Hay centenares de iglesias y sectas que se llaman cristianas. Sin embargo, todas tienen entre sí ciertas diferencias básicas.
¿Reconocería Jesús como suyos a los organismos que utilizan hoy su nombre?
¿Cómo se puede saber con certeza lo que debe ser un verdadero cristiano?
¿Ha conocido alguna vez a un verdadero cristiano?¿Ha estado alguna vez en una iglesia de auténticos cristianos? ¿Está usted seguro? En el mundo turbulento y confuso en que nos ha tocado vivir, hay centenares de sectas e iglesias que, llamándose cristianas (esto es que profesan la religión de Cristo), suelen tener entre sí diferencias radicales en sus creencias y costumbres. Esta es una de las razones por las cuales las personas no cristianas rechazan la idea de que el cristianismo sea una religión directamente inspirada por Dios.
Y no es de extrañar, pues muchas de las guerras de la historia moderna han sido desatadas por naciones que se dicen cristianas. Y en los últimos decenios, los índices de violaciones, hurtos y homicidios han ascendido vertiginosamente en la mayoría de los países cristianos.
¿Cuál es la causa?
¿Es posible acaso que no hayamos comprendido lo que es el verdadero cristianismo? ¿Cabe la posibilidad de que los millones de personas que asisten con regularidad a una iglesia no entiendan realmente ni pongan en práctica las enseñanzas claras y concretas de Jesucristo?
Sören Kierkegaard, el célebre precursor del existencialismo,escribió en su obra titulada Ataque al Cristianismo: «El cristianismo del Nuevo Testamento simplemente no existe. A lo largo de los siglos, millones de personas han sacado paulatinamente a Dios del cristianismo, y han logrado convertirlo en algo diametralmente opuesto a lo que se encuentra en el Nuevo Testamento».
Nos preguntamos entonces: ¿Por qué ya no existe el cristianismo del Nuevo Testamento? ¿Por qué hay tantos millones de personas confundidas en lo que se refiere al verdadero cristianismo? Un engaño premeditado
Si entendiéramos lo que la Biblia dice en forma tan clara y sencilla, sabríamos por qué hay tan pocos cristianos de verdad. Me permito explicar: Jesús dijo muy claramente: «Vendrán muchos en mi nombre, diciendo: Yo soy el Cristo; y a muchos engañarán» (Mt. 24:5). Téngase en cuenta que esta personas NO vienen en su propio nombre, sino en el nombre de Cristo. Estos falsos profetas no dicen que ellos son Jesucristo, sino que se valen del nombre de Él para enseñar sus falsas ideas religiosas y sus conceptos bajo el estandarte del cristianismo.
Si tienen suficiente sagacidad, pueden aplicar el calificativo de cristiano prácticamente a cualquier cosa. Pueden expresar sus ideas y conceptos en suaves términos religiosos que acarician el oído para que muchos los crean.
La realidad es que aunque muchas personas sinceras no se dan cuenta, el autor del engaño religioso es un gran ser espiritual llamado Satanás el diablo. Éste, quien fue antes un ser dotado de gran belleza e inteligencia (Ez. 28:12-15), es hoy, por antonomasia, diabólicamente astuto y sumamente hábil para fascinar y engañar a los incautos.
Dios llama a Satanás el «príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia» (Ef. 2:2). En Apocalipsis 12:9 hallamos otra referencia a Satanás: «Fue lanzado fuera el gran dragón, la serpiente antigua, que se llama diablo y Satanás, el cual engaña al mundo entero; fue arrojado a la tierra, y sus ángeles fueron arrojados con él».
Vemos entonces que Satanás actúa en los hijos de desobediencia, y que engaña al mundo entero. Huelga decir que son miles de millones los que por él han sido engañados.
Se trata entonces de un GRAN engaño.
El hecho es que bajo la influencia invisible pero poderosa de Satanás el diablo, se introdujeron muchas ideas como si fueran cristianas, cuando en realidad no lo eran en absoluto. Además, las enseñanzas claras y precisas de Jesucristo que definen la conducta diaria del cristiano, quedaron enterradas bajo un alud de credos, doctrinas y liturgias.
En su obra titulada The Story of the Christian Church (La historia de la iglesia cristiana), Jesse Lyman Hurlbut hace esta asombrosa observación:
«A la última generación del primer siglo (del año 68 al año 100 después de Cristo), la llamamos ‘la Era de las Sombras’ en parte a causa de las nubes negras de persecución que se cernían sobre la iglesia, pero principalmente porque es el período histórico del que menos sabemos. Ya no contamos con la guía que nos proporcionaba la clara luz del libro de los Hechos y no hubo autor de aquella época que llenara ese vacío de la historia. Quisiéramos leer la continuación del libro de los Hechos escrita por compañeros de San Pablo como Timoteo, Apolos y Tito, pero ni de éstos ni de los otros amigos se hace mención después de la muerte del apóstol. Durante 50 años después de la vida de San Pablo cae el telón sobre la iglesia, telón a través del cual tratamos en vano de mirar; y cuando al fin se levanta, hacia el año 120 después de Cristo, con los escritos de los primeros padres de la iglesia, encontramos una iglesia en muchos aspectos muy diferente de aquella que existía en la época de San Pedro y San Pablo.»
La verdadera enseñanza de Jesucristo
Para entender hasta qué punto se volvieron diferentes las iglesias cristianas, es necesario retornar a la fuente, a saber, Jesucristo. Si hay alguien que nos pueda decir exactamente en qué consiste el verdadero cristianismo, nadie más indicado que el mismo Jesús.
Como todo joven judío en Israel, Jesús aprendió desde su infancia a observar los diez mandamientos, los sábados y las fiestas que Dios había revelado a la antigua Israel. Aparentemente a los eruditos les es fácil olvidarse.de este simple hecho, hacer caso omiso del mismo, o hacer de cuenta que carece de importancia.
No obstante, la diferencia, como vamos a ver, es TRASCENDENTAL. Y los que insistan en hacer creer lo contrario, ponen en peligro su vida eterna.
Un joven le preguntó a Jesús: «Maestro bueno, ¿qué bien haré para tener la vida eterna?» Él le dijo: «¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno sino uno: Dios. Mas si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos. Le dijo: ¿Cuáles? Y Jesús dijo: No matarás. No adulterarás. No hurtarás. No dirás falso testimonio. Honra a tu padre y a tu madre; y, amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt. 19:16-19).
Jesús enseñó claramente que el CAMINO que conduce a la vida eterna incluye la obediencia a Dios, y el cumplimiento de sus mandamientos.
En el sermón del monte, Jesús nos enseñó, en toda su magnitud, la ley espiritual de Dios, a saber, los diez mandamientos. Un estudio detenido de las palabras de Jesús en el sermón del monte nos muestra que en lugar de abolir los mandamientos, los hizo más firmes y obligatorios. No solo les recordó a sus discípulos el mandamiento de no matar, sino que les enseñó que el mero hecho de odiar al hermano era equivalente a cometer homicidio (Mt. 5:21-22; 1 Jn. 3:15).
Luego explicó que el verdadero cristiano no solo debe abstenerse de cometer el acto del adulterio, sino que: «Cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón» (Mt. 5:28).
La ley de la libertad
¡Pensemos en esto! Si todo el mundo empezara a aplicar en su vida los diez mandamientos en toda la amplitud que les dio Jesucristo, desaparecerían la delincuencia, los homicidios y los adulterios; no habría divorcios ni hijos abandonados, y ¡se acabarían las guerras! El ambiente de estabilidad, paz y seguridad que reinaría entonces en la tierra, tendría un poderoso efecto de sanidad en muchos aspectos de la vida. Se reducirían notablemente los estados depresivos y las enfermedades mentales. Aun las enfermedades y el sufrimiento físico disminuirían, porque es indudable que la actitud mental influye en la salud física.
El apóstol Santiago llama a la ley de Dios «la ley de la libertad». En la epístola que lleva su nombre leemos lo siguiente: «Cualquiera que guardare toda la ley, pero ofendiere en un punto, se hace culpable de todos. Porque el que dijo: No cometerás adulterio, también ha dicho: No matarás. Ahora bien, si no cometes adulterio, pero matas, ya te has hecho transgresor de la ley. Así hablad, y así haced, como los que habéis de ser juzgados por la ley de la libertad» (Stgo. 2:10-12).
Podemos constatar entonces, que el apóstol Santiago, por inspiración divina, nos dice que debemos guardar indefectiblemente la ley de Dios resumida en los diez mandamientos. También nos dice que si hacemos acepción de personas, cometemos pecado, y quedamos «convictos por la ley como transgresores» (2:9). Vemos entonces que los diez mandamientos no han sido abolidos ni clavados en la cruz. Si así fuera, ¡nadie podría quedar convicto como transgresor! Si la humanidad obedeciera la ley en toda la magnitud que le dio Jesucristo, disfrutaría de paz mundial y de felicidad a escala individual. ¿Se podrá convertir esto algún día en realidad?
¡Podemos tener la absoluta certeza!
Veamos la profecía de Jeremías que cita el apóstol Pablo en la Epístola a los Hebreos, con referencia al Reino milenario de Cristo: «Este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice el Señor: Pondré mis leyes en la mente de ellos, y sobre su corazón las escribiré; y seré a ellos por Dios, y ellos me serán a mí por pueblo; y ninguno enseñará a su prójimo, ni ninguno a su hermano, diciendo: Conoce al Señor; porque todos me conocerán, desde el menor hasta el mayor de ellos» (Heb. 8:10-11).
Debe quedar claro entonces que la ley espiritual de Dios, los diez mandamientos, será la base misma del gobierno y de la vida en el mundo de mañana. Todos los seres humanos aprenderán a amar, a obedecer y a adorar al verdadero Dios. Todos aprenderán a amar al prójimo como a si mismos. Gracias a la verdadera conversión y al poder del Espíritu Santo de Dios, aprenderán progresivamente a mirar las cosas desde el punto de vista de los demás para ayudarles, servirles, edificarlos y animarlos a que tengan una vida productiva y feliz.
Como dijimos antes, cuando la ley de la libertad de Dios se guarde y se entienda universalmente, el mundo vivirá en paz, estado que no ha conocido desde que Adán y Eva fueron expulsados del jardín del Edén.
Lo que usted debe hacer
Si desea convertirse en un verdadero cristiano, en la clase de cristiano que describe la Biblia, hay varias cosas que debe hacer.
En primer lugar, debe comprobar que existe un Dios real. No simplemente una esencia del bien que flota en el espacio, sino un personaje real con un cuerpo espiritual, el Dios que creó los cielos y la tierra y que reina como soberano sobre todo el universo. Como está escrito en la Epístola a los Hebreos: «No es posible agradar a Dios sin tener fe, porque para acercarse a Dios, uno tiene que creer que Él existe y que recompensa a los que le buscan» (11:6, Versión Popular).
En segundo lugar, usted debe probar, sin que le quede la más mínima duda, que la Biblia es verdaderamente la revelación que Dios inspiró para el hombre, tal como lo explica el apóstol Pablo: «Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia» (2 Ti. 3:16).
Y una vez que tenga esta convicción, es esencial comenzar a estudiar la Biblia en serio. Teniendo a la mano, si le es posible, más de una traducción de la Biblia, una concordancia de las Escrituras y otras ayudas para el estudio, usted deberá escudriñar minuciosamente la Biblia y no limitarse simplemente a leerla. Luego, debe meditar en lo que ha leído, orar sobre lo que ha aprendido y tomar la decisión de obedecer a la Palabra de Dios poniéndola en práctica. Porque Jesús dijo: «Escrito está: No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt. 4:4). Usted deberá dedicarse sinceramente a vivir de acuerdo con toda la Palabra de Dios. La práctica es la clave.
Si busca verdaderamente a Dios con corazón sincero y dispuesto a hacer su voluntad, el Espíritu de Dios lo guiará para que entienda que Jesucristo es verdaderamente el Hijo de Dios, el Salvador del mundo y su Salvador personal.
El apóstol Pablo describió esto en la siguiente forma: «Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros. Pues mucho más, estando ya justificados en su sangre, por él seremos salvos de la ira. Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida» (Ro. 5:8-10).
Así pues, somos justificados, hechos justos, reconciliados con Dios cuando aceptamos, desde lo más profundo de nuestro ser, la muerte de Jesucristo como pago por la pena de muerte que nos habíamos acarreado por nuestros pecados. Cada uno de nosotros debe tener para con Jesucristo inmensa gratitud personal y profunda lealtad por haberse despojado de su gloria con el fin de redimirnos.
Jesucristo, el Hijo de Dios, ¡se entregó a sí mismo como sacrificio por nosotros! Y se siente actualmente a la diestra del Dios Altísimo como nuestro fiel y Sumo Sacerdote, para interceder por nosotros cuando oramos y buscamos a Dios (Heb. 4:14-16). Jesucristo es también la Cabeza viviente de su Iglesia (Ef. 1:22-23), y el Rey que gobernará pronto a toda la tierra (Ap. 11:15).
Usted debe aceptar al verdadero Jesucristo que nos presenta la Biblia como su Salvador personal, su Señor, su Maestro, su Sumo Sacerdote y el Rey de reyes que ha de venir a la tierra. ¡Su compromiso con Jesucristo debe ser absoluto!
Después de esto viene una clave esencial: Luego de aceptar la persona de Cristo, es preciso creer su mensaje, es decir, lo que Él enseñó y lo que Él representa.
Jesús dijo: «¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?» (Lc. 6:46). Y dice además: «No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mt. 7:21).
¿Cuál fue entonces el mensaje que predicó Jesucristo? «Despuésque Juan fue encarcelado, Jesús vino a Galilea predicando el evangelio del reino de Dios, diciendo: El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el evangelio» (Mr. 1:14-15).
Jesús vino a proclamar LAS BUENAS NOTICIAS del Reino de Dios o del gobierno de Dios. Como ya lo habíamos visto, Jesús enseñó que las LEYES de este reino están basadas en los diez mandamientos. Para ser verdaderos cristianos, es necesario arrepentirnos de nuestros pecados y comenzar a guardar las LEYES de ese gobierno venidero, creer en las buenas noticias del Reino de Dios, y aceptar a Jesucristo como nuestro Salvador personal.
El arrepentimiento y el bautismo
Sabemos que la ley declara transgresores a los pecadores (Stg. 2:9). Y dice luego: «Cualquiera que guardare toda la ley, pero ofendiere en un punto se hace culpable de todos» (v. 10). La ley consta de diez puntos fundamentales, a saber, los diez mandamientos. Si transgredimos tan solo uno, la ley nos condena.
El apóstol Juan escribió hacia finales del primer siglo: «El pecado es infracción de la ley» (1 Jn. 3:4). Y hablando de Dios el Padre dijo: «Cualquiera cosa que pidiéremos la recibiremos de él, porque guardamos sus mandamientos y hacemos las cosas que son agradables delante de él» (v. 22). Según lo que enseña la Biblia, Dios oye nuestras oraciones porque guardamos su ley. Es esencial que el verdadero cristiano esté plenamente consciente de que delante de Dios está obligado a guardar los diez mandamientos.
El Nuevo Testamento explica en qué consiste el pecado. En ninguna parte dice que jugar cartas, bailar o ir al cine es pecado. Porque el pecado no es una cosa, sino el mal uso de las cosas o los malos pensamientos y actitudes que infringen la dimensión espiritual de la ley de Dios.
Ahora bien, el que juega a las cartas en un ambiente pecaminoso impulsado por la codicia de ganar dinero sin trabajar, ciertamente infringe la ley de Dios. De igual manera, los bailes que tienen como propósito excitar la lujuria, son pecado. También, las películas llenas de homicidio y de relaciones sexuales ilícitas tienen un efecto pecaminoso en la mente humana.
Lo que debemos tener en cuenta es que la norma para determinar lo que es pecado no es nuestra opinión ni la opinión de tal o cual persona. Los mandamientos de Dios constituyen el verdadero criterio para distinguir entre el bien y el mal. ¿Puede haber algo más claro?
El verdadero cristiano es el que está lleno del Espíritu Santo de Dios y es guiado por ese mismo Espíritu. Así lo explica el apóstol Pablo: «Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios» (Ro. 8:14). Ahora bien, ¿cómo podemos recibir el Espíritu Santo y cómo obra en nosotros? Es apóstol Pedro nos revela en qué forma se recibe: «Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hch.2:38).
Nuestro antiguo «yo» debe ser enterrado o bautizado para el perdón del pecado, para ello es necesario arrepentirse del pecado. Recordemos que el pecado es la transgresión de la ley. Esta es la razón por la cual ¡tenemos que ARREPENTIRNOS DE TRANSGREDIR LA LEY DE DIOS! (Dt. 30:2).
Debemos ser bautizados en una tumba de agua que simboliza, por una parte, nuestro entendimiento de la pena de muerte que nos hemos acarreado por desobedecer la LEY de nuestro Creador; y por otra parte, la expresión de nuestra decisión de dejar morir nuestro viejo «yo». Cuando nos arrepentimos sinceramente de nuestro proceder y de nuestra rebelión contra Dios, y aceptamos con fe la sangre de Cristo derramada como pago por nuestros pecados, entonces tenemos la promesa de recibir el don del Espíritu Santo de Dios. Por medio de este Espíritu Santo, Jesucristo nos transmite su naturaleza: su amor, su fe, su poder para vencer nuestras debilidades, las tentaciones de Satanás y la seducción del mundo.
El amor que recibimos por medio del Espíritu de Dios es el verdadero amor de Dios, «porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado» (Ro. 5:5).
Ahora bien, ¿en qué consiste ese amor?
La Palabra de Dios nos da la respuesta: «Pues este es el amor a Dios, que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son gravosos» (1 Jn. 5:3).
Gracias a ese amor de Dios que se nos ha comunicado por el Espíritu Santo, ¡podemos llegar a guardar fielmente sus mandamientos!
No es por nuestras propias fuerzas, sino gracias al poder del Espíritu Santo de Dios que podemos imitar el perfecto ejemplo de vida que nos dejó Jesucristo. Debemos dejar que Jesucristo viva en nosotros una vida como la que Él vivió hace más de 1900 años. Su ejemplo nos enseñará a observar las mismas leyes divinas que Él guardó (Jn. 15:10) y a celebrar las mismas fiestas que Él ordenó. Así estaremos en el mundo sin ser del mundo (Jn. 17:15), apartados de las guerras y de la política de este mundo. Así, mediante el estudio constante de la Biblia, la oración ferviente, el ayuno frecuente, y la continua superación espiritual, Dios producirá en nosotros el CRECIMIENTO. Si nos sometemos totalmente a Dios, ¡Él formará en nosotros su imagen espiritual para que en la resurrección nazcamos de Dios como AUTÉNTICOS HIJOS suyos transformados en su misma naturaleza!
¡Este es el verdadero PROPÓSITO de nuestra existencia!
El poder espiritual que necesitamos
El apóstol Pablo escribió: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado» (Ro. 5:5). Es obvio que para poder dejar de pecar y guardar la ley espiritual de Dios, necesitamos el amor espiritual que únicamente Dios puede dar. Él ha prometido dárnoslo por medio de su Espíritu.
Recordemos bien que «este es el amor a Dios, que guardemossus mandamientos; y sus mandamientos no son gravosos» (1 Jn. 5:3).
Juan, el discípulo amado de Cristo, escribió hacia el fin de la era apostólica que el amor a Dios nos guía a guardar sus mandamientos. Pese a los argumentos teológicos modernos que tratan de probar lo contrario, el apóstol Juan afirma que los mandamientos de Dios no son «gravosos».
Del verdadero cristiano fluirá entonces el amor de Dios «como ríos de agua viva» (Jn. 7:38-39). Mediante el estudio intenso de la Biblia (que es el alimento espiritual), y la oración diaria y ferviente de rodillas ante Dios, para implorar el poder espiritual, la fe, la dirección y el amor necesarios, el verdadero CRISTIANO CRECE espiritualmente.
Poco a poco, y paso a paso, cada uno de nosotros deber crecer «en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (2 P. 3:18). Con la ayuda de Dios mediante la presencia interior del Espíritu Santo en nosotros, debemos permitirle diariamente a Jesucristo que viva su vida en nosotros.
La Palabra de Dios nos dice: «Habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios» (1 Co. 6:20).
Así como Jesucristo nos rescató con su sangre derramada y pagó la pena que nos habíamos acarreado por nuestros pecados, debemos tener en cuenta, si somos verdaderamente cristianos, la necesidad de buscar en todo tiempo la voluntad de Dios, en todo lo que pensemos, digamos y hagamos.
Es cierto que todos tropezamos a veces, y le pedimos a Jesucristo que viva su vida en nosotros. Pero no debemos desanimarnos por esto. Somos humanos, Dios conoce nuestra condición y se acuerda de que somos polvo (Salmos 103:14).
Juan, el apóstol del amor, escribió al respecto: «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad» (1 Jn. 1:8-9).
Si nos llega a ocurrir que después de nuestra conversión tropezamos y caemos, lo que debemos hacer es arrepentirnos de todo corazón y confesar a Dios nuestros pecados, y Él nos perdonará. El apóstol Juan dice que Dios limpia todo pecado.
Se necesita tiempo para vencer el pecado. Es algo que no ocurre instantáneamente. Nunca debemos desanimarnos ni darnos por vencidos.
Los frutos del verdadero cristiano
Jesucristo dijo: «Por sus frutos los conoceréis» (Mt. 7:20). La manifestación de los frutos del Espíritu Santo en la vida diaria de una persona constituye la prueba de lo que es el verdadero cristiano. Cuando un fariseo le preguntó a Jesús cuál era el mayor mandamiento de la ley, Jesús respondió: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt. 22:37-39).
Dios es el centro de la vida de todo verdadero cristiano. Los que aman a Dios se esfuerzan por agradarle en todos sus pensamientos y acciones. Mantienen viva en su mente la realidad de que Dios es su Padre, y que Jesucristo es su Salvador y Sumo Sacerdote.
El verdadero cristiano se alimenta de Jesucristo estudiando atentamente la Palabra inspirada de Dios, es decir, la Biblia (Jn. 6:56-57). El verdadero cristiano adquiere la costumbre de levantarse temprano para buscar a Dios en oración ferviente, como lo hacía Jesucristo (Mr. 1:35). Aprende a caminar con Dios para que sus pensamientos y acciones estén más y más en armonía con Dios y Jesucristo, en cada día de su vida cristiana.
El cristiano auténtico es guiado por el Espíritu de Dios y por ello ama al prójimo como a sí mismo. Con la ayuda y la guía de Dios se esfuerza a diario por ser benigno, amable, generoso. Y pone además en práctica.la.instrucción.de. Jesucristo: «Mayor felicidad hay en dar que en recibir» (Hch. 20:35, Biblia de Jerusalén).
En esta forma un verdadero discípulo de Jesucristo se dedica a dar, ayudar, a servir y a levantar el ánimo de sus semejantes; de todo corazón toma parte en la propagación de la verdad de Dios. Como escribió Daniel: «Los entendidos resplandecerán como el resplandor del firmamento; y los que enseñan la justicia a la multitud, como las estrellas, a perpetua eternidad» (Dn. 12:3).
El verdadero cristiano manifiesta más y más en su vida y en su personalidad los «frutos» espirituales que enumera el apóstol Pablo: «El fruto del Espíritu es: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley» (Gá. 5:22-23).
Gracias al Espíritu de Dios que obra en él, el verdadero cristiano manifiesta un interés sincero y constante por los demás; a todas las personas las trata con cariño. La alegría y la paz interiores que experimenta son inestimables. Todos debemos crecer siguiendo este camino (Gá. 5:22-23). La fe es un fruto esencial, es tener la fortaleza espiritual de confiar en Dios y de demostrar la entrega al camino de Dios en todos los aspectos de la vida.
El último «fruto» del Espíritu es la templanza o dominio propio. Este es el poder espiritual que nos permite vencer el pecado, la codicia y la lujuria y obedecer a Dios. Si nos sometemos verdaderamente a Dios con todo el corazón, la mente y la voluntad, y si aceptamos a Jesucristo y somos bautizados en su nombre, se nos promete el PODER del Espíritu Santo para que nos transmita esa fortaleza y ese dominio propio. Como le escribió el apóstol Pablo a Timoteo: «No nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio» (2 Ti. 1:7).
¡NO ESPEREMOS la «perfección» de la noche a la mañana! Ya hemos visto que tenemos que «CRECER en gracia y en conocimiento». La vida del verdadero cristiano es una vida de superación y de crecimiento para llegar a ser como Jesucristo aun en nuestros pensamientos y deseos más recónditos.
El grandioso futuro que les espera a los cristianos hace que valgan la pena los «dolores del crecimiento» y todas las pruebas y dificultades que encontramos en la «senda estrecha».
Mantener los ojos fijos en la meta
Si Dios lo ha llamado a la comprensión de su Palabra y usted capta las cosas que hemos dicho en este folleto, no hay duda que ha sido llamado a ser hijo de Dios. El significado y el propósito de su llamamiento son GRANDIOSOS.
La sumisión constante de sus pensamientos, de su tiempo, de su energía y de su misma vida, para permitir que Jesucristo viva su vida en usted, hará que su carácter se conforme más y más al carácter de Dios. Día tras día, mes tras mes y año tras año, usted aprenderá a pensar, a actuar y a vivir como Dios.
Y al final, cuando Jesucristo regrese como Rey de reyes y Señor de señores, usted será resucitado y transformado en un ser espiritual (1 Ts. 4:15-18). ¡Y entonces estará para siempre con Jesucristo para GOBERNAR a las naciones de la tierra (Ap. 2:26), y para traer por fin paz y alegría duraderas!
Usted será glorificado para ser miembro dirigente del Reino o gobierno de Dios. Como escribió el apóstol Juan: «Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es» (1 Jn. 3:2).
En la resurrección, los santos verdaderos serán como Jesucristo. En aquel entonces recibirán la asombrosa oportunidad de ayudar a gobernar las ciudades y naciones de la tierra. Estarán dotados de cuerpos glorificados espirituales que les permitirán llevar a cabo esta labor. Porque nunca se cansarán, nunca enfermarán, nunca morirán.
Con un cuerpo espiritual, y llenos de dinamismo, de energía y de ALEGRÍA, los verdaderos santos de Dios tienen un llamamiento y un porvenir grandiosos en el seno de la Familia de Dios.
Como dijo el apóstol Juan: «Todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro» (1 Jn. 3:3).
Si usted desea enterarse más a fondo de la gloria y el poder que están reservados para los verdaderos cristianos, solicite hoy mismo por escrito o por teléfono a nuestras oficinas el fascinante folleto que lleva como título: El misterio del destino humano. Se lo enviaremos sin costo ni obligación alguna de su parte.
Los que entiendan estas verdades sublimes tendrán todos los motivos para querer someterse al Dios Supremo, aceptar a su Hijo como Salvador, vivir de acuerdo con todas las palabras de Dios, guardar sus mandamientos, y desarrollar el carácter de Dios, a fin de estar preparados para el maravilloso mundo de mañana en el Reino de Dios.
¿Representan el verdadero cristianismo
los grupos religiosos que hacen obras de caridad?
Hay, sin duda, religiones cristianas y no cristianas que hacen buenas obras. En la medida en que las personas obedezcan a Dios y amen al prójimo como a sí mismas, reciben bendiciones que se extienden también a aquellos que los rodean (Dt. 11:27; 4:6-8; Gn. 22:18). Pero no es suficiente hacer buenas obras. Dios no mide en una balanza el peso de las buenas obras para mandar al cielo a aquellos cuyas buenas obras pesen más que las malas. Nuestra propia justicia no basta (Is. 64:6; Ro. 3:23). Jesucristo nos dijo que Él rechazaría a aquellos que haciendo buenas obras en su nombre no pusieran en práctica su ley. Él les declarará: «Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad» (maldad es la traducción del vocablo griego anomia, que significa ir en contra de la ley, Mt. 7:23).
Debemos tener en cuenta que a lo largo de la historia, los grandes organismos cristianos no han enseñado a la humanidad el plan de Dios. Si bien muchos de estos organismos han sido la influencia dominante en ciertos gobiernos en diferentes épocas, la verdad es que no han traído paz duradera. Jesucristo vino a predicar el evangelio (las buenas noticias) del Reino de Dios (Mr. 1:14-15), un reino al cual estarán sometidos todos los demás reinos del mundo (Dn. 2:44).
¿Es posible adorar a Jesucristo en vano? Desde luego que sí, porque Él mismo dice: «Este pueblo de labios me honra, mas su corazón está lejos de mí. Pues en vano me honran, enseñando como doctrinas mandamientos de hombres» (Mr. 7:6-7).
¿Hay esperanza para mí?
Muchos creen que Dios no podría perdonarles los pecados que han cometido, por ser tantos y tan graves. No obstante, hablando como pecador, y hallándose en profunda necesidad de misericordia, el profeta Miqueas escribió: «¿Con qué me presentaré ante el Eterno, y adoraré al Dios Altísimo?.. ¿Se agradará el Eterno de millares de carneros, o de diez mil arroyos de aceite? ¿Daré mi primogénito por mi rebelión, el fruto de mis entrañas por el pecado de mi alma?» (Mi. 6:6-7).
La respuesta podría parecer demasiado buena para ser cierta; pero Dios es más grande y misericordioso de lo que esperamos o entendemos.
«Oh hombre, él te ha declarado lo que es bueno, y qué pide el Eterno de ti: Solamente hacer justicia, y amar misericordia, y humillarte ante tu Dios» (Mi. 6:8).
Jesucristo, el Dios de Israel, vino a salvar a los seres humanos; no para condenarlos, sin para condenar el pecado (Jn. 1:1, 14; 3:17; Ro. 8:23). A nosotros nos corresponde arrepentirnos, aceptar a Jesucristo como nuestro Salvador, volvernos a Dios y a su ley perfecta con todo nuestro ser, y hacernos bautizar para remisión de nuestros pecados (Hch. 2:38). Dios perdonará totalmente y olvidará los pecados de aquellos que se arrepientan sinceramente (1 Jn. 1:8-9). La misericordia y la bondad de Dios para con aquellos que lo buscan sinceramente, no tiene límites (Salmos 104:10-14).
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