Charles Darwin

“La muerte ya no es el enemigo del hombre, como la ha presentado la cristiandad, sino su glorificación -al contrario que el pensamiento de Pablo en su Carta a los Corintios, se señala- y desde luego la gran fuerza de progreso, porque las muertes de muchos individuos pueden convenir a la especie -y no sólo a efectos de selección-, o a la sociedad estructurada con carácter científico”. Hellwal. Citado por José Jiménez Lozano, escritor. Premio Cervantes 2002 (ABC, 04/03/06)

 

Charles Robert Darwin, hijo de Robert y Susannah Darwin, nació el 12 de febrero de 1809 en el seno de una familia pudiente, con todo lo que ello significa en cuanto a comodidades y privilegios; y esa riqueza, que él incrementaría considerablemente gracias a una vida de frugalidad, le permitiría convertirse en uno de los pensadores más influyentes de la historia: el hombre que formuló la teoría de la evolución.
Robert Darwin, su padre, era un librepensador, hijo del renombrado poeta, doctor, librepensador, disidente y libertino Erasmus Darwin. Su madre, Susannah, era la hija del famoso y próspero Josiah Wedgwood, fabricante de porcelana fina y miembro de la Iglesia unitaria. Cerniéndose sobre Inglaterra la sombra de la Revolución francesa, que había comenzado exactamente dos décadas antes, los librepensadores unitarios – disidentes de la Iglesia Anglicana – y todos los que tenían tendencias más democráticas se habían convertido en objeto de sospecha, de modo que Robert y Susannah consideraron que lo mejor era bautizar a Charles en la Iglesia anglicana de Saint Chad, el 17 de noviembre. Sin embargo, aún así Susannah permaneció fiel al unitarianismo de su familia paterna, y los domingos llevaba a Charles a iglesias unitarias. Murió cuando su hijo tenía sólo ocho años. Las hermanas de Charles ocuparon el lugar de su madre.
Desde muy pronto, el joven Charles fue un ávido coleccionista de todo tipo de especimenes, y prefería pasar las horas en el laboratorio de química que había improvisado en los establos antes que estudiar los clásicos griegos y latinos que estaban prescritos para la educación de los niños de su clase social. También le encantaba cazar. No puede sorprender, por tanto, que sus logros en el colegio no fuesen precisamente estelares. “¡No te importa nada más que cazar, los perros y coger ratas!”, bramaba con ira su padre. “¡Serás una deshonra para ti mismo y para toda tu familia!”. El remedio que su padre médico le recetó fue convertirlo en médico, hijo y nieto de médicos, de modo que a los dieciséis años Charles se encontró visitando pacientes junto con su progenitor.
Para los estudios universitarios, Robert Darwin decidió enviar a Charles a Edimburgo, donde se uniría a él su hermano mayor, Erasmus. Edimburgo era el lugar donde los disidentes con recursos, que no eran admitidos en Oxford o Cambridge porque no suscribían los treinta y nueve artículos de la Iglesia de Inglaterra, podían cursasr los estudios de medicina. Charles y Erasmus llegaron a Edimburgo en octubre de 1825. Allí Charles se comprometió en mayor medida con las causas políticas más queridas del partido whig, incluyendo la libertad religiosa (frente a la Iglesia de Estado), la extensión del derecho de voto, la competencia abierta entre todos, de modo que prevalezcan los mejores (en lugar de posibilitar el acceso a los privilegios sociales sólo a los aristócratas), y la abolición de la esclavitud.
Pero Charles no estaba hecho para los estudios de Medicina. Lo que no le aburría, simplemente le horrorizaba. Las disecciones le resultaban desagradables, pero lo que verdaderamente le llenaba de terror eran las salas de operaciones, sucias y sin anestesia; tras presenciar una chapucera operación practicada a un niño, Charles no volvería a entrar nunca más en un quirófano. Consiguió superar mal que bien el primer curso, animado únicamente por la clase de Química y por el aprendizaje de la taxidermia, que realizó codo con codo con un esclavo liberto.
Al llegar su segundo año en la Facultad de Medicina Darwin ya se había desentendido casi completamente de la formación que debía recibir. En lugar de apuntarse a los cursos obligatorios siguió sus intereses personales, y muy pronto se encontró bajo la tutela de Robert Grant, un brillante iconoclasta, experto en esponjas y firme defensor de la evolución (o la transmutación, como en aquel momento se decía). Grant, que era francófilo, s ehabía empapado de la teoría de la transmutación de Jean-Baptiste Lamarck y Etienne Geoffrey Saint Hilaire, de modo que enseguida Darwin se encontró leyendo a Lamarck (aunque su francés era bastante pobre), estudiando todo tipo de pájaro, animal o criatura marina sobre la que pudiese poner las manos y estudiando también Geología.
En ese año académico le propusieron formar parte de la Sociedad Pliniana, que se reunía regularmente para discutir todo tipo de cuestiones. El hombre que propuso a Darwin, William Browne, era un materialista radical, y la misma noche de la presentación de Darwin ante la Sociedad, después de que éste pronunciase una charla sobre los invertebrados marinos, tomó la palabra para argumentar que la mente, más que una faceta del alma inmortal, no era sino la actividad del cerebro. El alma, por supuesto, no existía. No es necesario decir que la charla de Browne fue públicamente censurada, pero sin duda causó una honda impresión en Charles, porque casi medio siglo después éste argumentaría cosas muy parecidas en El origen de l hombre.
Darwin no llegaría a acabar los estudios de Medicina, pues abandonó definitivamente la facultad en la primavera de 1827. Pero durante su corta estancia en ella se había sumergido en todos los aspectos fundamentales de la teoría de la evolución y de la visión materialista de la naturaleza que subyace a ésta.
Como cabía esperar, esto no agradó a Robert Darwin, que decidió que si su hijo se iba a dedicar a jugar al naturalista aficionado, no estaba capacitado más que para la vida del pastor rural, una posición de privilegio en la Iglesia de Inglaterra para hijos de familias pudientes sin aptitudes para ganarse la vida de otra manera. A Darwin no le desagradaba la idea de regentar una parroquia rural, un cargo que exigía un mínimo de rigor doctrinal pero que le proporcionaría el máximo de tiempo y oportunidades para desarrollarse como naturalista. Así, a principios de 1828 llegó a Cambridge para incorporarse como estudiante al Christ´s Collage: el hijo del librepensador se había reconciliado con la necesidad de jugar conforme a las reglas vigentes en una sociedad dominada por el anglicanismo.
En Cambridge, si bien surgió en él una cierta pasión por la teología, se manifestó con toda su fuerza su pasión latente por el coleccionismo de escarabajos, que le hizo sumergirse en la impresionante variedad de especies de ese género. También estudió las Evidences of Christianity (Pruebas del cristianismo), de William Paley, quedando muy impresionado por el famoso argumento de Paley según el intrincado orden de la naturaleza necesariamente exige un Diseñador. Sin embargo, en poco más de una década el asombroso número de variedades de las diversas especies, incluyendo el escarabajo, llevarían a Darwin a rechazar los argumentos de Paley porque – así acabaría razonando – ciertamente Dios, no había creado todas y cada una de las mínimas gradaciones de variedades de escarabajo.
A pesar de que Darwin no consiguió apasionarse especialmente por la teología, fue capaz de conseguir la licenciatura de Filosofía y Letras en 1831. Para entonces, su pasión por la ciencia no tenía prácticamente límites, de modo que se volcó en el estudio de la Botánica, especialmente la Geología. Este celo haría que rápidamente le ofreciesen un puesto como naturalista en el buque Beagle, acompañando al capitán Robert FitzRoy en una exploración de la costa sudamericana. Después de mucho retraso, el Beagle zarpó el 27 de diciembre de 1831.
En su viaje, Darwin encontró fósiles gigantes de animales extinguidos; se encontró con pueblos salvajes que, a su juicio, apenas podían distinguirse de las bestias; leyó e hizo suyas las argumentaciones geológicas de Charles Lyell, según las cuales, y a diferencia de lo que afirmaba entonces el pensamiento cristiano, el mundo no tenía simplemente seis mil años, sino millones; y había aceptado en buena parte la explicación evolutiva de su antiguo profesor Robert Grant sobre la aparición de nuevas especies, incluida la humana. En octubre de 1836, casi cinco años después de su partida, Darwin volvió a casa transformado en un hombre nuevo.
Fue recibido como un joven héroe de la ciencia. Había enviado cajas y cajas de especimenes a Inglaterra, incluyendo una maravillosa colección de enormes fósiles, y fue casi inmediatamente elevado a los aristocráticos dominios de los naturalistas de prestigio. La única dificultad estaba en que los naturalistas de prestigio, en aquel tiempo, no propugnaban la evolución (ni las causas políticas whig). La evolución era la teoría que defendían los ateos, los demócratas y los más radicales disidentes de la ortodoxia anglicana. Así, Darwin se encontró atrapado en una curiosa situación: sus verdaderas ideas eran radicales, pero su pretigio dependía del rechazo de ese radicalismo.
Ante ese dilema, comenzó a vivir una doble vida intelectual: se movía en círculos aristocráticos y contrarios a la evolución a la vez que, privadamente, trabajaba de forma febril en los detalles de su explicación de la evolución. Estaba convencido de que la mente humana era completamente material, de que los seres humanos habían evolucionado a partir de algún tipo de antepasado similar al mono y de que la moralidad misma no era más que un producto de la evolución. Muy pronto, la ansiedad derivada de esta doble vida comenzó a cebarse sobre su salud, de modo que con frecuencia se veía incapaz de trabajar y obligado a permanecer en cama como un inválido.
Y todo esto, antes de haber cumplido los treinta años; veinte años antes de la publicación, en 1859, de su obra El origen de las especies, donde por primera vez hizo públicas sus teorías sobre la evolución, y más de treinta años antes de desarrollar, a la vista de todos, las ramificaciones de la evolución de los seres humanos en El origen del hombre, publicado en 1871.
En noviembre de 1838 propuso matrimonio a su prima Emma Wedgwood. Ella aceptó, y se casaron en enero del año siguiente. Desde el primer momento, Darwin confesó a Emma su materialismo, su creencia en la transmutación y sus dudas con respecto al cristianismo (incluso en sus formas más debilitadas, como el unitarismo de Emmma). Todo eso causó gran preocupación a su esposa. Pero Emma no era radical, por lo que no temía que las opiniones de su esposo le apartasen de la sociedad científica respetable, sino que le llevasen a privarle de pasar la eternidad con ella. Aun así, y a pesar de esta profunda discrepancia y de las continuas enfermedades de Darwin, su matrimonio fue feliz y fructífero. Tuvieron diez hijos, de los cuales sobrevivieron siete. Resulta interesante reparar, dados sus argumentos sobre la supervivencia de los más aptos, que todos sus hijos tuvieron una salud bastante débil.
Esta larga introducción biográfica nos ha puesto de manifiesto varias cosas muy importantes sobre Darwin y, por tanto, sobre el darwinismo. En primer lugar, en contraste con las hagiografías sobre su trayectoria científica de las que surgen los relatos más extendidos sobre él, Darwin no fue un pionero intelectual. La teoría de la evolución no fue descubierta por él en las islas Galápagos: esa teoría ya gozaba de buena salud y era bien conocida en Inglaterra antes de que Darwin pisara el Beagle. Darwin ayudó a ponerla a punto, pero no la “descubrió”. Segundo, desde muy pronto Darwin tuvo conciencia de las implicaciones más radicales de la teoría de la evolución aplicada a los seres humanos; sin embargo, evitó decir nada al respecto en su obra más famosa, El origen de las especies. ¿Por qué? Sabía que, si lo hacía de forma explícita, su teoría sería arrojada al fuego y él mismo sería perseguido junto con los demás evolucionistas, como Robert Grant.
Este segundo punto es especialmente importante. A la hora de hacer un juicio sobre Darwin y el darwinismo, los historiadores generalmente han distinguido entre sus argumentaciones sobre la evolución tal y como están expuestas en El origen de las especies y lo que habrían sido aplicaciones erradas de esa teorías en el reino de la moralidad humana por parte de los autoproclamados seguidores de Darwin en la segunda mitad del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. Se nos asegura que lo único que Darwin pretendía era exponer de forma revolucionariamente científica el modo en que las nuevas especies surgieron en la naturaleza, a partir de las anteriores. Los que extrapolaron los aspectos más crueles de la supervivencia de los más aptos, el motor de la evolución en la naturaleza, al reino de los asuntos humanos no eran seguidores de Darwin, se nos dice, sino personas que lo malinterpretaron. Conforme a este relato estándar, por lo tanto, el crecimiento del movimiento eugenésico por toda Europa y América después de Darwin, un movimiento que floreció de forma particularmente infame en la Alemania nazi, representaría una aberración desviada de la pureza del relato científico de Darwin: un caso arquetípico de mal uso de la ciencia para convertirla en pseudociencia.
Pero esta explicación, tan común entre los historiadores, es simple y llanamente falsa. Darwin era consciente de las implicaciones de la teoría evolutiva en su aplicación, tan común entre los historiadores, es simple y llanamente falsa. Darwin era consciente de las implicaciones de la teoría evolutiva en su aplicación a los seres humanos, y las aprobaba, pero como hemos dicho antes, esperó a 1871 para publicarlas en El origen del hombre. Lo cual fue muy prudente por su parte, porque, después de estudiar la aplicación que el propio Darwin hacía de su teoría de la evolución a la naturaleza humana, veremos cómo los resultados fueron bien impactantes. Darwin no era sólo un eugenista, también era un racista y relativista moral. De este modo, para entender todo lo que significó el darwinismo para la actual Cultura de la Muerte, debemos ocuparnos del su libro El origen del hombre.
Es necesario repetirlo: los argumentos vertidos en El origen de las especies proporcionaron los cimientos teóricos de la explicación evolutiva de la moralidad que realiza Darwin en El origen del hombre. En ésta última obra, Darwin partía de que la evolución era un hecho, y pretendió a partir de ahí explicar (entre otras cosas) cómo las diversas concepciones morales podrían haber evolucionado a través de la selección natural, de la misma manera que en El origen de las especies explicaba cómo la selección natural podía haber hecho surgir la gran variedad de especies existentes de animales y plantas. Al hacer eso, estaba sustituyendo el relato cristiano del Derecho Natural y de la moralidad, que había formado la base de la cultura cristiana durante más de un milenio y medio, por un nuevo relativismo moral fundamentado en la evolución.
Para Darwin, en contraste con la teoría de la moral basada en el Derecho Natural, las “facultades morales del hombre” no eran originales e inherentes a él, sino que habrían evolucionado a partir de “cualidades sociales”, y éstas tampoco serían originadas, sino adquiridas “a través de la selección natural, ayudadas por los hábitos heredados”. Igual que la vida surgió de elementos no vivos, la moral surgió de elementos no morales. Por tanto, ya desde el principio Darwin rechazaba los argumentos sobre el Derecho natural del estoicismo y del cristianismo, según los cuales los humanos eran seres morales por naturaleza. En lugar de eso, asumió que los seres humanos eran por naturaleza asociales y amorales y que sólo se habrían convertido en sociales y morales históricamente.
Por ser más exactos, para Darwin el hombre hubo de convertirse primero en un ser social para, posteriormente, poder convertirse en un ser moral. Pero, ¿cómo nos convertimos en seres sociales? “Para que los seres primitivos, o los progenitores simiescos del hombre, se convirtiesen en seres sociales”, razonaba Darwin, “deben haber adquirido los mismos sentimientos instintivos que impulsan a otros animales a vivir en cuerpo social”. Estos instintos no eran algo particular de los seres humanos ni de sus “progenitores”, ni eran naturales en el sentido de estar incorporados a esos seres desde el principio. Los “instintos sociales” del hombre (como los de otros animales sociales) eran el resultado de variaciones en el individuo que suponían algún tipo de ventaja para la supervivencia. Los que nacían con instintos sociales más fuertes se unían con otros formando tribus más fuertes, más homogéneas y más efectivas. Los que nacían con poco o ningún instinto social resultaban eliminados en la lucha por la supervivencia.
“Las personas egoístas y que despreciaban a los demás no podrán establecer relaciones sólidas entre sí, y sin esas relaciones no puede llevarse nada a cabo”. Por encima y más allá de los instintos sociales, los particulares instintos “morales” (tales como la fidelidad y el valor) superaron la selección natural porque beneficiaban a la tribu en su conjunto, en cuanto que hacían que se “desarrollase y se impusiese sobre otras tribus” en las “incesantes guerras de los salvajes”. Igual que con los demás animales, esas luchas no conocen descanso. Con el paso del tiempo, cada tribu “acabaría, si debemos juzgar a partir de toda la historia del pasado, siendo a su vez vencida por otra tribu mejor dotada”. A través de esta batalla natural de tribu contra tribu, “las cualidades sociales y morales tenderían lentamente a avanzar y a difundirse a través del mundo”. Particularmente, el desarrollo evolutivo de las cualidades morales que los seres humanos han acabado teniendo dependió esencialmente de una larga historia de incesante conflicto entre diferentes tribus en competencia por unos recursos insuficientes; de este modo, el “progreso” evolutivo de la moralidad no podía haberse producido “si el ritmo de crecimiento (de las poblaciones en las tribus) no hubiese sido rápido y la consiguiente lucha por la existencia (no hubiese sido) severa hasta un grado extremo”.
Lo que llamamos “conciencia” fue también el resultado de la selección natural. Darwin la describió como un “sentimiento de insatisfacción que se produce de forma inevitable (…) a partir de cualquier instinto no satisfecho”. Dado que “los instintos sociales más permanentes” fueron más primitivos y por tanto más fuertes que los instintos desarrollados con posterioridad, los instintos sociales habrían sido la fuente de nuestros sentimientos de intranquilidad, cuando alguna acción nuestra los transgredía. En lugar de ser una luz divina que guía nuestras decisiones, la conciencia sería simplemente un recordatorio evolutivo de un instinto anterior más profundamente arraigado.
Esta explicación evolutiva de la moralidad proporcionaba un fundamento aparentemente científico para el relativismo moral: dado que la conciencia humana surgió como un accidente de la selección natural, no tenía por qué surgir de ninguna manera en particular. Como sucede con el color de las mariposas o los hábitos de apareamiento de determinados pájaros, cabían múltiples variantes, y dado que la evolución continúa, seguirán apareciendo nuevas variaciones de la conciencia. Por consiguiente, ninguna variedad particular de conciencia puede ser considerada mejor o peor que otra. De hecho, la selección natural es la que juzga por nosotros, porque la conciencia de cualquier grupo superviviente ya ha sido considerada digna por el único criterio de la evolución: la supervivencia.
Dado que la conciencia, tal y como la experimentamos, podría haber sido conformada por la evolución de forma muy diversa en función de las diferentes necesidades que impulsaron a nuestros ancestros en su lucha por la supervivencia, seguiría siendo conciencia incluso si nos dijese que son buenas cosas que ahora consideramos malas. Como el mismo Darwin decía a los lectores: “No pretendo sostener que cualquier animal estrictamente social, si sus facultades intelectuales hubiesen de llegar a ser tan activas y altamente desarrolladas como las del hombre, llegaría a adquirir exactamente el mismo sentido moral que nosotros”.

“Si, por tomar un ejemplo extremo, los hombres creciesen exactamente en las mismas condiciones que las abejas en las colmenas, difícilmente podría dudarse de que nuestras hembras solteras considerarían, como las abejas obreras, un deber sagrado matar a sus hermanos, y las madres lucharían por matar a sus hijas fértiles; y a nadie se le ocurriría interferir. Sin embargo la abeja, o cualquier otro animal social, en nuestro supuesto adquiriría, me parece, algún sentimiento de lo que está bien y de lo que está mal, es decir, una conciencia. Porque cada individuo tendría una cierta convicción íntima sobre cuáles son sus instintos más fuertes y duraderos, y cuáles los menos; de modo que a menudo se entablaría en su interior una pugna respecto a qué impulso seguir; de lo cual surgiría un sentimiento de satisfacción o insatisfacción (…) En este caso, un control interno indicaría al animal que habría sido mejor haber seguido un impulso y no otro. Uno sería el correcto, el otro el incorrecto”. Charles Darwin. El origen del hombre.

Pero no necesitamos considerar sólo ejemplos ficticios. Tal y como Darwin dejó claro en sus análisis de las diversas “especies” de moralidad humana, esa variabilidad de hecho se expresa a través de la historia natural de las moralidades humanas tal y como evolucionaron en la realidad. Esto explicaría por qué, por ejemplo, muchas sociedades han tolerado el infanticidio, mientras otras lo han condenado. La diferencia no reside en la actuación conforme a estándares morales extrínsecos, sino en las diversas condiciones para la supervivencia de las distintas poblaciones humanas.
Por supuesto, si la moralidad ha quedado reducida a lo que resulta ser útil en determinadas condiciones para la supervivencia del grupo, conforme las condiciones cambian lo que ha demostrado ser beneficioso para la supervivencia puede igualmente dejar de serlo. Por tomar un ejemplo: Darwin informaba a sus lectores de que el matrimonio monógamo era un fenómeno evolutivo relativamente reciente, y se planteaba seriamente si bajo las condiciones de su tiempo la monogamia ya habría agotado sus méritos evolutivos y era por tanto perjudicial para las supervivencia de los más aptos.
Dada la crueldad del mecanismo de supervivencia de los más aptos y su intrínseca falta de finalidad, podría parecer extraño que Darwin al mismo tiempo creyese que, en cierto sentido, la evolución era moralmente progresiva. Ésta habría dado a la humanidad (o al menos a sus más altas formas) un “amor desinteresado hacia todas las criaturas vivas”, que se extendía “más allá de los confines del hombre (…) hacia los animales inferiores”. Darwin consideraba tal simpatía “el más noble atributo del hombre”.
Pero aunque pueda sonar bien, la elaboración de este ranking de cualidades morales producto de la evolución tuvo consecuencias desastrosas. Para empezar, permitió a Darwin, en cuanto naturalista ser racista. Argumentaba que, si partimos del criterio de la simpatía (y de la capacidad intelectual), las “naciones occidentales de Europa (…) sobrepasan a sus antiguos progenitores y están en la cumbre de la civilización”. Paradójicamente, esta superioridad evolutiva (incluyendo esa simpatía) sólo pudo ser adquirida mediante la lucha brutal entre las razas por la supervivencia, una lucha que estaba lejos de haber concluido. De ahí que el progreso moral conllevase la exterminación de las razas “menos aptas” a manos de las más dotadas o avanzadas.
La inevitabilidad del exterminio racial fue una derivación directa de los argumentos evolutivos de Darwin en El origen de las especies (el título completo de la obra era El origen de las especies a través de la selección natural o la preservación de las razas más dotadas en la lucha por la vida), las diferentes razas o variedades de cualquier cosa creada a partir de la selección natural resultaban necesariamente, y de forma beneficiosa para ellas, condenadas a la más severa lucha por la supervivencia precisamente debido a su misma similitud.
Tal y como Darwin argumentaba En El origen de las especies,

«(…) las formas que mantienen una competencia más cerrada con las que están en curso de transformarse y de mejorar, naturalmente sufrirán más. Y (…) son las formas más próximas – las variedades de una misma especie y las especies del mismo género o de géneros relacionados – las que, por tener prácticamente la misma estructura, constitución y hábitos, generalmente entrarán en la competencia más acerba con la otra; consiguientemente, cada nueva variedad de una especie, durante el proceso de su conformación, generalmente presionará más duramente a su pariente más cercano, y tenderá a exterminarlo”.

Este argumento podía ser aplicado directamente a su valoración de la historia evolutiva de las razas humanas, y a la extinción necesaria y beneficiosa de las “menos favorecidas”:

«En un futuro, no muy distante si lo medimos por siglos, las razas civilizadas del hombre exterminarán y reemplazarán, con casi total seguridad, en todo el mundo a las razas salvajes. Al mismo tiempo los monos antropomórficos (esto es, los que se parecen más a los salvajes en su estructura) (…) sin dudad serán exterminados. Entonces la brecha será más ancha, porque separará por un lado al hombre en un estado más civilizado, debemos esperar (…) que el hombre blanco, y por otro a algún mono inferior, como por ejemplo el babuino, en lugar de separar, como sucede en el presente, al negro o al aborigen australiano por un lado y al gorila por otro”.

Independientemente de que Darwin estuviese en contra de la esclavitud – y hay que entender que lo estaba, dada su formación unitaria –, estas palabras son suyas. Lo son, fuesen cuales fuesen sus grandiosas afirmaciones sobre las cualidades morales del hombre. Y estas palabras no pueden ser más claras. Conforme a las leyes de la selección natural, la raza europea emergerá como la especie más característica del homo sapiens, y todas las formas de transición – el gorila, el chimpancé, el hombre negro o el aborigen australiano – resultarán extinguidas en el curso de la lucha por la supervivencia.
Por supuesto, la selección natural no sólo opera entre razas, sino también entre los individuos dentro de las razas. Expresando una queja que posteriormente sería común entre los eugenistas, Darwin sostenía que el hombre salvaje tiene una ventaja sobre el civilizado. En el salvaje, las cualidades intelectuales y morales no están tan desarrolladas, pero eso también supone que los salvajes disfrutan de los “beneficios” directos de la selección natural sin que éstos estén aguados por sentimientos de compasión. “Entre los salvajes, los más débiles de cuerpo o de mente resultan rápidamente eliminados, y los que sobreviven generalmente exhiben un vigoroso estado de salud”. No sucedía así, se lamentaba Darwin, con respecto a sus conciudadanos europeos. Los hombres civilizados “entorpecen el proceso de eliminación: construimos asilos para los imbéciles, para los lisiados y para los enfermos; promulgamos leyes para los menesterosos; y nuestros profesionales de la medicina ejercitan toda su habilidad para salvar la vida de cada persona hasta el último momento”. El progreso mismo de la medicina provoca una regresión evolutiva, porque “existen motivos para pensar que la vacunación ha preservado la vida de miles que, por su débil constitución, en otras condiciones habrían sucumbido a la viruela”. La desafortunada consecuencia de eso es que “los miembros más débiles de las sociedades civilizadas propagan su debilidad”. Tal obstáculo a la severidad de la selección natural es manifiestamente absurdo, porque, “nadie que haya presenciado cómo se crían los animales domésticos puede dudar de que ese obstáculo sea algo altamente dañino para la raza humana”. Ese daño exige la redefinición del significado y las finalidades de las labores asistenciales. “Resulta sorprendente con qué rapidez unos cuidados erróneamente orientados”, se lamentaba Darwin, “conducen a la degeneración de las razas de animales domésticos; pero exceptuando el caso del mismo hombre, apenas existe nadie tan ignorante como para permitir que sus peores animales se reproduzcan”. Charles Darwin. La descendencia del hombre.
Resulta sorprendente que Darwin fuera mejor persona que sus principios, puesto que afirmaba no sin cierto reparo que los europeos occidentales no podrían “obstaculizar sus sentimientos de compasión, aunque les impulsasen a ello las consideraciones más crudas, sin deterioro de la parte más noble de su naturaleza (…) De ahí que debamos sobrellevar sin queja los efectos indudablemente negativos del hecho de que los débiles sobrevivan y propaguen su debilidad a sus descendientes”. Y esto lo decía un hombre cuya frágil salud prácticamente le convirtió en un inválido, y que trajo al mundo diez hijos igualmente enfermizos.
Pero en Darwin estaba muy arraigado el miedo hacia el deterioro evolutivo. Si “no evitamos que los miembros más indeseables, viciosos o por cualquier motivo inferiores de nuestra sociedad incrementen su número a un ritmo más rápido que los hombres de mejor clase, la nación sufrirá una regresión, como ha ocurrido con demasiada frecuencia a lo largo de la historia del mundo”. “Debemos recordar”, avisaba Darwin al lector, “que el progreso no es una regla invariable (…) Lo más que podemos decir es que depende del incremento del número real de la población, del número de hombres dotados de facultades intelectuales y morales elevadas, y de sus niveles de excelencia”. La descendencia del hombre
En el tramo final del El origen del hombre Darwin hace una advertencia de carácter eugenésico: “El hombre revisa con un cuidado escrupuloso el carácter y el pedigrí de sus caballos, de su ganado y de sus perros antes de cruzarlos; pero cuando se trata de su propio matrimonio rara vez toma tales precauciones, si es que alguna vez lo hace”. Para evitar una mayor degeneración de la raza, “ambos sexos deberían abstenerse del matrimonio si son notablemente inferiores de cuerpo o de mente”. Evidentemente, Darwin no tuvo la más mínima intención de aplicarse esto a sí mismo.
Pero esta eugenesia, que podríamos llamar blanda, no era tan blanda como puede parecer a primera vista. De forma coherente con su argumentación evolutiva, Darwin afirmaba que el recrudecimiento de la lucha por la supervivencia entre los seres humanos necesariamente llevaría consigo la pérdida, en unas pocas generaciones, del alto nivel a que la evolución había llegado a lo largo de milenios. Nuestra actual condición de superioridad sería el resultado de “la lucha por la existencia que resulta de la rápida multiplicación (del hombre)”. Si queremos al menos evitar la regresión evolutiva, o lo que es mejor, si queremos “avanzar aún más”, los seres humanos “deberíamos permanecer sometidos a una severa lucha”. Esto llevó a Darwin a sugerir que la monogamia había dejado de ser útil y que “debería existir una competencia abierta entre todos los hombres, de modo que los más capaces no deberían verse constreñidos por las leyes o las costumbres para llegar más lejos y procrear el mayor número de hijos”. No consta qué pensaba su esposa, Emma, con respecto a esta velada propuesta de una nueva forma de poligamia.
Tras la publicación de El origen del hombre, Darwin apenas viviría una década más, recibiendo tanto alabanzas como críticas, promoviendo sus puntos de vista entre sus discípulos y defendiéndolos ante sus oponentes. Si su salud había sido siempre débil, comenzó a sufrir el deterioro que trae consigo la edad. “No puedo quitarme de la cabeza mis incomodidades durante más de una hora”, escribía a un amigo; “pienso en el cementario de Down (es decir, Down Kent, que fue su casa durante mucho tiempo) como el lugar más dulce de la tierra”.
Hacia el final, seguía sintiéndose acosado por el mismo dilema de antaño: sus puntos de vista le conducían al ateísmo y a la oposición al orden social, pero estaba rodeado de personas que seguían aferrándose al cristianismo y que defendían el orden social y moral que el cristianismo sustentaba. Ante eso, Darwin optó por no declararse ateo, y en lugar de ello insistió en calificarse con el término menos agresivo de “agnóstico”. Para conseguir que el darwinismo ganase la aceptación general tenía que seguir manteniendo su ambivalencia. Sin embargo, eso acabó agotándolo, y su salud – especialmente su corazón – sufrió un rápido deterioro en 1881 y principios del 1882. Podría decirse que su propia doctrina sobre la lucha por la supervivencia le provocó una tensión interior que le debilitó para esa misma supervivencia. Al pie de una vieja carta que le escribió su esposa y que conservó durante todos esos años, en la que le imploraba que no se apartase de las doctrinas salvadoras de Cristo para no condenarlos a la separación eterna, garabateó con lágrimas en los ojos durante la Pascua de 1881: “Cuando haya muerto, que sepas que muchas veces he besado esta carta y he llorado sobre ella”. Charles Darwin murió en los brazos de su esposa el 19 de abril de 1882. Emma no consiguió finalmente su consuelo.
Las ideas de Darwin no sólo revolucionaron la biología, también afectaron a otras áreas, como la sociología (Herbert Spencer), la antropología (Lewis Henry Morgan), la economía (Karl Marx, Thorstein Veblen), la política (Walter Bagehot), la literatura de ficción (Joseph Conrad, Jack London, Jules Verne, H. G. Wells), la poesía (Robert Browning, Alfred Tennyson, Walt Whitman), la lingüística (William Dwight Whitney), la filosofía (Charles Pierce, John Dewey, Henri Bergson), y la psicología (William James, Sigmund Freud).
De lo dicho debería resultar claro que, por muy deficientemente que Darwin se comportase en su vida personal y por muy reticente que fuese a atacar directamente a la religión, sus teorías tuvieron el efecto de proporcionar una base científica para el racismo, la eugenesia y el socavamiento del Derecho Natural judeocristiano. Todo ello no era algo ajeno a su visión científica de la evolución: fueron derivaciones de su teoría que el mismo Darwin realizó al aplicarla a la naturaleza humana. Y en los puntos en que Darwin quizás se mostró reticente a atacar directamente el edificio teológico y moral que el cristianismo había construido a lo largo de los dieciocho siglos anteriores, sus seguidores tomaron el relevo con cada vez mayor audacia conforme pasaban los años. Como veremos más adelante, sobre los cimientos sentados por Darwin otros muchos, desde Francis Galton o Ernst Haeckel, en el pasado, hasta Peter Singer, en nuestros días, han construido la Cultura de la Muerte.

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