Considero pertinente avanzar en la revisión, ya en curso desde hace décadas, del lenguaje que usamos en torno a la migración tanto en el panorama científico-social contemporáneo como en los debates en la esfera pública. Esta revisión estaría inspirada por el afán del superar elnacionalismo metodológico* en favor de enfoques como el transnacionalismo migratorio. Estoy aludiendo al hábito de catalogar a ciertas personas como “migrantes” de manera permanente. Dicho de otro modo, al hecho de nombrar como “migrantes”, un adjetivo verbal que refiere a aun gerundio (en proceso), a personas que viven en un determinado contexto nacional, que efectivamente migraron en un momento dado del tiempo (es decir, viajaron, se trasladaron de su origen, con todo lo que ello implica), pero que ahora están aquí ya instalados.
En la última mesa redonda del VII Congreso Migraciones Internacionales en España (Bilbao, abril de 2012), se debatió precisamente sobre esta cuestión. A la sazón, Rosa Aparicio, una de los ponentes de la mesa, se preguntaba en qué medida y cuándo sería apropiado catalogar como migrante a una persona procedente de otro lugar que lleva tiempo residiendo en un nuevo país. Ya supuso un avance epistémico la invocación del término mismo “migrante”, frente a “emigrante” o “inmigrante”, ya que tal evitación del prefijo (referido a la nueva o a la vieja ubicación, en cada caso) incidía en una referencia estatal o nacional (necesariamente relacional, dualista), a fin de cuentas, mientras que el término depurado de “migrante” parece incidir en primera instancia en el acto mismo del movimiento, reclamándose tal nomadismo como más referencial del ser humano que el propio sedentarismo. Así parecíamos haber ganado al menos cierta batalla al nacionalismo metodológico en la consideración de la migración como objeto de estudio.
Hoy en día, sin embargo, el término “migrante” vuelve a resultar insuficiente. ¿Hasta cuándollamar “migrante” a una persona que vive aquí, empezábamos diciendo? En algunos países se entiende, al menos oficialmente, que ello es hasta que exista una regularidad jurídica, bien sea a través de la figura del arraigo como en el caso español (aunque los “migrantes” arraigados siguen siendo catalogados como tal, en general), bien sea a través de la obtención de la nacionalidad mediante un proceso de naturalización. Tal criterio, sin embargo, resulta incompleto y corto de suyo: el tiempo que transcurre hasta obtener la regularización (o, en su caso, la naturalización) puede prolongarse durante años y, en todo caso, sea largo o escueto, por sí mismo no parece suficientemente legítimo para refrendar una nomenclatura aplicada a personas, ya que constituye una esfera muy concreta (selectiva y por tanto insuficiente) de la realidad: el ordenamiento jurídico de un Estado determinado. Continuaríamos así anclados en las coordenadas mentales del nacionalismo metodológico.
En la mencionada reunión académica, Rosa Aparicio sugirió cambiar el gerundio adjetivo “migrante” por el participio “migrado”, que aporta una sensación de acabamiento: ya no se estámigrando propiamente, sino que ya se ha migrado. Para mí, sin embargo, tal pequeña diferencia de matiz en el tiempo verbal no es apenas sustancial, apenas cambia nada sobre la pregunta inicial. Porque, entonces, ¿esa persona será para siempre un “migrado”? ¿Por qué una ciudadana a secas, sin referencia a un tiempo, a un origen, a un viaje coyuntural…?
Continúa, a mi entender, siendo insuficiente, sobre todo para el caso de personas cuyo proyecto migratorio, o simplemente cuyo solo deseo, es el de estar en un lugar con pleno derecho y plena sensación de ciudadanía completa, acaso para el resto de su vida, o cuando menos para su presente indefinido. Estas personas, desde el primer día que se asientan en una tierra con tales intenciones, habrían de ser denominados ciudadanos o residentes fácticos, integrantes de la población del país en donde viven. Recién migrantes (como circunstancia coyuntural), pero ciudadanos al fin. La cuestión se complica porque hay personas que tienen como objetivo retornar a su país de origen en breve y, en esa medida, acaso nunca deseen dejar de ser denominadas migrantes o migradas. Lo mismo podría pensarse en cuanto a los migrantes golondrina, que practican migraciones circulares. Sin embargo, a efectos de su consideración en derechos de toda índole, la reflexión en ambos casos resulta a mi entender equivalente.
Finalmente, me pregunto si cabe cesar el lenguaje de la migración para emplear a secas el de la diversidad cultural, porque toda gramática migratoria continúa apelando, de un modo u otro, a una escala estatal-nacional, lo que persiste en incurrir en nacionalismo metodológico. Ante ello podemos o bien asumir que persistimos en la esfera de tal suerte de nacionalismo (a fin de cuentas, no podemos ignorar que el mundo continúa dividido en estados nacionales que acreditan, atribuyen y segregan derechos a las diferentes personas) o bien, finalmente, cambiar los términos.
Artículo de Ester Massó Guijarro, visto en www.madrimasd.org