¿Qué propósitos secretos tienen las narrativas del miedo a las máquinas? ¿De verdad es de temer que una máquina sustituya en un trabajo al ser humano? ¿Se esconde en el fondo el temor a la libertad absoluta y por esto mismo desconocida?
La irrupción de las máquinas en la historia de la humanidad fue uno de los cambios más decisivos en la manera en que, hasta ese momento, nos considerábamos como individuos y como especie, el presente y el futuro que nos imaginábamos, la relación sostenida con nuestro entorno y otros aspectos que en varios sentidos se vieron cuestionados por la posibilidad de que un objeto inanimado pero móvil y útil sustituyera en sus labores a una persona. En una sociedad capitalista en que se define al individuo por el trabajo que realiza y el individuo admite sumiso esta definición, perder dicho trabajo significa también perder la identidad, la razón de ser en este mundo, el sentido que anima la existencia.
Pero esta es, en el fondo, una presunción ideológica, una idea que se acepta como propia pero que en realidad proviene de fuentes con intereses particulares y definidos, los cuales a su vez pueden descubrirse por medio de una reacción que ha acompañado al desarrollo de las máquinas casi desde tiempos de la Revolución Industrial: el temor que el hombre debe tenerles, el miedo de que estas se apoderen de su vida y aun de su mundo y lo desplacen dela supuesta posición de supremacía en que vive.
Como se ve, la premisa es más bien paradójica: ¿hasta qué punto es efectiva esa supuesta predominancia cuando en realidad los hombres que deben sentir pavor por las máquinas son, en su mayoría, personas que dedican la mitad de su tiempo a trabajar para enriquecer a otros? ¿No debería ser más aborrecible esto último?
Sin embargo, como bien hace notar Lynn Stuart Parramore en el sitio Alternet, existe en torno a las máquinas toda una narrativa apocalíptica y distópica, como si se tratasen de un Quinto Jinete que trae consigo la miseria y la marginación, la sentencia última de un futuro ignominioso e insufrible para la especie humana. De Metrópolis a Terminator y Matrix, por mencionar tres ejemplos cinematográficos bien conocidos, las máquinas son ese enemigo que, inicialmente creación humana, se vuelve contra su creador hasta arruinarlo y casi destruirlo.
Curiosamente, según dice Parramore, estas fantasías pavorosas abundan en tiempos de crisis económica, acaso porque en estas condiciones resulta más evidente el hecho de que, en efecto, hay trabajos en los que la máquina ha suplantado a un ser humano, la máquina que no requiere más que mantenimiento técnico en comparación con el ser humano que, por ejemplo, necesita alimento y cuidado médico, que se preocupa y envejece.
La tendencia es que el perfeccionamiento o progreso de la tecnología terminará por volver obsoleto al ser humano, incluso para tareas que ahora se creen exclusivas e inalienables como las que necesitan del entendimiento y la razón, capacidades cognitivas que es muy probable puedan ser imitadas pronto por un autómata, un dispositivo que quizá, para ciertas cosas, pensará lo mismo que cualquier ser humano promedio.
¿Pero cuáles son las verdaderas consecuencias de este pronóstico? Es difícil saberlo. Es difícil saber, por ejemplo, por qué miles o millones de ciudadanos de segunda ―chinos, mexicanos, salvadoreños, turcos, etc.― se afanan en labores de ensamblaje y manufactura que posiblemente podrían realizar máquinas en su lugar. ¿Pero cómo sería entonces la vida de estas personas? ¿Edénica y de contemplación? ¿De goce perpetuo? ¿O, por el contrario, de miseria y dolor?
En cierta forma los relatos catastróficos en torno al triunfo de las máquinas también tienen un cariz paralelo, tácito, que expresa el intenso deseo de libertad del ser humano pero desde una posición más bien pasiva: la de la redención, la de ser salvado por otro y no por sí mismo.
La moneda al aire del avance tecnológico muestra en una cara la posibilidad de la obsolescencia y en la otra la de la libertad, sin que ninguna de las dos sea cierta pero incluso ni siquiera verdadera.
Si la tecnología ―su desarrollo, la forma que toma en dispositivos concretos, las prácticas que hace posible o que impide― no es sino producto de un sistema de pensamiento y de acción específico, con propósitos definidos, ¿de verdad puede ser factor de cambio para el destino de la historia humana?