La publicación de El Origen de las Especies en 1859 nos arrebató nuestra posición privilegiada en la naturaleza y nos bajó del pedestal celestial al demostrar que tenemos el mismo antepasado que el mono, el perro o la rata. Que el ser humano esté sometido a las mismas fuerzas que el resto de los seres vivos del planeta -en particular a la selección natural- es un sapo que a muchos les es difícil tragar. Para ellos somos más que simple materia; hay en nuestro interior algo que nos hace diferentes de los animales, divinos incluso. Uno de los científicos que se negó a aceptar que las fuerzas de la evolución actuaran sobre el ser humano fue, sorprendentemente, uno de sus descubridores, Alfred Russel Wallace. Según el historiador de la ciencia (y cantante, que protagoniza el musical Charles Darwin: Live & in Concert) Richard Milner “con los insectos o las aves era más riguroso que Darwin al aplicar el principio de la selección natural, pero cuestionaba su eficacia en los humanos”. Para Wallace el ser humano tiene “algo que no proviene de sus progenitores animales, posee una esencia o naturaleza espiritual que sólo halla una explicación en el invisible universo del espíritu”.
En la actualidad, y salvo algunos que viven inmersos en el submundo del fundamentalismo religioso, ningún científico está de acuerdo con Wallace. Al menos en lo que a la evolución biológica se refiere. ¿Pero y nuestro comportamiento? ¿Están nuestros actos guiados por mecanismos similares a los de la evolución biológica? El propio Darwin apuntó el camino en su revolucionario libro. Lo llamó selección sexual, la cual “depende, no de la lucha por la existencia, sino de una lucha entre los machos por la posesión de las hembras; el resultado no es la muerte del perdedor, sino que éste deja muy poca o ninguna descendencia”. De aquí a entender nuestra forma de ser y actuar está basada en las relaciones con el otro sexo solo hay un paso.
El psicólogo Geoffrey Miller de la Universidad de Nuevo México ha recorrido ese camino y en su libro The mating mind propone la hipótesis de que muchos de los comportamientos humanos no reportan ningún beneficio en la lucha por la supervivencia. El humor, la música, la literatura, el arte… son, en realidad, adaptaciones favorecidas por la selección sexual. Dicho de otro modo, existen porque queremos llamar la atención y obtener los favores del sexo opuesto: son nuestra particular cola del pavo real.
Y no sólo eso. En una nueva vuelta de tuerca Miller propone que incluso el acto de ir de compras tiene una componente evolutiva: en una serie de experimentos encontró que la gente era más proclive a invertir dinero y esfuerzo en productos como gafas de sol de diseño o relojes caros, y en actividades como irse de vacaciones a Europa, si antes se les había incentivado mostrándoles fotografías del sexo opuesto o narrándoles historias sobre citas amorosas. Por el contrario, las mujeres se volcaban en el voluntariado y otras actividades caritativas “que proporcionan a los hombres una señal de alta conciencia moral, como si demostraras tu preocupación por los agricultores del tercer mundo gastándote un poco más de dinero en café de comercio justo en el Starbucks”, añade socarronamente.
Según Miller, la lección a aprender de este enfoque evolutivo es que no sirve para nada que te hayas gastado el dinero en ese reloj o en ese bolso. “El espejismo fundamental del consumista es creer que sus compras influyen en cómo le tratamos”. El edificio de las marcas descansa en la fantasía de que a todos los demás les importa lo que compramos: no es casualidad que los adolescentes narcisistas sean los más obsesionados por las marcas.
El discurso de Miller se enmarca en lo que se conoce comopsicología evolucionista. En palabras de dos de sus máximos representantes, Leda Cosmides y John Tooby, directores delCentro de Psicología Evolucionista de la Universidad de California en Santa Bárbara, su objetivo es “descubrir y entender el diseño de la mente humana… es una aproximación a la psicología en el cual los principios de la biología evolutiva se utilizan para investigar la estructura de la mente humana”. Dicho de otro modo, es una forma de atacar el problema del comportamiento humano.
Para los psicólogos evolucionistas “todo lo que evoluciona requiere dos explicaciones: una basada en la supervivencia y la reproducción (la causa última) y otra basada en los mecanismos que causan que ese rasgo se exprese (la causa próxima)”, afirma David Sloan Wilson de la Universidad de Nueva York en Binghamton. Esta postura exige cierta explicación pues a veces es malentendida. Es obvio que ningún organismo se comporta de modo que quiera maximizar sus posibilidades de supervivencia; lo que le motiva es la búsqueda de comida, evitar el peligro o el cuidado de su prole. “Y son estos mecanismos próximos que le funcionan tan bien en un determinado ambiente los que pueden hacerlo espectacularmente mal en otro diferente”, añade Wilson. De este modo, y esta es una idea central de la psicología evolucionista, “no debemos esperar que nuestros comportamientos adaptativos funcionen bien en ambientes modernos”.
Para desarrollar sus ideas los psicólogos evolucionistas parten de un modelo de funcionamiento de la mente de tipo modular. Como explica Steven Pinker, “la mente está organizada en módulos u órganos mentales, cada uno con un diseño especializado que lo convierte en experto en una determinada área de interacción con el mundo”. Luego nuestra mente es un conjunto de miles de “miniordenadores” genéticamente preprogramados para resolver un aspecto particular relacionado con la supervivencia o la reproducción. Estos módulos o “circuitos cerebrales” aparecieron en nuestra mente en un determinado momento de la evolución y allí se quedaron: son como los “genes del comportamiento”. Desde entonces han sido modelados por la selección natural, y al ser hereditarios componen lo que podríamos definir como la naturaleza humana universal. Ahora bien, estos módulos evolucionaron entre hace 1,8 millones de años y 10.000 años, durante el Pleistoceno, y es justo entonces donde nos hemos quedado anclados. Quienes mejor lo han expresado han sido Cosmides y Tooby: somos una mente de la Edad de Piedra encerrada en un cráneo moderno.
(Publicado en Muy Interesante)