En estos tiempos de penurias económicas la optimización de los recursos es crítica. Lo es para toda inversión pública o privada y lo es, de manera especial, para nuestro sistema científico. La ciencia en España es todavía débil y los recortes que estamos sufriendo pueden suponer un daño irreversible. Ante esta situación se oyen cada vez más voces reclamando que los recursos se concentren en pocos investigadores o en centros seleccionados con criterios de excelencia. Es mejor, sostienen, permitir que los mejores sigan trabajando que diluir los escasos recursos repartiéndolos entre muchos. Incluso hay quien dice que esta situación nos ayudará a deshacernos de investigadores y centros que no rinden lo suficiente, como si el sistema científico español necesitase ahora una cura de adelgazamiento. Sin embargo, ni la excelencia puede existir sola, ni esta excelencia es todo lo que necesitamos.
La excelencia científica no nace de la nada sino que es el resultado de un trabajo continuado en un entorno científico rico y diverso. La visión de un científico (o un grupo o un centro de investigación) trabajando sólo y triunfando a base de esfuerzo personal y genio, es sólo una más de las reencarnaciones de los mitos ultraliberales que ya no se encuentran ni en las peores películas americanas. Se necesita tener mucha ciencia de calidad para que pueda existir la excelencia científica, de la misma forma que se necesita tener un tejido productivo sano y unas políticas adecuadas para que puedan nacer nuevas empresas.
Debemos pues reclamar una financiación suficiente como única posibilidad de mantener un sistema científico que había alcanzado un cierto grado de desarrollo compatible con una ciencia de calidad. Si no logramos unos niveles mínimos de financiación, no tendremos ciencia en España, y por supuesto no tendremos ciencia de excelencia. Pero además de reclamar más recursos, deberíamos esforzarnos en utilizar los que tenemos de la mejor forma posible. Y ahí es donde se ha vuelto difícil discrepar de este nuevo paradigma en el que se ha convertido la excelencia y que se repite como un mantra desde hace ya bastantes meses. Sin embargo, quizás habría que atreverse a pensar seriamente qué entendemos por excelencia y qué pretendemos financiar y qué, por el contrario, dejar morir.
Normalmente entendemos por ciencia de excelencia aquella que se publica en las revistas científicas de más impacto, es decir cuyos artículos se citan más. Dado que los índices de impacto de las revistas son conocidos, ésta definición de excelencia, aunque simplista, tiene la enorme ventaja de permitir evaluaciones fáciles basadas en criterios numéricos. Sin embargo, además de la calidad del trabajo presentado existen muchos otros factores que determinan que un artículo sea aceptado en una de esas revistas. Como en cualquier otro mercado, la publicación científica no está libre de los dictados de la moda ni de la influencia del marketing. Pero no es mi intención aquí analizar la idoneidad de índices como el índice de impacto para evaluar la excelencia, sino cuestionar que solo sea esa excelencia la que haya que rescatar de la quema.
La ciencia cumple muchas funciones en las sociedades modernas, y todas ellas son importantes. La ciencia es la base de toda innovación y de los desarrollos tecnológicos que han transformado nuestras sociedades. Todos somos conscientes del valor de la ciencia para el progreso de la medicina, las tecnologías de la comunicación y la información que tanto han modificado nuestra sociedad en los últimos años. Y es la ciencia la que debería permitirnos hacer compatibles el progreso económico y la preservación del planeta. La función de la ciencia como motor de la innovación tecnológica es pues de enorme importancia.
Pero la ciencia es también, y ante todo, una manera de avanzar en nuestro conocimiento del mundo, desmitificando a su paso viejas creencias, desacralizando fenómenos y generando nuevos conceptos que nos ayudan a comprender el mundo y adaptarnos a él. La democracia y las sociedades modernas y abiertas no pueden entenderse sin una ciencia fuerte y dinámica. Y necesitaremos del pensamiento y la práctica científica si queremos mantener estos logros que ahora nos parecen tan sólidos pero que empiezan ya a tambalearse.
Los científicos son necesarios para investigar y para ayudar a convertir el conocimiento científico en tecnología. Pero son además esenciales para transmitir ese conocimiento a la sociedad permitiéndole entender los cambios que se producen en el mundo y que abren nuevos dilemas frente a los que las sociedades modernas tienen que tomar posiciones. Un país en el que los profesores universitarios se alejen de la ciencia porque no consigan fondos para investigar, un país sin científicos que puedan asesorar a la sociedad sobre cuestiones complejas como el cambio climático, los transgénicos, las distintas formas de obtener energía o las células madre, por citar algunos ejemplos, es un país en decadencia. Porque sin ciencia en la Universidad, sin profesores de secundaria con una buena cultura científica, sin divulgación científica en los periódicos, con una clase política sin asesores científicos serios, un país, en definitiva en el que los ciudadanos pierdan el referente de pensamiento lógico y democrático que es la ciencia y cubran ese vacío con magia y charlatanería no puede ser un país moderno, ni pretender ser democrático o justo. Necesitamos cultura científica para que no se haga buena la previsión de El Roto en una de sus últimas viñetas y dejemos de leer libros y leamos, en su lugar, los posos del café.
Por ello es esencial tener científicos investigando, haciendo la ciencia más excelente posible y publicándola en las mejores revistas, pero también, o si me apuran más todavía, tener científicos que hagan una ciencia de calidad y transmitan esa ciencia en la universidad y en los periódicos, que escriban libros de divulgación y colaboren con los medios, que pierdan parte de su tiempo en asesorar a gobiernos, parlamentos, o asociaciones ciudadanas, que expliquen, en definitiva, la ciencia a la sociedad y a las nuevas generaciones de ciudadanos. Y no parece ser esto a lo que llamamos ciencia de excelencia en estos tiempos de crisis.
— Josep Casacuberta, Centro de Investigación en Agrigenómica (CSIC-IRTA-UAB-UB)
http://esmateria.com/2013/01/30/no-hay-que-salvar-solo-a-la-elite-de-la-quema-de-la-ciencia/