La Familia del Futuro: Cambio de roles en la pareja actual

Cuando en 1957 “La Casa del Futuro”(atracción de Disney World) abrió sus puertas al público, con sus innovaciones arquitectónicas y tecnológicas, explicadas en función de lo que la familia del futuro habría de realizar dentro de sus paredes, seguramente jamás se plantearon las diferencias estructurales que, dentro de esta misma familia, se suscitarían pocos años después a partir de las diversas revoluciones socioculturales de finales de los sesenta y los setenta. Estas revoluciones sentaron las bases del posterior desarrollo evolutivo que habrían de tomar las estructuras socia-les, empezando con la pareja, donde el ideal clásico y tradicional comenzó a modificarse y, con ello, la organización intersubjetiva que se establece entre ambos miembros de la pareja desde el momento en que se erigen como tal.

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Desde entonces, se ha observado un claro aumento de la tasa de divorcios donde, partiendo de datos del INEGI, detectamos las siguientes relaciones: Mientras que en 1971 la relación entrematrimonios y divorcios era de 100 porcada 3, para el año 2000 el número de divorcios, en relación con el mismo número de matrimonios se incrementó en más de 50% es decir, 7 divorcios por cada 100matrimonios. Para 2008, el índice de divorcios ya se había duplicado: por cada100 matrimonios, se contabilizaron 14 divorcios. A pesar de ello, es evidente que la tendencia general del ser humano continúa siendo la formación de una pareja que, eventualmente, puede convertirse en familia. Entonces, ¿qué está ocurriendo? Es indudable que algo se está moviendo en relación con la configuración y las formas de convivencia de la pareja tal como la habíamos venido concibiendo. En mi opinión, considero que se trata de un proceso evolutivo que se desarrolla a partir de extremos; como tal, desembocará en una síntesis adaptativa y prevalecerán aquellas conductas y modelos que demuestren ser funcionales y ventajosos tanto para el desarrollo personal como para el social. Sin embargo, para comprender este proceso y el momento en el que nos encontramos, primero debemos considerar el contexto sociocultural que estamos viviendo. En ese sentido, la lógica de la vida contemporánea en la sociedad occidental supone, entre otras muchas cosas, la necesidad de compartir responsabilidades, lo cual entraña la modificación de las tareas y la dinámica de la pareja, como unidad, así como también de cada uno de los miembros que la conforman, siendo la situación económica uno de los detona-dores principales de dicha modificación, aunque no el único. Podemos rastrear los orígenes de tales cambios a partir de las revoluciones sociales mencionadas con anterioridad, donde el empoderamiento y la emancipación femeninos comenzaron una búsqueda de igualdad que, si nos detenemos un momento a analizarla en forma pragmática, rápidamente nos per-cataremos de su contradicción y, por tanto, de su imposibilidad.Basta mirarnos al espejo para saber que hombre y mujer jamás podremos ser iguales. Somos diferentes por definición y por necesidad; en consecuencia, no podemos aspirar a una igualdad más que en derechos y oportunidades, lo cual, en realidad, se traduce en equidad. Equidad es el deseo, lo posible, lo que deberíamos buscar, pero, en su lugar, seguimos persiguiendo un concepto erróneo de igualdad. Esa concepción la que ha guiado, en gran medida, el proceso evolutivo de la pareja hasta nuestros días.

Asimismo, es importante observar que la evolución del ser humano y, por ende, de sus estructuras, va de la mano de la evolución cultural que se desarrolla mucho más rápido y determina nuestra conducta de manera más evidente que la propia evolución biológica. Así, las relaciones sexuales, matrimoniales y familiares se han modificado más en los últimos 50 años que en los tres siglos anteriores, debido en parte a que los cambios sociales en general y su difusión casi instantánea provocan rápidas modificaciones en los modos de convivencia delas parejas, los cuales, a su vez, instituyen otras tantas modificaciones que influyen en los comportamientos sociales, lo cual genera un círculo vicioso y, por tanto, dispuesto a tornarse virtuoso. En la actualidad, la ruptura con el modelo basado en la tradición ha obligado al individuo y, por tanto, a la pareja y a la familia, a explorar nuevos fundamentos en un proceso, quizá muchas veces de ensayo y error, en esa búsqueda permanente de lo que se adapta mejor a la realidad, siempre en función de, si no la búsqueda del placer, sí la evitación de su opuesto.

Con anterioridad, la tradición involucraba que, al fundar una pareja, lo “lógico” era obedecer una clara división del trabajo entre hombres y mujeres, en la que cada quien tenía definido su rol y des-empeñaba el papel que le correspondía; así, mientras el hombre trabajaba y ganaba dinero, la mujer se hacía cargo de los hijos y el hogar. Evidentemente, los cambios sociales, y el propio potencial e inquietudes femeninas fueron provocando que dicho papel quedara corto a la mujer; y la lucha feminista trajo como resultado mayores derechos, mejor educación y un claro in-cremento de la actividad laboral para las mujeres.

Todo ello merecido y necesario, pero alteraría el equilibrio hasta entonces existente entre hombres y mujeres como sistema y crearía la necesidad de una readaptación de la dinámica familiar y de pareja y, por lo tanto, del propio papel del hombre ante los cambios observa-dos en la mujer. Esos movimientos derivaron en situaciones extremistas; a partir de 1990,los roles sexuales comenzaron a querer equipararse, primero, en el trabajo, don-de se igualan de modo significativo las diferencias de conducta entre hombres y mujeres; posteriormente, tal ajuste fue llevándose también al ámbito del hogar, donde, en nuestros días, tanto para el hombre como para la mujer, las exigencias profesionales determinan de manera decisiva la forma de convivencia y gestan en la mayoría de los casos, una notoria competencia entre sexos. Esta competitividad ha conducido a perder los límites y las estructuras que antes definían lo que se esperaba de hombres y de mujeres, ahora apuntan a una confusión tal que ambos géneros ya están invadiendo y peleando el terreno del otro, mientras abandonan y descuidan el propio; y, aunque es cierto que las capacidades de ambos permiten incursionar en distintas áreas tanto profesionales como personales, recordemos que no somos iguales, sino complementarios.

Así, por mencionar un ejemplo, es posible que el hombre se quede en casa y cuide de los hijos y el hogar; sin embargo, por más que se esfuerce, no puede ser madre. Es y siempre será —y debe-ría ser— padre. Además, el ejemplo involucra que la mujer niegue parte de la esencia de su feminidad en esa función por definición intransferible. En la medida en que una mujer se con-duce más como hombre, éste se ve obligado —inconscientemente y por inercia— a actuar de algún modo más como mujer para mantener una homeostasis en el sistema y viceversa. Todo ello deriva en una inversión de roles que, en realidad, se traduce en ambivalencia y difusión y, a la larga, en una imposibilidad para comunicarse con el otro, para funcionar complementaria y eficazmente como pareja. A pesar de que la equidad entre hombres y mujeres se ha logrado en diversos ámbitos (educativo, laboral, social, etc.), prevalecen evidentes diferencias de género imposibles de negar o por lo menos de cuya negación no derivan situaciones ni condiciones funcionales en toda la ex-tensión de la palabra.

 Estas discrepancias son por demás obligatorias en tanto pro-vienen de una divergencia en la experiencia y percepción de cada uno. Por si fuera poco, en la atracción entre un hombre y una mujer, las expectativas de que el otro actúe de la forma espera-da de acuerdo con su género desempeñan un papel fundamental, pues, entre otras cosas, permiten la comunicación y complementación requeridas para con-solidar de una pareja y una convivencia fructífera y placentera para ambos. Precisamente esas diferencias entre un hombre y una mujer dinamizan y enriquecen la vivencia entre dos. En ese sentido, Wickler y Seibt plantean que la existencia de dos sexos representa un incremento de las oportunidades para hacer frente a los cambios en las condiciones de los distintos ámbitos de la vida.

Además, el hecho de que las discrepancias entre los sexos pretendan minimizarse, reducirse y negarse lo más posible, más allá de las evidencias biológicas, constituye un síntoma social relevante, en tanto que hombres y mujeres buscamos reafirmarnos, pero ¿en función de qué lo estamos haciendo actualmente? Si nos reafirmamos al minimizar al otro, al invadirlo o imitar sus características, estamos demostrando una falla esencial en nuestra propia percepción de la realidad que, dentro de la sociedad y en grados extremos, podría llevarse al ámbito de la psicosis, pues estaría negándose la propia naturaleza y, por tanto, la del otro, quien debiera ser nuestro complemento, pero que queda excluido ante una pretendida ausencia de alta, una ilusión de completud que no es más que el resultado de una profunda confusión en cuanto a la identificación del propio rolde género. Evidentemente, ello es un riesgoso error en el que estamos incurriendo como sociedad. En su libro El hombre y sus símbolos, Carl Jung habla de la “colusión del animus y elanima”.

Animus: fuerte, valiente, vital, duro, luchador, agresivo, amenazante, intelectual, líder, protector, responsable.

 Anima: sentimental, tierna, amorosa, fascinante, seductora, devoradora, caza-dora, enclaustrada, paridora, nutricia, maternal, salvadora,  solícita. En otras palabras, describe las características arquetípicas asociadas por lo común con lo masculino y lo femenino respectivamente. Jung dice que el hombre pretende la realización del animus y reprime y delega su lado femenino, su anima, en la mujer. La mujer busca la realización del anima y reprime y delega su animus en el hombre.

Esto conduce a un sentimiento positivo de complementariedad, en donde el hombre puede ser masculino, en la medida en que la mujer sea femenina; y, a su vez, la mujer puede ser tan femenina como el hombre sea masculino. Lo contradictorio en la actualidad es que no sólo se ha roto la tradición arque-típica, sino que la mezcla e inversión de roles, o su falta de nitidez, aumenta el sentimiento de vacío y la alta de plenitud y satisfacción personal y, en el caso específico de la pareja, se comienza a combatir aquello que, precisamente, lo que nos atrajo en un principio del otro; esto tiene implicaciones mucho mayores de lo que podemos comprender a primera vista. Por ejemplo, en Tótem y tabú, Freud concluye que la génesis de los sentimientos de culpabilidad radican en las tendencias agresivas. Al impedir la satisfacción, volvemos la agresión hacia la persona que prohíbe dicha satisfacción. Si este postulado se traslada a la pareja, podemos suponer que una de las causas del preocupante incremento de la violencia intrafamiliar es tal inversión de roles ya que, si cada miembro de la pareja invade, como ya se dijo, el rol del otro, ello es vivido como un impedimento para el propio desarrollo y satisfacción inherente al género, al papel natural y, por supuesto, deriva en agresiones cada vez más manifiestas.

En suma, retomemos la hipótesis inicial de la evolución sociocultural de la humanidad en la que, equiparándola con la selección natural postulada por Darwin, podemos hablar de una selección cultural de las transformaciones sociales en donde los ideales de cada revolución social per-duran, a la larga, sólo si demuestran ser una “ventaja para la supervivencia”. Sin embargo, no debemos olvidar que lo que se percibe como ventaja o desventaja en ese sentido no es independiente de los propios valores culturales, lo cual implica un análisis exhaustivo para poder prever hacia dónde nos están llevando nuestros valores y, muy probablemente, plantear una reestructura del rumbo en pos de una evolución sana y no destructiva. Lo ideal habría de ser una ventaja de adaptación que, además del beneficio individual, conlleve, asimismo, a un beneficio para la pareja y, en el caso de la creación de una familia, a lo que favorezca a la formación sana de los hijos.

Aunado a lo anterior, surgen al menos dos interrogantes que valdría la pena estudiar posteriormente: en primer lugar, ¿los hombres han cedido parte de su masculinidad porque la mujer se las arrebata o ella la ha absorbido ante la renuncia del hombre? Y, en segundo lugar, ¿hasta qué punto las mujeres nos hemos visto obligadas a liberarnos y realizarnos profesionalmente y hasta dónde lo deseamos en realidad?

Entonces, si las circunstancias nos exigen una modificación de los roles, debe considerarse qué se puede compartir y qué no. Mientras hombres y mujeres podamos compartir el trabajo, la economía, el afecto y la crianza de los hijos, no podemos abandonar lo que por naturaleza somos; es decir, el hombre no debe abandonar su identidad masculina, protectora, caballerosa y su papel de padre; la mujer no debe renunciar a su identidad femenina, sensible, creativa y a su papel de madre. En la medida en que hallemos un punto medio favorable, podremos sentar nuevas bases para una familia y una sociedad mejor encaminada.

Artículo de Marisol Zimbrón Flores, creadora de www.psicologiaestrategica.org

http://sociologosplebeyos.com/2013/03/26/la-familia-del-futuro-cambio-de-roles-en-la-pareja-actual/

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