La explosión social que sacude a Turquía y la represión del gobierno para sofocar la protesta ha desnudado las desigualdades e injusticias del modelo neoliberal del primer ministro Recep Tayyip Erdogan.
Lo que comenzó como una protesta contra la construcción de un centro comercial en el céntrico parque Gezi de Estambul derivó en la mayor ola de protestas que vivió el país euroasiático en la última década y en un desafío directo al primer ministro.
Cinco personas murieron y unas 5.000 resultaron heridas en choques ocurridos en las principales ciudades de Turquía, donde la policía lanzó enormes cantidades de gas lacrimógeno, balas de goma y chorros de agua a presión contra los manifestantes.
Tras el brutal desalojo del sábado pasado de Gezi y la colindante plaza Taksim, epicentro de las protestas, los manifestantes desafiaron a Erdogan durante dos días en las calles hasta que la represión policial y cientos de arrestos impusieron un clima de intimidación que aplacó las muestras públicas de descontento.
El primer ministro atribuyó las movilizaciones a un complot internacional, atacó a la prensa y acusó a los manifestantes de ser extremistas.
La intención no era otra que aplicarles con contundencia la Ley antiterrorista, cuestionada por la Unión Europea (UE) por la amplia gama de infracciones penales que recoge, como permitir encarcelar a periodistas y largos períodos de prisión preventiva.
Erdogan respondió así, con mano de hierro, a unas protestas que en el fondo pusieron en entredicho el modelo de estabilidad y crecimiento económico impulsado desde 2002 por su gobierno y alabado por Estados Unidos, Bruselas y el FMI.
“Este es un gobierno neoliberal, y no se puede permitir que se cuestione su política en el centro del centro, en el corazón financiero y económico de Estambul”, decía días atrás Ozguir Bircan, miembro de la plataforma que inició las protestas.
“Los que estamos aquí somos trabajadores y no nos beneficiamos del boom económico del que se habla en Turquía”, apuntaba por su parte Hizir Sefa Irken, militante del DIP (Partido Revolucionario de los Trabajadores), que estuvo en el frente de resistencia.
La década de crecimiento impulsada por la inversión extranjera directa, especialmente europea, las privatizaciones de empresas y servicios públicos y el consumo en base a crédito ya tocó fondo en 2012.
Turquía acumula una deuda externa de 55.000 millones de dólares y está subiendo impuestos directos e indirectos, mientras el poder adquisitivo de los trabajadores cae y aumentan las desigualdades.
En este marco, el proyecto de Gezi es solo punta de iceberg de un duro plan neoliberal para seguir con la privatización de recursos (aguas y bosques) y el espacio público, según denuncia el grupo “Reclaim Istanbul” en el documental Ecümenopolis, que describe la crudeza de la situación actual de la ciudad del Bósforo.
“Hace unos años, Estambul tenía 3,5 millones de habitantes. Hoy somos 15 millones y en 15 años seremos 23. Se sobrepasaron los límites ecológicos y económicos y el límite de población. Se perdió la cohesión social”, aseguran.
Pero cuando ocuparon Gezi, este y otros grupos anticapitalistas no se imaginaban que iban a terminar canalizando la furia de cientos de miles de personas que acusan a Erdogan de autoritarismo, de controlar la prensa y de estar avanzando sobre las libertades individuales con su agenda islamista.
“Sobre todo en los últimos dos años, Erdogan avanzó con más islamización y políticas reaccionarias, con una legislación moralista, que restringe la libertad de expresión y prensa y que avanza sobre las libertades individuales”, dijo a Télam Hakan Yilmaz, profesor de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales de la prestigiosa Universidad del Bósforo.
El núcleo de la protesta eran personas de entre 18 y 33 años, nacidos entre 1980 y 1995, hombres y mujeres educados, con una visión secular, aunque también había grupos islamistas, que se hacen llamar “Musulmanes Anticapitalistas”.
Uno de los grupos más activos es el de los famosos seguidores del club de fútbol Besiktas, los “Carsi”, reconocidos por su activismo social y militancia anarquista, al que en la protesta se unieron los hinchas de clubes rivales, Fenerbache y Galatasaray.
En Gezi, banderas rojas socialistas y comunistas convivían con los retratos de Mustafa Kemal Ataturk, el “padre” de la República turca nacida en 1923 de las cenizas del Imperio Otomano y que estableció una rígida separación entre el Estado y la religión. También estaban presentes las banderas kurdas, algo que en el pasado hubiese sido impensable.
Erdogan intenta dividir a la sociedad reavivando el histórico y socavado conflicto entre “kemalistas” e “islamistas”, en el que el Ejército, ahora controlado por el gobierno, tuvo un rol destacado.
Pero “el movimiento surgido en el parque Gezi rompió el mito del poder de Erdogan, y demolió una pared de miedo que se había endurecido en los últimos 2 o 3 años. Con su respuesta represiva el premier alineó a toda una generación de jóvenes seculares de clase media, que seguramente seguirá inventando nuevas y creativas formas de resistencia al gobierno”, afirmó el profesor Yilmaz.
“El éxito económico no puede cubrir más como un manto la realidad, que es un autocrático y que la democracia turca está lejos de ser completa”, opinó por su parte Cegiz Aktar, politólogo de la Universidad de Bahcesehir.
La pregunta es hasta dónde está dispuesto a llegar el líder turco, quien aspira a ser presidente en 2014. Washington y la OTAN lo consideran un aliado clave en Medio Oriente, como contrapoder al expansionismo chiita de Irán en Siria, Líbano e Irak. Y Erdogan también suministra armas a los rebeles sirios para derrocar al presidente sirio, Bashar al Assad.
Telam