¿Por qué la música, aunque parece no estar hecha de lenguaje, es capaz de anudarse a los significantes que llevamos con nosotros y despertar vívidas reacciones emotivas?
La música es, posiblemente, la más misteriosa de las artes conocidas, misteriosa en ese sentido profundo que apunta hacia lo inefable, las regiones últimas donde el lenguaje parece insuficiente y fútil y, en contraste, nos descubre, así sea por un instante, un universo donde lo absoluto es asequible.
Quizá por esta razón es tan difícil entender por qué la música es capaz de conmover a pesar de no estar hecha de palabras. Con estas, como ya lo teorizara Jacques Lacan, es más o menos evidente la relación que establecen con las palabras que llevamos con nosotros mismos y las cuales, cuando se les toca, cuando un verso, la línea de una novela, un diálogo en una película, la charla sostenida con un amigo, se enlazan directamente con nuestra cadena de significantes, entonces es más o menos comprensible que algo se remueva dentro de nosotros y suscite una reacción emotiva. Si, azarosamente, una persona nos habla de la misma manera que nuestra madre, si circunstancialmente y sin saber repite casi en todas sus palabras la frase que más recordamos de un amor perdido, si en una obra de teatro un personaje parece hablar como nuestro padre, sería inhumano que no nos conmoviéramos hasta las lágrimas y la desolación, que no atisbáramos la posibilidad de alegría y regocijo.
¿Pero por qué la música también es capaz de esto? Esa música que es, citando a Mendelssohn, Lieder ohne Worte, canciones sin palabras. ¿Qué hay en la música que aun sin participar estrictamente de los significantes lingüísticos de las emociones humanas, es capaz de echar raíces en los campos semánticos de estas y también generar frutos? ¿Por qué es posible imputar felicidad esperanzadora a la Novena Sinfonía de Beethoven, melancólica desolación a la Quinta de Mahler, cierta alegría gratuita y hasta un poco vana a varias piezas de Mozart, sensualidad al Prélude à l’après-midi d’un faune, si ninguna de estas parecen hechas de eso?
No sé si haya respuesta a esto. Mi juicio me hace pensar que los compositores son seres para quienes el mundo es esencialmente sonido. A diferencia de un pintor, un cineasta o un fotógrafo, para quienes la realidad está organizada visualmente, que encuentran dichas emociones en el acomodo geométrico de un escenario, en la luz de cierto momento del día que cae en un ángulo específico, los colores que dominan una escena, o los escritores que entienden su entorno en estructuras sintácticas y gramaticales, en la palabra precisa que define una coincidencia de circunstancias, en el adjetivo que se ajusta a una mirada en especial, los músicos ejercen la reducción de la complejidad del mundo a una escala sonora que lo exprese y lo cuestione, lo describa desde la perspectiva sumamente abstracta del ejercicio musical.
Quizá el enigma se deba en buena medida a esta última característica. En efecto: de todas las disciplinas mencionadas, la música es la única que no vemos ni palpamos, sino que solo sentimos y, por si fuera poco, existe únicamente cuando es interpretada. Es cierto que las grabaciones son ya cosa corriente, pero estas son un sucedáneo incomparable de ese momento en que el director mira por última vez a su orquesta antes de iniciar verdaderamente, ese instante en el que todo alrededor parece detenerse y que de algún modo hace recordar la Creación y el improbable vacío anterior justo a que todo comenzara a existir. No por nada, desde tiempos remotos y en diversas tradiciones, la composición musical ha sido metáfora de la génesis divina.
No vemos la música y sin embargo la sentimos en sus efectos. Terminamos de escuchar un concierto para clavecín de Bach y sentimos que amamos más la vida, o quizá no, quizá preferiríamos que todo se detuviera y acabara en ese mismo instante.
Puede ser que este sea un enigma propio de la neurociencia y también de cierto análisis cultural en torno a los mecanismos que operan el gusto estético y los recursos que se gestan en determinadas épocas para expresar la sensibilidad. ¿La capacidad de elección también es ilusoria en el artista que vive sumido en una época de manías y aversiones bien definidas, de maneras para hacer las cosas? Fuera del romanticismo, ¿qué hubiera sido de Chopin?
Como se ve, este es un texto hecho más de preguntas que de respuestas, algo que parece inevitable cuando se intenta raspar la pátina mistérica la música.
“De lo que no se puede hablar, hay que callar”.