«Pilatos, después de haberse lavado las manos de la sangre del inocente, pronunció la palabra terrible: Condemno, ibis in crucem. Ya la muchedumbre impaciente se agolpa hacia el Gólgota. Estamos sobre la altura pelada y cubierta de osamentas humanas que domina a Jerusalén; lleva el nombre de Gilgal, Gólgota, o lugar del cráneo, siniestro desierto consagrado desde siglos antes a los suplicios más horribles. La montaña no tiene árboles: allí no crecen más que horcas. En aquel sitio, Alejandro Janeo, el rey judío, había asistido con todo su harén a la ejecución de cientos de prisioneros; allí Varus había hecho crucificar a dos mil rebeldes; y allí era donde el dulce Mesías, anunciado por los profetas, debía sufrir el atroz suplicio, inventado por el genio atroz de los fenicios, adoptado por la ley implacable de Roma. La cohorte de los legionarios forma un gran círculo en la cumbre de la colina y separa a golpes de lanza a los últimos fieles que han seguido al condenado. Son mujeres galileas; mudas y desesperadas, se arrojan al suelo. Ha llegado la hora suprema de Jesús. Es preciso que el defensor de los pobres, de los débiles y de los oprimidos, acabe su obra en el martirio abyecto, reservado a los esclavos y a los bandidos. Se necesita que el profeta consagrado por los esenios se deje clavar en la cruz aceptada en la visión de Engaddi; es preciso que el hijo de Dios beba el cáliz entrevisto en la Transfiguración; es preciso que descienda al fondo del infierno y del horror terrestre. Jesús ha rehusado el brebaje tradicional preparado por las piadosas mujeres de Jerusalén y destinado a aturdir a los condenados. Sufrirá su agonía en plena conciencia. Mientras le atan sobre el madero, mientras los rudos soldados clavan con grandes martillazos los clavos en aquellos pies adorados por los desgraciados, en aquellas manos que sólo sabían bendecir, la negra nube de un sufrimiento desgarrador apaga sus ojos, ahoga su garganta. Más desde el fondo de aquellas convulsiones y de aquellas tinieblas infernales, la conciencia del Salvador siempre despierta, sólo tiene una palabra para sus verdugos: “Padre, perdónalos, que no saben lo que hacen”. He aquí el fondo del cáliz: las horas de la agonía desde mediodía a la puesta del sol. La tortura moral se suma y agrega a la tortura física. El iniciado ha abdicado de sus poderes; el hijo de Dios va a eclipsarse; sólo queda el hombre que sufre. Durante algunas horas va a perder su cielo, a fin de medir el abismo del sufrimiento humano. La cruz se eleva lentamente con su víctima y su letrero, última ironía del procónsul: “¡Éste es el rey de los judíos!”. Ahora las miradas del crucificado ven flotar en una nube de angustia a Jerusalén, la ciudad santa que ha querido glorificar y que le lanza el anatema. ¿Dónde están sus discípulos?. Desaparecieron. Sólo oye las injurias de los miembros del sanhedrín, que juzgan que el profeta ya no es de temer y triunfan en su agonía. “¡Ha salvado a los otros, dicen, y no puede salvarse a sí mismo!”. A través de aquellas blasfemias, de aquella perversidad, en una visión aterradora del porvenir, Jesús ve todos los crímenes que los potentados inicuos, los fanáticos sacerdotes, van a cometer en su nombre. ¡Se servirán de su signo para maldecir!. ¡Crucificarán con su cruz!. No es el sombrío silencio del cielo velado para él, sino la luz perdida para la humanidad quien le hace lanzar aquel grito de desesperación: “Padre mío, ¿Por qué me has abandonado?”. Entonces la conciencia del Mesías, la voluntad de toda su vida, brota en un último relámpago y su alma se escapa con este grito: “Con sumado está”. ¡Oh sublime Nazareno, Oh divino Hijo del Hombre, ya no estás aquí!. Con rápido vuelo sin duda tu alma ha vuelto a encontrar, en una luz más brillante, tu cielo de Engaddi, tu cielo del monte Tabor!. Has visto a tu Verbo victorioso volando sobre los siglos, y no has querido otra gloria que las manos y las miradas levantadas hacia ti de aquellos que has curado y consolado… A tu último grito, incomprendido por tus guardas, un escalofrío les ha estremecido. Los soldados romanos se han vuelto, y ante la extraña radiación dejada por tu espíritu sobre la faz tranquila de aquel cadáver, tus verdugos asombrados se miran y dicen: “¿Será un dios?”.
¿Ha concluido realmente el drama?. ¿Terminó la lucha formidable y silenciosa entre el divino Amor y la Muerte que se ha lanzado sobre él con los poderes reinantes en la tierra?. ¿Dónde está el vencedor?. ¿Lo son aquellos sacerdotes que descienden del Calvario, contentos de sí mismos, seguros, puesto que han visto expirar al profeta, o lo será el pálido crucificado ya lívido?. Para aquellas mujeres fieles que han dejado aproximar los legionarios romanos y que sollozan al pie de la cruz, para los discípulos consternados y refugiados en una gruta del valle de Josapath, todo ha terminado. El Mesías que debía sentarse en el trono de Jerusalén ha perecido miserablemente en el suplicio infame de la cruz. El Maestro ha desaparecido; con él la esperanza, el Evangelio, el reino del cielo. Un triste silencio, una desesperación profunda pesan sobre la pequeña comunidad. Pedro y Juan mismos están anonadados. Todo lo ven oscuro a su alrededor; ya no luce en su alma un rayo de esperanza. Sin embargo, de igual modo que en los misterios de Eleusis una luz deslumbradora sucedía a las tinieblas profundas, así en los Evangelios a aquella desesperación inmensa sucede una súbita alegría, instantánea, prodigiosa, que hace irrupción como la luz del sol en la aurora, y este clamar vibrante de alegría se propaga en toda la Judea: ¡Ha resucitado!. La primera es María Magdalena que, errando a la ventura alrededor del sepulcro, ha visto al Maestro y ha reconocido su voz que la llamaba por su nombre: ¡María!. Loca de contento, se ha precipitado a sus pies. Ha visto a Jesús mirarla, hacer un gesto como para prohibirla tocarle, luego desvanecerse bruscamente la aparición, dejando alrededor de Magdalena una tibia atmósfera y la certidumbre de una presencia real. Después las santas mujeres encuentran al Señor y le oyen decir estas palabras: “Id a decir a mis hermanos que vayan a Galilea y allá me verán”. La misma noche, estando reunidos los once y las puertas cerradas, vieron entrar a Jesús. Ocupó lugar en medio de ellos, les habló dulcemente, reprochándoles su incredulidad. Luego dijo: “Id por el Mundo y predicad el Evangelio a toda criatura humana”. (Marcos, XVI, 15). Cosa extraña; mientras le escuchaban, todos estaban como en un sueño, habían por completo olvidado su muerte, le creían vivo y estaban persuadidos de que el Maestro no les abandonaría. Más en el instante en que iban a hablar, le habían visto desaparecer como una luz que se apaga. El eco de su voz vibraba aún en sus oídos. Los apóstoles, deslumhrados, buscaron en el sitio que dejó vacío; un vago resplandor flotaba en él; de repente se esfumó. Según Mateo y Marcos, Jesús reapareció poco después sobre una montaña, ante quinientos hermanos reunidos por los apóstoles. Otra vez se mostró de nuevo a los once reunidos. Luego las apariciones cesaron. Pero la fe se había creado; la impulsión estaba dada, el cristianismo vivía. Los apóstoles, henchidos de sagrado fuego, curaban enfermos y predicaban el Evangelio de su Maestro. Tres años más tarde, un joven fariseo llamado Saulo, animado contra la nueva religión de violento odio y que perseguía a los cristianos con juvenil ardor, fue a Damasco con algunos compañeros. En el camino se vio súbitamente envuelto en un relámpago tan deslumbrador que cayó a tierra. Tembloroso, exclamó: “¿Quién eres?. Y oyó decir a una voz: Soy Jesús, a quien persigues; duro te sería volverte contra los aguijones”. Sus compañeros, tan asustados como él, le levantaron. Habían oído la voz sin ver nada. El joven, cegado por el rayo, sólo después de tres días de oscuridad pudo recobrar la vista. (Hechos, IX, 1-9). Saulo se convirtió a la fe de Cristo y fue Pablo, el apóstol de los Gentiles. Todo el mundo está de acuerdo en decir que sin aquella conversión el cristianismo confinado en Judea, no hubiese conquistado el Occidente. Tales son los hechos relatados por el Nuevo Testamento. Por esfuerzos que se hagan para reducirlos al mínimo, y cualquiera que sea por otra parte la idea religiosa o filosófica que a ello se relacione, es imposible hacerlos pasar por pura leyenda y rehusarles el valor de un testimonio auténtico, en cuanto a lo esencial. Desde hace dieciocho siglos las olas de la duda y de la negación han asaltado la roca de este testimonio; hace cien años que la crítica se ha encarnizado contra él con todos sus útiles y todas sus armas. Ella ha podido desquiciarlo en ciertos puntos, pero no moverlo de su lugar. ¿Qué es lo que hay tras las visiones de los apóstoles?. Los teólogos primarios, los exégetas de la letra y los sabios agnósticos podrán disputar sobre él hasta el infinito y batirse en la oscuridad; no se convertirán unos a otros y razonarán en el vacio, en tanto que la Teosofía, que es la ciencia del Espíritu, no haya ampliado sus concepciones y que una Psicología experimental superior, que es el arte de descubrir el alma, no les haya abierto los ojos. Pero, no colocándonos aquí más que en él punto de vista del historiador concienzudo, es decir, de la autenticidad de esos hechos como hechos psíquicos, hay una cosa de que no se puede dudar y es que los apóstoles han tenido esas apariciones y que su fe en la resurrección del Cristo ha sido inquebrantable. Si se rechaza la narración de Juan, como habiendo recibido su definitiva redacción cien años aproximadamente después de la muerte de Jesús, y la de Lucas sobre Emmaús como una amplificación poética, quedan las afirmaciones simples y positivas de Marcos y Mateo, que son la raíz misma de la tradición y de la religión cristiana. Queda aún algo más sólido e indiscutible: el testimonio de Pablo. Queriendo explicar a los Corintios la razón de su fe y la base del Evangelio que predica, enumera por su orden seis apariciones sucesivas de Jesús: las de Pedro, a los once, a los quinientos “cuya mayor parte vive aún”, a Santiago, a los apóstoles reunidos, y finalmente su propia visión en el camino de Damasco. (Corintios, XV, 1-9). Tales hechos fueron comunicados a Pablo por el mismo Pedro y por Santiago tres años después de la muerte de Jesús, poco después de la conversión de Pablo; cuando hizo su primer viaje a Jerusalén. Los relatos provienen de testigos oculares. En fin, de todas esas visiones, la más incontestable no es la menos extraordinaria, quiero decir la del mismo Pablo; en sus epístolas se refiere a ella sin cesar como fuente de su fe. Dados el estado psicológico precedente de Pablo y la naturaleza de su visión, ésta viene de fuera y no de dentro; es de un carácter inesperado y fulminante y cambia su ser de pies a cabeza. Como bautismo de fuego templa su alma, la reviste de una armadura infrangible, y hace de él ante el mundo el defensor invencible del Cristo».
Extracto de «Los Grandes Iniciados» – Jesús – Capítulo VI – Por Edouard Schure.
Un gran post, Gracias Lis.