Fundó una gigantesca factoría de sueños y promovió la imagen de un tío canoso y bueno, pero, en realidad, era un misógino, racista, explotador y codicioso como Rico McPato.
Hay hombres que tienen alma de ratón. Y aprendices de brujo que, en lugar de corazón poseen un caldero donde hierve la envidia, el egoísmo, el miedo y cuecen brebajes de sombras aderezadas de ilusiones.
Nadie opacaba su fulgor ni siquiera su hermano Roy, que lo protegió de las palizas paternas; tampoco los artistas que crearon los dibujos animados que lo hicieron archimillonario y, menos aún, los cientos de operarios que construyeron su castillo encantado.
Walter Elías Disney vivió abrumado por la duda de ser un hijo expósito e ignorar el paradero de sus verdaderos padres, como sus personajes insignia: Blancanieves, Pinocho, Peter Pan, Cenicienta o los perritos de 101 Dálmatas.
De pregonero en las calles y en los trenes, pasando por dibujante y empresario fracasado, subió por la escalinata del “hombre autosuficiente” y fundó un imperio de fantasía que factura anualmente $30 mil millones, ganó decenas de premios Óscar y centenares de reconocimientos, construyó 18 parques de atracciones, montó estudios de cine, canales de televisión y emplea a más de 100.000 personas.
Su vida fue un sueño y, para otros, una pesadilla. Amado y temido sin medias tintas por sus biógrafos, recién estrenaron en España la ópera El americano perfecto, con partitura de Philip Glass y Christopher Purves en el papel del Disney.
La obra está basada en la novela de Peter Stephan Jungk, El americano perfecto: tras la pista de Walt Disney. El libro destapa el lado oscuro del más grande mito norteamericano del entretenimiento. Lo muestra como alguien con el extraordinario don de apropiarse de las ideas de los otros, explotarlos hasta la inanición y montar una fábrica de sueños que lo hizo nadar en dinero, como el avaricioso Rico Mc Pato.
“Walt Disney nunca dibujó ni uno solo de sus personajes. ¡Ni uno! Lo hacían cientos de personas que trabajaban para él, todos hombres, por cierto; las mujeres solo coloreaban”, dijo Jungk.
Durante décadas, circuló la versión romántica de cómo el tío Walt, así le gustaba que le llamaran, había inventado y delineado a Mickey Mouse; más tarde, se comprobó que Ub Iwerks, compañero de habitación y primer socio de Disney, fue quien diseñó al inmortal roedor, pero luego se separaron porque Walt nunca quiso cederle los créditos.
Por el patrio trasero de Disney, se metió Marc Eliot, autor de Walt Disney: el príncipe negro de Hollywood, al divulgar los archivos secretos del FBI en torno al papel del empresario como soplón e inquisidor de cientos de personalidades artísticas simpatizantes del comunismo, durante los años 50 en Estados Unidos.
Eliot presenta a Disney como un pelele manipulado por J. Edgar Hoover, sempiterno director del FBI, quien lo usó como “agentes especial” a cambio de averiguar quiénes eran los verdaderos padres del dibujante.
Un viejo empleado de Disney, Arthur Babbit, aseguró que en los años 30 su jefe asistió a varias manifestaciones pronazis; otros alegan que ese testimonio es prejuiciado porque Babbit era judío y enemigo de Walt porque lo despidió.
Un tío raro
Bajo el Mundo Mágico de Walt Disney World, en Orlando –Florida–, serpentea una vasta red de pasillos grises de 3,5 m. de alto por 4,5 m. de ancho, que abarcan 3,5 hectáreas, y se utiliza para el tránsito del personal y el equipo que hace realidad los sueños infantiles de millones de visitantes. Desde esas entrañas, surgen animales que hablan, hadas, príncipes gallardos y doncellas aleladas, calabazas que son carruajes y enanos de corazón puro.
Ese mundo perfecto –por fuera– es controlado por fuerzas invisibles –desde adentro–; similar a la vida de su creador: oscura, impenetrable, egocéntrica, misógina, racista y llena de dobleces. En El americano perfecto, le atribuyen esta frase: “Soy un líder, soy un pionero, soy uno de los grandes hombres de mi época. Soy un mito. Mi nombre está en boca de más personas que el de Jesucristo”.
Algo sí es cierto, Disney era una máquina de fabricar billetes. El 21 de diciembre de 1937, la plebe y luminarias, como Marlene Dietrich o Charles Laughton, hicieron fila por horas, para ver en el Carthay Circle, de Los Ángeles, la premier de Blancanieves y los siete enanitos.
La película, con innovaciones técnicas nunca vistas, pasó de costar $250.000 dólares a casi $1,5 millones; pudo haber sido un soberano fracaso, de no ser porque recaudó $8 millones en su estreno.
Esa noche maravillosa, Disney recordó aquella granja en las afueras de Chicago, el 5 de diciembre de 1901, cuando Flora Call parió al cuarto de sus cinco retoños, concebidos con la ayuda de Elías Disney. Este era un hombre de muchos oficios, uno de ellos carpintero, pero con un carácter endiablado y agresivo.
El pequeño Walt creció como Tambor, el conejito bueno; inocente como Bambi, buen tipo como el pato Donald, simpático como Mickey Mouse y viéndose –como dijo una vez a un niño– “como una abejita que va de un lado a otro del estudio recogiendo polen y estimulando a todos”. Ese es el tono de las biografías edulcoradas escritas por Bob Thomas (Un americano original) o, la de Leonard Mosley (El verdadero Walt Disney).
Otros –como el periódico El Mundo – señalan que Disney pudo ser el hijo bastardo del médico Ginés Carrillo, natural de Almería (España), que en sus años mozos dejó embarazada a Isabel Zamora, lavandera. Tales mezclas interclasistas eran un estigma y la avergonzada madre emigró a Estados Unidos.
En el olvido quedaron los vericuetos afrontados por Isabel en busca del sueño americano; al parecer, dejó al bebé en casa de los Disney y si te vi, no me acuerdo. Un dato verídico es que nunca se encontró la partida oficial del bautizo, el 5 de diciembre de 1901, pero si una de junio de 1902, según el biógrafo Eliot.
Tal vez todo sean chismes de comadres, pero ese nacimiento oscuro siempre atormentó a Walt y este pactó con el director del FBI para que encontrara la verdad a cambio de ser un delator.
De Chicago, la familia se trasladó a Misuri, pero el padre cayó enfermo, por lo cual viajaron a Kansas y alquilaron una pobre vivienda. Ahí, Walt y su hermano Roy trabajaron repartiendo periódicos. Tenía que levantarse a la medianoche y en la mañana pasaba dormido sobre el pupitre escolar; soñaba despierto y llenaba el cuaderno de garabatos.
Dejó la escuela a los 15 años; vendió diarios y chucherías en el ferrocarril de Santa Fe; de ahí, derivó una gran pasión por los trenes, por eso es que en sus parques de atracciones ese el medio de transporte.
Inflamado de patriotismo falsificó el acta de nacimiento y lo mandaron a Francia en la Primera Guerra Mundial, como chofer de ambulancias, pero nunca disparó un tiro. Ahí, dibujó mucho y aprendió a beber licor y fumar tres cajetillas diarias de Lucky Strike, vicio que lo llevaría a la tumba –el 15 de diciembre de 1966 – a causa de un enfisema pulmonar.
Doble cara
De vuelta al terruño, comenzó como creativo publicitario en periódicos, revistas y cines y trabó amistad con Iwerks; ambos fundaron Iwerks-Disney Commercial Artists en 1920, germen del futuro imperio de los dibujos animados.
Aunque la empresa fracasó, siguieron trabajando juntos, al punto que Iwerks creó a Mickey Mouse en 1928, pero Walt le escatimó el mérito y más bien su hija Diana, en la La historia de Walt Disney, vendió la idea de que su padre fue el inventor del bichillo durante un viaje en tren en Misisipi.
Walt se casó en 1925 con Liliam Bounds, una de sus empleadas, pero más por necesidad que por afecto. Resultó que su hermano Roy se marchó del departamento que compartían y Walt buscó alguien que hiciera los oficios domésticos. Con Liliam, tuvo a Diana y adoptaron a Sharon.
El controversial libro de Marc Eliot asegura que la familia siempre fue el foco de las crisis emocionales de Disney. La madre murió asfixiada por una fuga en un calentador a gas; otros dicen que se suicidó. Al parecer, Walt tuvo amoríos secretos con una masajista –Hazel George – y padecía de insomnio crónico, por lo cual ingería cantidades industriales de pastillas, alcohol, fumaba más que una ramera desocupada, era un dipsómano y tenía extraños tics en el rostro.
A trancas y barrancas consolidó los Studios Disney, fundados en 1923, que según Marie Stimson Beardsley –sindicalista purgada tras una huelga en 1941 – “se ha negado a reconocer todos estos años el talento ingente que produjeron sus trabajadores en horas sin fin y a bajo precio”.
La tacañería de Walt era tan proverbial como su aversión a los sindicatos, a los hippies, a los judíos, a los extranjeros, a los negros y a las mujeres, tanto así que sus personajes reflejan esos laberintos de su personalidad, analizados por Ariel y Armand Mattelart en Para leer al Pato Donald.
Como Mickey Mouse, en El aprendiz de brujo, hurgar en los pasadizos de Walt Disney sería invocar las fuerzas inescrutables de un hombre que siempre pensó, creyó y se atrevió a realizar un sueño que empezó con un ratón.
Fuente: http://www.nacion.com/2013-02-17/Teleguia/Pagina-Negra-Walt-Disney–El-brujo-negro-de-la-fantasia.aspx