonia. Convertido él mismo en un mito, Fawcett ha sido tratado de hallar sin resultado por numerosas expediciones cuyos miembros lo han pasado tan fatal como el mismo explorador perdido: más de 100 personas han muerto durante la búsqueda. Seguramente el coronel fue asesinado por los indios o murió de enfermedad en el infierno verde de la jungla infestada de anacondas, pero los más soñadores le imaginan un destino como rey de una ignota civilización, émulo afortunado de su kiplingnesco compatriota Daniel Dravot en el Kafiristain.
Tampoco se ha encontrado aún ni rastro de Friedrich Wilhelm Ludwig Leichhardt, explorador alemán y desertor del ejército prusiano desaparecido en 1848 mientras trataba de cruzar Australia con seis acompañantes y 80 animales de carga. Es difícil decir dónde se habrán metido.
El coronel Fawcett se internó en 1925 en la Amazonia y aún no ha salido
Es un misterio también la suerte de otro explorador desaparecido mucho antes, John Cabot o Giovanni Caboto, el gran navegante italiano al servicio de Inglaterra que zarpó de Bristol en 1498 con cinco barcos en busca de Cipango —la misma idea de Colón, pero por el norte— y del que no ha vuelto a saberse nada más.
Tampoco se conoce bien qué fue del gran Henry Hudson, aunque podemos temer lo peor dado que la última vez que se le vio, el 23 de junio de 1611, fue al abandonarlo arteramente en una chalupa en las inmensidades heladas de la bahía que lleva su nombre la tripulación del Discovery, amotinada al grito de “¡mejor ahorcados en casa que muertos de hambre lejos!”.
A nuestro Hernando de Soto quizá se lo encuentre algún día drenando el Misisipi: allí, en el río que él mismo descubrió, cerca de Natchez, arrojaron en secreto en 1542 su cadáver sus hombres para impedir que los indios, que creían que el explorador era un dios, salieran de su gran error. La desaparición fluvial la comparte De Soto con Mungo Park, que yace en algún lugar del río Níger, al que se lanzó para escapar de los hostiles hausas. Para un repaso pormenorizado a buen número de exploradores perdidos véase Lost explorers, de Ed Wright (Pier, 2008). Otro puñado en Vanishes! Explorers forever lost, de Evan L. Balkan (Menasa Ridge Press, 2007)
A l conquistador Francisco de Orellana lo enterraron en 1546 al pie de un árbol en la Amazonia. Indiana Jones lo encuentra momificado con armadura y todo en su última película, pero dado que lo hace en Nazca, a más de 2.000 kilómetros de la zona donde murió, podemos seguir buscándolo.
Entre los navegantes perdidos de la edad de oro de la exploración náutica figuran Giovanni da Verrazzano, prosaicamente desaparecido en las barrigas de los indios caribes, y los portugueses Gaspar Corte Real, desaparecido tras alcanzar la península de Labrador, y su hermano Miguel, que fue a buscarlo y también se perdió.
Es un clásico tratar de encontrar a un explorador desaparecido —en plan Los hijos del capitán Grant— y desaparecer también. Ocurrió con varias de las ¡más de 50 expediciones! enviadas en pos de sir John Franklin, cuya misteriosa desaparición al frente de sus barcos de exploración en busca del paso del noroeste Erebus y Terror en 1846 conmovió y obsesionó a los británicos durante más de una década —“In Baffin’s Bay where the whale-fish blow / The fate of Franklin no man can know”—. Finalmente, en 1859, se dio con las tumbas, esqueletos y mensajes de algunos de los exploradores. Hubiera sido mejor no encontrarlos porque era evidente que, por mucho eufemismo que se le echara, habían practicado el canibalismo.
El propio Franklin aún no ha aparecido. Uno de los barcos enviados en busca de su expedición, el HMS Investigator (!), también perdido, ha sido hallado 150 años después, en 2010, por arqueólogos canadienses que buscaban (y siguen haciéndolo) el Erebus y el Terror. En 1985 el análisis de algunos de los restos de los marinos de Franklin —varios de ellos preservados abracadabrantemente en el permafrost— reveló envenenamiento por el metal de las latas de comida.
Entre los muchos desaparecidos en las dunas (como el ejército entero del rey persa Cambises, camino de Siwa: algún día aparecerá) figura el explorador irlandés Daniel Houghton, cuyo último despacho antes de adentrarse en el Sáhara data de 1793; aún no ha salido, pongámonos pues en lo peor. El navegante moderno perdido más famoso quizá sea Joshua Slocum desaparecido con su Spray en 1909. En 1939 se perdió en el mar el aventurero Richard Halliburton —autor de la primera foto aérea del Everest y que una vez llevó a volar con él al jefe de los cazadores de cabezas dayak—. Halliburton, al que se le acredita un romance con Ramón Novarro, trataba de atravesar el Pacífico de Hong Kong a San Francisco en un junco chino, el Sea Dragon.
Famosos aventureros perdidos son también el inspirador Everett Ruess, desaparecido en 1934 con 20 años en el desierto de Utah (unos huesos hallados en 2009 se le han atribuido pero con dudas: habría sido asesinado por indios ute para quitarle sus dos burros). Qué decir de Michael Rockefeler, retoño de la familia desaparecido en una expedición a Nueva Guinea en 1961 mientras trataba de alcanzar la orilla desde una canoa…De la expedición de Franklin falta encontrar a muchos y los dos barcos
La exploración polar nos ha dejado un sinnúmero de exploradores perdidos y presumiblemente congelados. Tengo una querencia por Belgrave Edward Sutton Ninnis, teniente de los Fusileros Reales y miembro de la expedición de Mawson, que en 1912 se cayó en una grieta en la Antártida y no volvió. Como también la tengo por otro que sigue en aquel reino helado, Titus Oates, el corajudo miembro de la derrotada partida de ataque de Scott al Polo Sur y que dejó la tienda en plena ventisca, rumbo a una muerte cierta, para dar una oportunidad a sus camaradas. A Oates nunca se le ha hallado. Cherry-Garrad dio con sus calcetines: no habría ido muy lejos sin ellos en la Antártida. Quién sabe, quizá se lo encuentre ahora Ranulph Fiennes en su travesía del continente blanco.
Cosas más raras han pasado: miren el caso de George Mallory, perdido en el Everest en 1924 y encontrado en 1999 como si por él no hubieran pasado los años, por así decirlo —excepto si le mirabas la cara—. Por cierto, añadan en la lista de los más importantes personajes a encontrar a su acompañante de cordada, el bello y resuelto joven Andrew Irvine, que quizá lleve aún consigo la prueba fotográfica de que hubieran hecho cima (es una remota posibilidad) antes de caer.
Regresemos a los exploradores polares para recordar que a Amundsen, el rival y vencedor de Scott, no se le ha encontrado nunca: desapareció sobrevolando el mar de Barents en 1928 mientras participaba, precisamente, en la búsqueda de otro explorador, Nobile (que fue hallado vivo). En 2004 y 2009 la marina noruega trató sin éxito de localizar con un submarino no tripulado los restos del hidroavión Lathman en que volaba Amundsen.
La noticia de que este verano, en el 75º aniversario de su desaparición, se ha reemprendido la búsqueda de la pionera de la aviación Amelia Earhard, perdida a los mandos de un aeroplano Lockheed 10 E en 1937 en algún lugar del ancho Pacífico entre Nueva Guinea y la isla de Howland, es un estímulo para la imaginación. ¿Qué fue de la bella Amelia y de su copiloto Fred Noonan? Probablemente marraron el rumbo y el avión, sin combustible, se precipitó en el océano: allí estarán, bajo el agua, los rubios cabellos de la aviatrix devenidos remedo de algas. Una hipótesis menos probable es que cayeran en manos de los japoneses que los habrían tratado como espías y ejecutado.
Muy lejos de allí, en el Mediterráneo, desapareció el 31 de julio de 1944 otro de los grandes mitos de la aviación,Antoine de Saint-Exúpery. El aventurero escritor y piloto ya había bordeado la desaparición años antes como aviador de la línea Aéropostale y especialmente luego cuando se perdió en 1935 al estrellarse su aeroplano en el Sáhara egipcio cerca de Wadi Natrun y pasar cuatro días a la deriva en el desierto pertrechado con dos naranjas, hasta dar con un beduino.
La desaparición de 1944 fue definitiva: Saint-Ex volaba en su caza P-38 adaptado para reconocimiento (y desarmado) y no regresó jamás de su misión a la base de Córcega de la que había despegado. Desde entonces se han ido recuperando del mar pruebas más o menos concluyentes de su muerte —aún hay controversia—: un brazalete con su nombre, restos del avión, incluso se le atribuye un cuerpo hallado por un pescador poco después de su desaparición. Dos pilotos de la Luftwaffe han reivindicado hasta ahora el derribo con un entusiasmo más propio de haber cazado a George Preddy, el as de los Mustangs (los aeroplanos, no el grupo musical), que al autor de El principito.
En el apartado de los aviadores perdidos tenemos también a Charles Nungesser, exhúsar, as de caza francés (43 victorias), y aventurero, cuya desaparición en 1927, al tratar de volar en el biplano L’oiseau blanc el primero de París a Nueva York sin escalas, es uno de los grandes misterios de la historia de la aviación.
Si de aviadores hablamos no podemos olvidar a los españoles Mariano Barberá y Juaquín Collar, los pilotos del famosoCuatro Vientos. El aeroplano, un Breguet XIX Gran Raid fabricado para la ocasión, había volado con gran éxito de Sevilla a Cuba, saliendo el 10 de junio de 1933 y llegando al día siguiente. Pero se perdió al continuar el 20 de junio hacia México. Las numerosas operaciones de búsqueda desde entonces (la última en 2003, por el buque oceanográfico Onjuku de la Armada mexicana, véase El vuelo del Cuatro Vientos, de Domínguez y Fernández-Coppel, Oberón, 2003), resultaron infructuosas. Según una teoría, los aviadores habrían realizado un aterrizaje forzoso en la sierra mazateca de Oaxaca y habrían sido asesinados por lugareños para robarles.
El pionero aviador australiano Charles Kingsford Smith, al que una vez salvaron de ahogarse en Sidney (hay gente que no escarmienta), por no hablar de que le amputaron parte del pie izquierdo al ser derribado durante la I Guerra Mundial, desapareció en 1935 en un vuelo de récord mientras volaba entre Allahabad (India) y Singapur. De su avión, el Lockeed Altair Lady Southern Cross, se encontraron casi dos años después trozos en la costa birmana y en 2009 un equipo de filmación aseguró haber hallado el resto del aparato. Kingsford-Smith había sido objeto de polémica cuando en 1929 realizó un aterrizaje de emergencia en Australia y se le dio por perdido. Dos aviadores murieron al estrellarse su propio avión durante la búsqueda y sentó muy mal que el piloto desaparecido y su tripulación se hubieran emborrachado durante la espera.
¿Tiene sentido buscar a toda esa legión de desaparecidos? (¡y no nos dejemos a la legendaria legión perdida, la IX Hispania!). Aparte de los enigmas históricos que plantean muchas de esas desapariciones y que podrían quedar resueltos, no olvidemos que al igual que perderse es algo indisociable de nuestra naturaleza (a pesar del GPS), la curiosidad y el afán de esclarecer misterios se cuentan entre nuestros impulsos más fuertes. Así que mientras haya un explorador perdido, qué caramba, lo seguiremos buscando.
Los Tesorosos Hallados….
Los tesoros ocultos o perdidos en naufragios, por enterramiento o emparedamiento a causa del temor a perderlos como consecuencia de una guerra o una época de incertidumbre, o cuya ocultación es parte esencial de la estrategia de su poseedor (tesoros de los piratas o botín de los ladrones; tesoros acumulados como rito funerario junto al cadáver) son la parte más espectacular de un yacimiento arqueológico, pero no necesariamente la más valiosa científicamente. Su expolio o extracción inadecuada, tanto ilegal como la efectuada por el propio arqueólogo cuando trabaja sin método, suele ser la causa más frecuente de destrucción de información en los yacimientos.
El Tesoro de Atreo, también llamado Tumba de Atreo y Tumba de Agamenón, es la tumba abovedada, o tholos, más monumental que se conoce en Grecia. Está en las afueras de Micenas, y en un principio se le atribuyó a Atreo, el padre del gran rey Agamenón, cabeza visible de la guerra de los aqueos contra Troya, puesto que suele datarse en el siglo XIII a. C.1
Esta tumba pertenece al arte creto–micénico. Sigue el modelo difundido por todo el Mediterráneo de tumba precedida por un corredor. En este caso, tiene dos cámaras, destacando la “falsa bóveda” de la más grande de ellas. Se obtiene mediante hiladas concéntricas de sillares que van reduciendo el espacio, por lo que sus presiones son verticales y no oblicuas, como en una verdadera bóveda.
El británico Lord Elgin se llevó una parte de la entrada sostenida por columnas a su país, donde quedó expuesta en elmuseo Británico.
El Tesoro de Príamo está constituido por numerosos objetos de metales preciosos que el arqueólogo Heinrich Schliemann afirmó haber encontrado el día 31 de mayo de 1873 a una profundidad de 8 metros y medio en el sitio de la antigua Troya.
El hallazgo se conoce científicamente como Tesoro A y Schliemann atribuyó las piezas halladas al rey Príamo de Troya. Hoy se piensa que esta atribución fue el resultado del entusiasmo de Schliemann por encontrar los sitios y objetos mencionados por Homero. En la época, el análisis estratigráfico de Troya aún no había cristalizado, y fue hecho posteriormente por el arqueólogo Carl William Blegen. La capa en la que el tesoro de Príamo fue supuestamente encontrado fue la de Troya II, mientras que Príamo, según la tradición, habría sido habitante de Troya VI o VIIa, que fueron ocupadas cientos de años después.
Con el ascenso de la moderna historia crítica, Troya y la Guerra de Troya fueron consignadas en las esferas de la leyenda. En los años 1870 (en dos campañas, 1871 – 73 y – 1878 79) Schliemann excavó una colina llamada Hissarliken el Imperio otomano, cerca del pueblo de Chanak (Çanakkale) en el noreste de Anatolia. Aquí descubrió las ruinas de una serie de ciudades antiguas, que databan desde la Edad del Bronce al periodo romano. Schliemann declaró que una de estas ciudades – en un principio Troya I, y después Troya II – era la Troya cantada por Homero, y esta identificación fue ampliamente aceptada en la época.
En lo concerniente a los hallazgos del 31 de mayo de 1873, Schliemann informó:
- “Al profundizar en la excavación de este muro, directamente por el lado del palacio del rey Príamo, encontré un gran objeto de cobre grande, con una forma extraordinaria, que atrajo mi atención, sobre todo porque vi oro detrás de él…Para retirar los tesoros de la codicia de mis trabajadores, y salvarlo para la arqueología… Declaré inmediatamente un«paidos» (descanso para almorzar)… Mientras los hombres estaban comiendo y descansando, extraje el tesoro con un gran cuchillo… No habría podido, sin embargo, retirar el tesoro sin la ayuda de mi querida esposa, quien envolvió en su chal los objetos que yo había separado y se los llevó de allí”.
Sin embargo, posteriormente se ha demostrado que Sophia Engastromenos, la esposa de Schliemann, estaba en Atenas en el momento del descubrimiento
La lista (no exhaustiva) del catálogo del tesoro es aproximadamente la que sigue:
- Un escudo de bronce.
- Un disco grande,1 provisto de un ónfalos y de un largo mango aplanado terminado en una serie de discos pequeños.
- Un caldero de cobre con asas.
- Un artefacto de cobre desconocido, quizás el cerrojo de un arcón.
- Una jarra grande de plata que contenía dos diademas de oro. (las “Joyas de Helena”),3 8.750 anillos de oro, botones y otros objetos pequeños (collares y pendientes), seis brazaletes de oro, dos copas de oro.
- Un vaso de cobre.
- Una botella de oro labrado.
- Dos copas, una de oro labrado, y la otra de oro fundido.
- Varias copas de terracota.
- Una copa de electrum (mezcla de oro y plata).
- Seis hojas de cuchillo de plata forjada (que Schliemann usó después como dinero).
- Tres vasos de plata con partes soldadas de cobre.
- Más copas y vasos de plata.
- Trece puntas de lanza, de cobre.
- Catorce hachas de cobre.
- Siete dagas de cobre.
- Otros artefactos de cobre con la llave de un arcón.
En un principio se creía que el enterramiento del tesoro debió de llevarse a cabo poco antes y durante la destrucción que puso fin a Troya II, alrededor de 2200–2100 a. C., según los datos cronológicos, si bien el citado disco áureo ha sugerido una fecha más baja para la conclusión de la cultura de Troya II.4 Recientemente se ha datado entre los años 2670 y 2570 a. C., mediante el uso del radiocarbono sobre la puerta de madera en cuyo interior fue hallado.
Tras el descubrimiento del tesoro, Schliemann lo hizo trasladar a Grecia sin informar sobre ello a las autoridades turcas. Pero, una vez en Atenas, Turquía reclamó el tesoro y el caso fue llevado a los tribunales griegos, que en 1874 emitieron el veredicto de que Schliemann debía pagar diez mil francos de oro al museo de Constantinopla, pero se le permitía conservar el tesoro. Schliemann pagó no solo los diez mil, sino cuarenta mil francos de oro más y cedió la posesión de algunas piezas halladas en Troya al museo de Constantinopla.
Tras ello, Schliemann prometió que legaría el tesoro a Grecia a cambio de poseer, mientras viviera, todos los hallazgos de todos los lugares donde consiguiera el permiso de realizar excavaciones, pero las autoridades griegas rechazaron la propuesta.
En 1879, convencido por Rudolf Virchow, Schliemann decidió donar el tesoro a Alemania, donde llegó al museo de Artes y Oficios de Berlín hasta que pasaron al nuevo museo de Etnología.
Pero, tras la toma de Berlín por el ejército soviético en la Segunda Guerra Mundial, el tesoro de Príamo desapareció. Algunos creyeron que el oro había sido fundido y que se había perdido para siempre pero permaneció en paradero desconocido hasta que en 1993 se confirmó que se hallaba en el Museo Pushkin de Moscú, a donde se había llevado en 1945 como botín de guerra.
A causa de algunas contradicciones en las indicaciones realizadas por Schliemann sobre las circunstancias del descubrimiento del tesoro, se ha puesto en duda a veces su autenticidad.
Sin embargo, el tesoro fue fotografiado sin limpiar poco después del descubrimiento, y el arqueólogo Manfred Korfmannrealizó un estudio acerca del lugar de las ruinas donde fue hallado. Actualmente la autenticidad del tesoro no ofrece dudas entre la mayoría de los eruditos.
Las Tablillas del Tesoro de Persépolis son un conjunto de documentos administrativos en idioma elamitapertenecientes al Imperio Persa Aqueménida y correspondientes al período 492-458 a. C., bajo los reinados de Darío I,Jerjes I y Artajerjes I. Fueron descubiertas por la expedición arqueológica del Oriental Institute de la Universidad de Chicago dirigida por Erich Schmidt (1936), en una de las habitaciones nororientales del Tesoro de Jerjes en el complejo arquitectónico de Persépolis. Suman un total de 753 tablillas, de las cuales 128 han sido publicadas y traducidas por George Cameron.
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