– No pasa un día sin noticias sobre la creciente desigualdad, el indicador que revela el tipo de modelo económico en el cual nos hemos embarcado, gracias a la doctrina neoliberal pregonada por el llamado Consenso de Washington desde los años 90.
La suposición de que el crecimiento económico es “una marea alta que levanta todos los barcos”, como proclamó la fallecida primera ministra británica Margaret Thatcher (1979-1990), cuando anunció la guerra al Estado de Bienestar, así como el lema paralelo de que una política favorable a los ricos “filtra riqueza para todos”, están hoy en día completamente desacreditados.
Se dice que los hechos son tercos. Con hechos, el economista francés Thomas Piketty prueba, a través de un monumental análisis estadístico mundial titulado El capital en el siglo XXI, que a lo largo de los dos últimos siglos el capital ha obtenido mayores dividendos que el trabajo.
El estudio de Piketty ha demostrado que el crecimiento económico se ha distribuido de manera desigual entre la gente común y los ricos, de manera que estos últimos captan la mayor parte de los beneficios y son cada vez más ricos.
De acuerdo con el modelo económico vigente, los herederos de capitales se quedan con la parte principal del crecimiento. En otras palabras, succionan su creciente riqueza del resto de la población.
Esto significa que estamos volviendo a los tiempos imperiales de la reina Victoria (1837–1901) en Gran Bretaña.
Está probado que el capitalismo financiero lleva la delantera sobre el capitalismo productivo.
El último número de la revista estadounidense Alfa enumera los 25 gestores de fondos especulativos mejor pagados. El año pasado, estos directivos -todos hombres- ganaron la asombrosa suma de más de 21.000 millones de dólares.
Esto supera los ingresos nacionales conjuntos en el mismo año de diez países africanos: Burundi, República Centroafricana, Eritrea, Gambia, Guinea, Santo Tomé, Seychelles, Sierra Leona, Níger y Zimbabue.
Por su parte, el premio Nobel de Economía Paul Krugman escribe que, considerando el 0,1 por ciento con mayores ingresos en Estados Unidos, se ha regresado al siglo XIX. Según el índice de multimillonarios Bloomberg, los 300 individuos más ricos del mundo aumentaron su riqueza el año pasado en 524.000 millones de dólares, más que los ingresos conjuntos de Dinamarca, Finlandia, Grecia y Portugal.
Lo mismo vale para Europa. Por ejemplo, en España, en 2013 las jubilaciones de 23 banqueros ascendieron a 22,7 millones de euros (31,2 millones de dólares). La misma tendencia se observa en toda Europa, incluso en los países nórdicos, pero también en Brasil, China, Sudáfrica y otras partes del mundo.
Esta pasmosa disparidad ha llegado a considerarse una tendencia normal en la “nueva economía”, mientras el trabajo se trata como una mera variable de la producción, y el desempleo permanente se juzga inevitable y estructural.
Por otra parte, la Organización de las Naciones Unidas afirma que la pobreza extrema en el mundo se ha reducido a la mitad. El número de personas que viven con menos de 1,25 dólares diarios pasó de 47 por ciento de la población mundial en 1990 a 22 por ciento en 2010.
Todavía quedan 1.200 millones que viven en la pobreza extrema, mientras una nueva clase media está emergiendo en todo el mundo, gracias fundamentalmente a Brasil, China e India.
Por ello, los defensores del modelo económico actual argumentan que “la existencia de unos pocos multimillonarios no debe utilizarse para negar el enorme progreso que ha creado 1.000 millones de nuevos ciudadanos de clase media”.
Este planteamiento tiene tres problemas obvios. El primero es que este modelo económico está limitando los ingresos de la clase media en los países ricos, y agravará sus efectos a largo plazo.
El consumo de los multimillonarios no puede sustituir el consumo de millones de ciudadanos de clase media. Por ejemplo, la producción de automóviles sobrepasa a la demanda, y lo mismo sucede con muchos otros productos. La pobreza global está disminuyendo, pero al mismo tiempo la desigualdad está aumentando.
El segundo problema es que los ricos pagan actualmente mucho menos impuestos que en el pasado, gracias a múltiples beneficios fiscales que se introdujeron en los tiempos del también fallecido presidente estadounidense Ronald Reagan (1981-1989), bajo el lema “la riqueza produce riqueza y la pobreza produce pobreza”.
El presidente de Francia, François Hollande, ha descubierto a pesar suyo que hoy en día no se puede gravar el capital, porque es sagrado.
Por lo menos 300.000 millones de dólares en ingresos tributarios se pierden cada año a través de una combinación de incentivos fiscales corporativos y la evasión de impuestos. Se estima que unos cuatro billones (millones de millones) de dólares están escondidos en paraísos fiscales.
El tercer problema es muy grave. Resulta redundante citar alguno de los innumerables ejemplos de cómo la política se ha subordinado a los intereses económicos.
Un ciudadano común y corriente no tiene el mismo poder que un multimillonario. Resulta irónico que la Corte Suprema de Estados Unidos haya eliminado los límites a las donaciones a los partidos políticos, con la justificación de que todas las personas son iguales.
Puesto que las elecciones presidenciales en Estados Unidos cuestan unos 2.000 mil millones de dólares, ¿es un ciudadano común realmente igual a Sheldon Adelson, el magnate estadounidense que ha donado oficialmente 100 millones de dólares al derechista Partido Republicano?
¿Es posible creer que esta tendencia es buena para la democracia? ¿Y que no debemos preocuparnos por la emergencia de una minoría desmesuradamente rica? Este es lo que nos dicen, y pretenden que creamos.
Roberto Savio es fundador y presidente emérito de la agencia informativa Inter Press Service (IPS) y editor de Other News.
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