Durante 35 años, Dunn ha estudiando los monumentos egipcios, desde las pirámides hasta los templos de Karnak y Denderah, pasando por las gigantescas esculturas de Ramsés. Fotos de esas superficies, revisadas bajo microscopios electrónicos, e innumerables experimentos hechos con las herramientas supuestamente usadas por los constructores, han demostrado que ninguno de esos instrumentos de cobre y madera, pudo haber dejado esas marcas de precisión mecánica sobre las superficies perfectamente pulidas, redondeadas o anguladas con regularidades de centésimas de milímetros. El hecho de que solo se hayan recuperado unas pobres herramientas de cobre y madera en las cercanías de los monumentos, no quiere decir que no haya otras en espera de ser descubiertas.
Dunn muestra fotos y esquemas donde se aprecia que han debido existir equipos de alta precisión para lograr, por ejemplo, que todos los detalles del rostro en las estatuas de Ramsés contengan una correlación bilateral milimétrica. De hecho, hoy solo es posible conseguir semejante acabado utilizando el barrido por puntos de una computadora. Por supuesto, Dunn no infiere que los egipcios poseyeran computadoras, sino que la cultura que construyó tales monumentos tuvo acceso a una tecnología hoy perdida que quizás esté bajo las narices de los arqueólogos, quienes no se dan cuenta de su existencia porque no cuentan con el bagaje necesario para ello.
Tecnologías perdidas del Antiguo Egipto
Usando lo que hoy se llama “reversal engineering” (ingeniería a la inversa o al revés), en la que a partir de un objeto los especialistas identifican cómo y con qué tipo de herramientas fue construido, Dunn propone la posibilidad de que se hayan usado mega-sierras o tornos verticales gigantes para cortar muchas de esas piedras monumentales. Existen varias hondonadas o trincheras que los arqueólogos llaman boat pits (pozos de barcos) debido a su forma. Los egiptólogos piensan que son símbolos del transporte que conducía a los faraones a la otra vida, debido a que en uno de ellos apareció un barco que hoy se encuentra en un museo. Pero Dunn ha hecho notar que otras trincheras, como la de Abu Roash, son demasiado estrechas y profundas, y que ni siquiera tienen forma de barco.
Dunn no descarta que una civilización terrestre, anterior a la egipcia, pudiera haber sido la responsable de muchos de los grandes monumentos que hoy se atribuyen a los súbditos de Keops. Y cita, por ejemplo, las conclusiones del geólogo Robert Schoch, de la Universidad de Boston, quien ha calculado que la erosión de la Esfinge (atribuida al agua) tuvo que ocurrir entre los años 5.000 y 7.000 a.C. Los arqueólogos han puesto el grito en el cielo porque, según ellos, en esa época, sólo había tribus de cazadores y recolectores sin recursos para tamaña obra de ingeniería. Sin embargo, la ciencia de los sedimentos y de la erosión ―que son la especialidad de un geólogo― parece decir otra cosa.
El libro de Dunn demuestra que existen muchos enigmas que los arqueólogos no lograrán desentrañar solos. Es necesaria la colaboración de ingenieros, arquitectos, geólogos y otros especialistas que los ayuden a evaluar mejor esos “imposibles” sobre los que prefieren guardar un molesto silencio, porque su existencia contradice la historia oficial.
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