EXISTE UNA INTELIGENCIA ESPIRITUAL?

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De entre todos los seres, los humanos hemos logrado adaptarnos a un mayor número de ambientes, dominando las demás formas de vida. ¿Cuál es el fundamento de la fuerza de nuestra especie? Los peces pueden nadar, algunas aves volar y otros animales, correr a gran velocidad; pero la inteligencia, como la hemos desarrollado, nos ha permitido conocer las profundidades oceánicas, llegar al espacio y avanzar más rápido que cualquier otra criatura sobre la superficie de la tierra.

En general, cuando hablamos de inteligencia la asociamos con el coeficiente intelectual (IQ), pero la inteligencia ya no se considera una propiedad unitaria, sino un concepto que se manifiesta de distintas formas. Se habla de inteligencia racional –que incluye las habilidades lingüísticas y matemáticas–, de inteligencia emocional –que se relaciona con la capacidad de sentir empatía y solidaridad–, e incluso de inteligencia naturalista o ecológica –esa habilidad que debemos desarrollar para minimizar nuestro impacto dañino en la ecología–, pero sólo recientemente, la ciencia ha podido examinar evidencias que sugieren la posesión de una “inteligencia espiritual”. Y ésta se refiere a la percepción, aparentemente inherente, de que existe una realidad trascendental o alternativa que suprime la condición de nuestra realidad física y limitada.

La inteligencia racional es la capacidad lógica para razonar, planificar, comprender ideas complejas, desarrollar pensamiento abstracto y habilidades matemáticas, lingüísticas y de aprendizaje.

En 1983, Howard Gardner, psicólogo de la Universidad de Harvard, desarrolló la teoría de las “inteligencias múltiples”, entre las cuales incluye la inteligencia interpersonal y la intrapersonal –la primera, concerniente a la capacidad de entender las intenciones, motivaciones y deseos de otros, y la segunda, de comprender los sentimientos, miedos y motivaciones de uno mismo–.

Tiempo después, en 1995, el también psicólogo Daniel Goleman popularizó el concepto de “inteligencia emocional”, como un requisito indispensable para poder utilizar el coeficiente intelectual, y lo definió como una serie de competencias y habilidades agrupadas en cuatro líneas principales: autoconciencia, autocontrol y adaptación, conciencia social y manejo de relaciones interpersonales.

Según Goleman, los humanos nacemos con un nivel general de inteligencia emocional y podemos, por medio de la práctica, conseguir un alto grado de pericia.

A pesar de que esta posición ha sido objeto de controversias, se ha observado que las personas con un coeficiente emocional elevado efectivamente se relacionan mejor con los demás, cuentan con una alta autoestima y responden de manera adecuada ante situaciones difíciles.

Lo sagrado
El término espiritualidad proviene de la raíz latina spiritus, que significa “aliento”, en referencia al aliento de vida. Se vincula con abrir el corazón y cultivar la capacidad de experimentar asombro, reverencia y gratitud. Es la habilidad de encontrar lo sagrado en lo ordinario, de sentir el significado de la vida, conocer la pasión de la existencia y subyugarse ante algo superior. Su propósito es despertar la compasión y su efecto una buena salud mental.

A pesar de sus semejanzas, la espiritualidad no se condiciona a practicar religión alguna o tener una creencia en particular. Es un sentimiento o estado mental intensamente personal.

En la actualidad la mayoría de las personas persigue la espiritualidad, y muy pocos lo hacen en una forma ajena a la religión.

Sin embargo, en nuestros tiempos, la oferta para ejercer la espiritualidad también ha encontrado su nicho en formas alternativas como la corriente New Age o, de manera individual, a través de la música, la poesía, la literatura, el contacto con la naturaleza o las relaciones íntimas.

Al final de cuentas, la espiritualidad puede expresarse de formas diversas: desde los bailes de los judíos jasídicos, las prácticas meditativas de los budistas, las danzas espirituales de los derviches musulmanes o los servicios religiosos de los cristianos, o a través del compromiso con causas como la llamada “ecología profunda”, cuya base es, precisamente, la vivencia de unidad e interconexión con una naturaleza sacralizada, en oposición a la idea de que es un objeto externo y ajeno a nosotros.

En 1997, la física y filósofa Danah Zohar introdujo el término “inteligencia espiritual” en su libro ReWiring the Corporate Brain.

La idea de una inteligencia dedicada a la trascendencia recibió de inmediato oposición del sector académico, pues su estudio se consideraba imposible debido a la dificultad de cubrir los criterios científicos.

No obstante, recientes evidencias neurológicas, psicológicas y antropológicas han revelado una presencia suficiente para considerarla un objeto serio de estudio, y varios laboratorios en el mundo han profundizado en el tema.

A diferencia del coeficiente intelectual, cuya máxima expresión sería albergada por una supercomputadora, y de la inteligencia emocional que existe en los mamíferos superiores, la inteligencia espiritual sería distintiva de los humanos. Además, resultaría ser la más fundamental de las tres descritas, ya que estaría relacionada con la necesidad de encontrar el significado y valor de la vida.

De tal manera, la inteligencia espiritual funcionaría como un marco dentro del cual actuarían el coeficiente intelectual y la inteligencia emocional para expresar así nuestras capacidades, y mejorar nuestra vida y la de los demás.

Los hallazgos

Por fin, a finales del siglo XX y comienzos del XXI, se dieron las condiciones de laboratorio para poder tener acceso a este misterio.

Hoy en día, los investigadores cuentan con herramientas como la resonancia magnética funcional, la tomografía por emisión de positrones y otros equipos de investigación con los que examinan el cerebro de personas comunes, monjes y religiosas, en busca de las bases fisiológicas de las experiencias espirituales.

En primer lugar, se ha descubierto que la sensación espiritual de comunión con un ser superior no corresponde, como se pensaba, a una región específica del cerebro.

Una investigación realizada en 2006 por el neurocientífico Mario Beauregard, de la Universidad de Montreal, en Canadá, describió la participación y activación de varias regiones cerebrales, relacionadas con diferentes funciones, como la autoconciencia, la emoción y nuestra representación física.

Para efectuar el análisis, su equipo hizo la resonancia magnética del cerebro de 15 monjas carmelitas, a quienes se pidió que revivieran la experiencia mística más intensa que hubieran vivido.

El estudio de Beauregard encontró que la experiencia espiritual activaba más de una docena de diferentes áreas del cerebro a la vez.

Además de Davidson, Alan Newberg, de la Universidad de Pennsylvania (EU), realizó estudios en los que registró cambios en la actividad neuronal de monjes budistas durante un ejercicio de meditación. Sus experimentos indicaron que, mientras tenían la experiencia de “unidad con toda la creación”, se observaban cambios significativos en las áreas frontales, parietales y en regiones subcorticales del cerebro, como la amígdala, lo que sugiere que la experiencia espiritual podría correlacionarse directamente con procesos neuronales de determinadas estructuras cerebrales.

Iguales cambios se observaron en religiosas franciscanas durante su oración, aunque ellas describían el momento como una sensación de cercanía y unión con Dios. Más allá de las interpretaciones personales, vinculadas directamente con las distintas creencias, el hecho que ha llamado la atención es que la experiencia mística es observable, y que es biológica y científicamente comprobable.

En general, las características que se han encontrado durante estos estados son una activación en los lóbulos frontales y el sistema límbico. Los primeros son el sitio de la atención y la concentración, y generan nuestro sentido de “yo”, por lo que al alterar su funcionamiento se percibe una “disolución del ego”. El sistema límbico se vincula con los sentimientos afectivos. Se ha observado también una “desconexión” del lóbulo parietal, que maneja la orientación espaciotemporal, lo que parece crear la sensación de fusión con el Universo.

Cambios benéficos
Otros sorprendentes descubrimientos han encontrado que las modificaciones a nivel cerebral también se traducen en cambios físicos. Por ejemplo, rituales como la oración, la meditación, y conductas repetitivas como el baile o el canto ceremonial, pueden tener efectos sobre el sistema límbico y el sistema autónomo, pues participan en la creación de la emoción y el estado anímico, al tiempo que pueden impulsar los ritmos corticales y producir sentimientos inefables e intensamente placenteros. Además, al combinarse con otras actividades (como el ayuno, la hiperventilación o la inhalación de incienso), esta estimulación multisensorial puede afectar la fisiología del cuerpo hasta conducir a estados mentales alterados.

Hace algunos años, la neurocientífica Sara Lazar y sus colegas de la Universidad de Harvard encontraron que 20 monjes budistas expertos en meditación tenían un mayor grosor en algunas regiones cerebrales, en comparación con 15 voluntarios que no practicaban meditación. En particular, la corteza prefrontal y la ínsula anterior derecha presentaban más espesor en los practicantes de meditación y, curiosamente, el mayor incremento se encontró en los sujetos de mayor edad, en contraposición a lo que sucede durante el proceso natural de envejecimiento, en el que estas áreas cerebrales van adelgazándose.

Y un estudio reciente, del investigador Yi-Yuan Tang, de China, respalda que no es necesario ser un monje experimentado para obtener este tipo de beneficios. De acuerdo con sus resultados, bastaron 20 minutos diarios de practicar una técnica de meditación china llamada “integración de mente y cuerpo”, para tener un mejor estado anímico y conseguir mejores resultados en pruebas de atención. También observó que el organismo producía menos cortisol, la hormona indicadora de estrés.

¿Y Dios?

Al igual que la sensación de espiritualidad, el concepto de Dios, de una u otra forma aparece en casi todas las culturas. Una posible razón sería que, al constituir la única especie capaz de contemplar su propia muerte, necesitamos algo superior a nosotros mismos para hacer tolerable esa certeza.

En cuanto a los resultados de los estudios, todavía hay muchas incógnitas. Aunque algunos científicos indican que Dios no existe como algo externo e independiente de nosotros, sino que es producto de una percepción inherente; la manifestación de una adaptación evolutiva que existe exclusivamente dentro del cerebro humano. Para otros, incluido Beauregard, se trata de un Ser Supremo que nos proveyó de una especie de “antena receptora” en el cerebro para captar su presencia.

¿Será Dios una percepción generada por el cerebro; o bien, estará este órgano nuestro dotado de circuitos que le permiten experimentar la realidad de Dios? Probablemente la ciencia nunca llegue a responder esta pregunta. Lo que sí parece sugerir es que los humanos tenemos ya dispuesto cierto “cableado”, o conexiones neuronales que, con ciertas conductas asociadas a la espiritualidad, como la oración, la meditación, el yoga o los cantos, nos hacen evocar percepciones y sensaciones interpretadas, por la mayoría de los integrantes de todas las culturas, como la evidencia de una realidad divina, espiritual y trascendental.

Alguna vez el físico Albert Einstein describió una vivencia que evidenciaba el buen aprovechamiento de su inteligencia espiritual:

“Existen momentos en los que uno se siente libre de las propias limitaciones humanas. En esos momentos, uno se imagina parado en una pequeña parte del planeta, observando con asombro la fría, pero profundamente conmovedora belleza de lo eterno, en donde fluyen vida y muerte en un solo cauce, y donde no hay evolución ni destino… sólo ser”.

 

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