Primera parte de una breve serie que explora el significado del sacrificio como acto fundacional del mundo –vaíven cósmico– basada en la exploración que hace Roberto Calasso en “La Ruina de Kasch
Entre las historias de creación de distintas culturas existe una línea conectiva que une en el centro del mito el acto con el cual se da origen al mundo: el sacrificio. El acto sagrado por excelencia, al cual regresan todos los demás actos –generalmente sin saberlo– es la inmolación de la divinidad (o de alguna de sus partes) para dar a luz al mundo o convertirse en algún astro. En esta acción fundacional se determina la mecánica cósmica: substitución e intercambio. La divinidad substituye su cuerpo con el mundo; al darse a sí misma recoge los frutos del sacrificio con el cual opera la naturaleza. Esta marea sacificatoria estará embebida en todo los procesos del mundo.
En La Ruina de Kasch, Roberto Calasso, gran estudioso del rito y el mito, expone con la mayor lucidez el engranaje del sacrificio. En base a la erudición mística de Calasso es que exploramos aquí la naturaleza del sacrificio, o mejor dicho de la naturaleza como sacrificio.
Dice Calasso: “El sacrificio no sirve para expiar la culpa, sino que es la culpa, la única culpa”. Esta culpa es la herencia divina y el estigma del mundo:”tan lejana como para remontarse al origen. Donde encontramos el suicidio divino: la creación”. Es por esto que el sacrificio es esencialmente el acto que conecta con lo divino, con la articulación del mundo.
“La creación es el cuerpo de la primera víctima. En la creación la divinidad se amputa una parte de sí misma, abandonándola”. La realidad entonces es la substitución de la divinidad por el mundo: la fundación es fundición.
Calasso ofrece varios acercamientos a definir el sacrificio, una rama inagotable del árbol universal: “Acto sacrificatorio: cualquier acto donde el actor se contempla a sí mismo mientras actúa”. El que sacrifica se contempla a sí mismo sacrificando porque: ”El fundamento del sacrificio está en lo siguiente: cada uno de nosotros es dos, y no uno… cada uno de nosotros es los dos pájaros de los Upanishad, en la misma rama del árbol cósmico; uno come, el otro mira al que come. El engaño sacrificatorio, que sacrificante y víctima sean dos personas y no una, es la deslumbrante e insuperable revelación sobre nosotros mismos, sobre nuestro doble ojo”. Aquí uno de los secretos del sacrificio reconectar al oficiante con la unidad, en el espejo del otro. Puesto que, como dice Emerson en su poema Brahma: “If the red slayer think he slays,/ Or if the slain think he is slain,/ They know not well the subtle ways/I keep, and pass, and turn again”. El verdugo es la víctima, el acto del sacrificio los une con una cuerda que se remonta hacia el origen.
Algunas culturas, como la védica, la griega o la azteca, entre muchas otras, tuvieron conciencia de que el sacrificio, todo acto, es un doble proceder: “Quechcotona, en nahuatl, significa al mismo tiempo “cortar la cabeza a alguien” y “recoger una espiga con la mano”. La percepción del sacrificio en su origen es precisamente que cada recoger es también un asesinar, que cada arrancamiento, toda separación de algo de aquello que le está aconectado (y no es otra cosa, paso a paso, el Todo) es una matanza”.
En el fondo este intercambio fundamental del sacrificio, de dar y recoger, de matar y sembrar, inhalar y exhalar, es un acto que se repite pemanentemente, en cada instante se da la creación del universo –en su anverso también su destrucción: en cada instante también se despoja el reino del mundo… Surge la intuición de que el instante creativo que la ciencia ha llamado Big Bang es también el fin del universo y así sucesivamente.
Que la naturaleza esté acompañada de retornos, respiraciones del tiempo, demuestra que es un objeto sacrificatorio. El mundo es una parte de sí que la divinidad ha separado de sí, dejando que viviera según sus reglas, y no según el arbitrio divino. Pero la cuerda invisible entre la divinidad y la creación no está cortada del todo, la divinidad siempre puede recuperar su mndo e intervenir brutalmente en él; el orden puede anularse, los astros pueden no regresar. De ahí el sacrificio realizado por los hombres a lo largo de esa misma cuerda, que, por otra parte es la columna de humo de la pipa sagrada; sube la oferta humana, esa parte de vida que no se deja vivir si no es reabsorbida en el cielo del cual ha descendido. al ceder una parte del mundo a la divinidad, el sacrificante quiere que la divinidad le ceda el resto del mundo, sin volver a intervenir con su irrefrenable autoridad. El sacrificio tiende también a conquistar de la divinidad el permiso para utilizar el mundo.
Como sugiere Calasso, la religiosidad está fundamentada en el sacrificio, ya que su promesa de re-ligar al hombre con la divinidad –o de entregarle a los potentados las llaves del reino de este mundo– se basa en la correcta realización de ciertos actos. El sacrificio es esencialmente un servicio sagrado en tanto que recupera el servicio –la inmolación– de la divinidad al suicidarse (o asesinar a su padre) para que pudiera existir el mundo. Al servirnos, esta fuerza divina exige que le demos y recoge los frutos de nuestros actos.
Todo acto es un sacrificio –movidos por la corriente original, que, aunque desvaída, sigue corriendo entre todas las cosas–; pero existe una diferencia en el fluir: es la conciencia. “Vistas desde fuera las acciones del ser no iluminado, pero obediente del ritual, no se distinguen en nada de las del iluminado. Comen, combaten, sacrifican, se abrazan con los mismos gestos”. La diferencia estriba en la distancia entre las acciones: un camino de los actos y un camino de la conciencia de los actos.
De todos modos la acción se realiza en cada momento…Hasta en la total inmovilidad perdura la respiración; en el aliento se da el sacrificio; en el sacrificio se da el mundo. Además, la acción se realiza porque, si obedece al rta, al orden (como la acción sacrificatoria), ayuda a hacer girar la rueda de la articulación cósmica (“Así gira la rueda”). Quien actúa sin conciencia de la acción también hace girar la rueda, pero en una dirección que la reconduce a lo indiferenciado.
Un camino que conduce al olvido y otro camino al recuerdo, es decir al conocimiento. Un camino que se disuelve en la fatiga universal, languidamente en el mar plutoniano; otro camino que avanza hacia el ojo único de todas las estrellas.
La inconciencia del acto sacrifactorio predomina en nuestra época, pero que no notemos su permanencia intrínseca no significa que haya desaparecido. La historia podría dividirse en el tiempo en el que “los hombres mataron a otro seres dedicándolos a un ser invisible” y luego en el momento en el que “mataron sin dedicar al gesto a nadie”.
“El experimento [científico] es un sacrificio del cual se ha eliminado la culpa. La pirámide sacrificatoria, donde la sangre ha manchado las cálidas pierdas del altar se convierte en un vasto matader, se extiende horizontalmente en una esquina cualquiera de la ciudad… Este sacrificio moderno bajo el método científico distribuye la fuerza “con una capacidad de control cada vez más perfecta ¿Acaso no habían ya dicho los videntes védicos que “la exactitud, la realidad es el sacrificio”?
La realidad es el sacrificio. El mundo un inmenso matadero que eleva sus humos a una divinidad que se ha ocultado en todas las cosas para así poder pasar desaparecibida y recoger los frutos de la sangre.