Estimados lectores de maestroviejo:
Hoy se publica un nuevo capítulo del libro
“Guía espiritual para tiempos desesperados”
Recuerdo los enlaces de los capítulos publicados:
Es quizás una de las partes más difíciles del despertar, al menos para mí. Como BillQuick dice no se trata de luchar contra el apego sino de desanclarlo de nuestra esencia.
Todo aquello que nos rodea, que nos gusta y que nos define supone un peso que no nos deja avanzar. Supone un impedimento para tener nuevos aprendizajes y evolucionar como ser espiritual.
Solo con pensarlo muchas personas dicen no y renuncian a seguir. Se estancan dejándose inundar por el placer de los sentimientos del apego.
Es fácil, porque nos han educado para ello, rechazar lo malo, lo que va en contra de nuestras creencias, lo que atenta contra nosotros. Sin embargo desanclarnos, del apego es algo para lo que no estamos preparados. De hecho se diría que la sociedad y la cultura conspiran para que en nuestras mentes, la sola idea, se nos antoje mala o dañina.
La libertad del ser desaparece y queda atrapada en una celda muy atractiva pero prisión a fin de cuentas.
Nuestro círculo de confort nos impide llegar a la plenitud de nuestra consciencia y desarrollo.
La mariposa de nuestra existencia necesita volar para ser libre.
Capítulo 7
Apego
Cada ser viviente siente afinidad por aquellas cosas que le resultan familiares y agradables, que le dan una sensación de bienestar o seguridad. Esto es algo absolutamente comprensible y normal. La familia, el trabajo, la comida, la cultura, los amigos, están intrínsecamente ligados a nuestra propia identidad. Son factores que nos acompañan desde el momento del nacimiento hasta el día de la muerte, convirtiéndose, gradualmente, en parte integral de nosotros mismos. Prescindir de ellos resulta impensable, tan impensable como arrancarnos la propia piel.
El término “apego” designa aquello de lo que no queremos separarnos bajo ningún concepto, aquello a lo cual nos aferramos a toda costa, eso que estaríamos dispuestos a defender, en algunos casos, con la propia vida.
La mayoría de nosotros no hemos profundizado lo suficiente en este asunto. A menos que hayamos reflexionado mucho a raíz de una pérdida significativa, lo más probable es que no nos hayamos hecho conscientes de la existencia, alcance y profundidad de nuestros apegos.
Nos apegamos a cualquier cosa, sin siquiera darnos cuenta de ello: Un punto de vista (yo creo que; estoy seguro de que…cualquier cosa), una canción, un programa de televisión, una persona (no puedo vivir sin ti), un deseo (ojalá que…), una mascota y, aunque nos parezca absurdo, a un temor o una preocupación. Cuando no podemos dejar de pensar en algo, cuando nos acostumbramos a quejarnos mentalmente o, a preocuparnos por múltiples causas, nos quedamos “pegados” en un surco repetitivo que tiende a perpetuarse de una manera perversa. Puede que el motivo de la preocupación cambie, pero el hecho de preocuparse se convierte en un hábito del cual no podemos zafarnos, lo cual no es sino otra forma de decir que se ha convertido en parte de nosotros, o sea, un apego.
Y si no, basta con observar lo que sucede cuando un estímulo irrumpe en nuestro campo visual o auditivo: en seguida nuestros sentidos, conjuntamente con el pensamiento, se abalanzan sobre él como un pulpo hambriento sobre su presa.
Si vemos una muchacha bonita en la calle u, oímos una conversación, nuestros tentáculos mentales se adhieren a ellos con una tenacidad inusitada. Hasta el punto de que, si algo interrumpe la percepción del estímulo, nos sentimos molestos, como el pulpo cuando se le escapa la víctima y pensamos ¡Qué fastidio! ¿Por qué tiene que atravesarse justo ahora? ¿No podía esperar un minuto?
Cuando estamos escuchando música o, realizando cualquier actividad y, somos interrumpidos, nos molesta tener que dejar de lado lo que estábamos haciendo para prestar atención a la nueva situación.
Y, si respondemos con impaciencia e irritación ante estímulos casuales y sin importancia, ¿Cómo no lo haremos cuando nos deje la novia o nos roben el carro?
No hace falta entrar en detalles. El caso es que estas reacciones de frustración y rabia ante la pérdida, ocurren porque estamos a-pegados (adheridos a… x). Y, así como estamos a-pegados al carro, es inevitable que nos a-peguemos a nuestra reputación, a nuestros hijos, nuestros placeres, opiniones, vicios, prejuicios, etc. y, estemos dispuestos a defenderlos a capa y espada. El apego a nuestra forma de ver las cosas hace que consideremos como “equivocado” a todo el que las vea de distinta manera. Es una identificación enfermiza con todo lo que consideramos “nuestro”.
Aquí, sin embargo, no estamos tratando de establecer juicios de valor. No estamos discriminando entre apegos ´buenos´ y ´malos´. Nos podemos apegar, tanto al éxito, al dinero, la fama, el poder; como a la música, el deporte, la preocupación, el miedo, las drogas y, muchas cosas más.
Estar apegado significa también el miedo inconsciente a perder lo que tenemos o, tener que renunciar a lo que quisiéramos tener. El apego a las cosas, a los sueños y, a la misma vida, nos hace permanecer a la defensiva, porque siempre cabe la posibilidad de que uno u otro nos sea arrebatado por una circunstancia imprevista. Y el que está a la defensiva no puede ser libre. Sus apegos se lo impiden. Está atado a ellos.
No queremos decir con esto que el afecto por la familia o, por una circunstancia o actividad particular, no resulte legítimo. Cada cual debe observar, lo más objetivamente posible, todos sus apegos y, determinar hasta qué punto le privan del tiempo y la energía que podría estar dedicando a su trabajo espiritual.
Por ejemplo: Si decimos que estamos interesados en la práctica espiritual, pero no disponemos del tiempo para ello, lo más probable es que nos estemos engañando a nosotros mismos. ¿Podemos asegurar, con la mano en el corazón, que no estamos dándole prioridad a la televisión, al pensamiento automático, a la divagación, a las actividades sociales , a escuchar la radio, leer el periódico, por encima de nuestro interés espiritual? ¿Que no disponemos en nuestra vida del menor resquicio para dedicárselo a lo más importante de todo?
Cuando realmente nos interesa hacer algo, buscamos la manera de hacerlo, así tengamos todo en contra. Eso implica fijar prioridades, lo que a su vez significa que debemos renunciar a ciertas cosas que consideramos menos importantes, aunque no nos guste. Precisamente eso es lo que nos cuesta. ¿Por qué? Pues simplemente porque nos hemos vuelto adictos a ciertos estímulos y patrones de pensamiento y no queremos dejar de repetirlos. Es más fácil fluir con la corriente que nadar en contra de ella.
Una forma de cazar monos es poniendo algo de comida en una botella amarrada a una estaca. El mono mete la mano dentro de la botella, coge la comida y, cierra el puño. Al cerrar el puño, no puede sacar el brazo de la botella y, como no quiere soltar la comida, llega el cazador y lo atrapa.
Así nos pasa a nosotros. Queremos el mundo espiritual, pero sin soltar el material. Somos tan adictos a nuestras comodidades, opiniones, expectativas, deseos, temores etc., que no queremos renunciar a ellos por nada del mundo. Somos capaces de los malabarismos intelectuales más retorcidos con tal de justificar o legitimar nuestros apegos. Pero es inútil. El mundo espiritual no se alcanza sin poner en ello toda el alma, mente y corazón. Sólo un anhelo semejante es capaz de romper los formidables apegos que nos encadenan al mundo material.
Pero se equivoca el lector/a si asume que estamos hablando de una guerra sin cuartel para destruir el apego a cualquier precio. No se trata de violencia. Se trata de Amor y Comprensión. Si veo claramente que el apego me aleja de aquello que más quiero, dejo de interesarme en él de forma natural, no forzada. Puede que, aún así, me cueste desapegarme de mis patrones habituales de conducta y pensamiento; sin embargo, estaré dispuesto a ese sacrificio con tal de acercarme a mi objetivo prioritario. Es como caminar diez kilómetros para ir a ver a la novia. Es un sacrificio, pero vale la pena.
La buena noticia es que todos los apegos, absolutamente todos, tienen una raíz común: la sensación de ser o, conciencia de estar vivo. Solo un ser consciente puede sentir su separación de las cosas que lo rodean, y percibir su propia vulnerabilidad, vacuidad y, falta de plenitud. Cuando la persona se da cuenta de su propio vacío, trata de anexarse otros objetos (esposa, casa, títulos, pólizas de seguro, etc.), con la vana esperanza de arropar su desnudez emocional y obtener cierto sentido de seguridad o protección duradera. Y así nos vamos apegando a más y más cosas. En lugar de libertad obtenemos dependencia.
El apego a la vida o, instinto de supervivencia, es el padre de todos los apegos y, quizá, el más difícil de identificar como tal. Es la base sobre la cual aparecen todos los demás: identidad personal, nombre, profesión, nacionalidad, religión, status, etc.; aunque no estemos acostumbrados a considerarlos como tales. ¿Quién no está apegado a su nombre, su identidad profesional, su cuerpo, etc.?
Por eso, la adicción más difícil de romper es la identificación con una forma y un nombre. Una vez roto ese apego, todos los demás se desvanecen. Somos Espíritu. La persona que creemos ser es sólo una asociación pasajera con la materia, un hábito, una costumbre, una mentira repetida mil veces, que hemos tomado por la realidad.