Texto y video: Sergio Silva Numa – ENVIADO ESPECIAL
@SergioSilva03 ssilva@elespectador.com
Fotos: Nelson Sierra – Sergio Silva
Como nos lo había prometido una y otra vez, José Pai trae en su mano la prueba irrefutable de una de sus mayores desdichas. El gobernador indígena awá –de 31 años, bozo diminuto y ojos achinados– carga un tarro blancuzco como la mejor muestra de sus palabras. Adentro hay unos cinco o seis litros de petróleo que recogió algún día frente a su casa.
“Lo agarramos acá, en el río Saundé. Ahí mismito donde usted está parado, donde ayer nos bañamos. Fue en 2012; un día de elecciones, creo. Duramos como treinta días así, con el agua toda manchada”. Para comprobar vierte un chorro pequeño sobre una hoja cualquiera. Es negro, aceitoso y con hilitos de agua.
José nos observa y suelta una risa divertida. Sabe que su ejemplo espanta a cualquier visitante. Ahora, dice, “imagínese todo esto así. El río, las piedras, los matorrales”. En sus palabras hay un asomo de burla y de resignación: la experiencia le ha demostrado que esos intentos por sanear su ecosistema son la suma de una pelea que su comunidad perdió hace unos siete u ocho años. Entonces, cada vez que se desparramaba un aguacero (es decir, cada ocho, quince o treinta días) el río comenzó a bajar pintado de negro o de marrón. Desde hace meses, muchas de las quebradas que desembocan en esas aguas permanecen sin una pizca de verde.
Por eso el derrame de los 420 mil galones que llegaron al Pacífico por cuenta de las Farc y que Santos calificó como el mayor desastre ambiental de la historia, lo tiene sin cuidado. Al fin y al cabo, él y los suyos ya se acostumbraron a que en ese rincón de Nariño, a dos horas de Tumaco, el agua escasee y las orillas cada tanto amanezcan de otro color. Y nada va a cambiar, repite, “por más que vayamos a pedir ayuda a Pasto y por más reclamos que le hagamos a Ecopetrol”.
Al resguardo Saundé Guiguay llegamos tras andar una trocha encumbrada. Es un camino pedregoso y angosto que comienza en el kilómetro 92 de la vía de Tumaco a Pasto y en el que caben con estrechez dos personas. Ellos, los awás, lo han ido adaptando poco a poco con pedazos de troncos que a veces se tragan el barro, el petróleo y la lluvia y que cada tanto también pisan guerrilleros de las Farc. Su presencia para nadie es un secreto. Los muros de carretera advierten desde antes que ese territorio es mucho más que una selva tupida, húmeda y de aguaceros repentinos. Pintorreteados a rojo, blanco y negro están los letreros de la guerrilla, sus cincuenta años de antigüedad y los avatares de Marquetalia.
Los awás, en una especie de ironía desafortunada, como lo mencionan algunos en murmullos y con un dejo de desazón, empezaron a hacerse notar por culpa de las mismas Farc. En 2009 fueron portada de varios medios luego de que la guerrilla desgajara sus armas contra once indígenas. Entre ellos había dos mujeres embarazadas.
Desde entonces, dicen, su nombre pareció ser mucho más notorio para el Gobierno y para los medios de comunicación. Y pese a eso, pese a que aquella vez le dieron la vuelta al país en portadas y noticieros, pese a que los inundaron con promesas, hoy se sienten abandonados. La prueba irrebatible es que mientras todos se volcaron a atender a Tumaco y se crearon planes para hacer pozos profundos para extraer agua, a los awás, organizados en 30 resguardos, muy pocos les tendieron la mano.
Su situación, incluso, en palabras de Patrick Morales, antropólogo del Centro de Memoria Histórica y quien ha trabajado con estas comunidades desde hace un par de años, es tan tensa que podría fácilmente resumir la historia del conflicto armado. Después de las Farc, llegaron también las bacrim y con todos ellos las minas antipersonas, el narcotráfico, el reclutamiento infantil, los corredores de coca, las amenazas y las avionetas que cada seis meses rociaban glifosato sobre sus parcelas. De hecho, de acuerdo con la Acnur, el municipio de Barbacoas, donde estamos hoy, ha sido uno de los que más accidentes por minas empezaron a registrar desde 2001. En 2005, por ejemplo, 74% de los estallidos de todo Nariño ocurrieron en estas tierras.
Ese escenario ha hecho que muchas de las acciones bélicas fueran a parar en el oleoducto Trasandino, que arranca en el municipio de Orito, Putumayo, y desemboca en Tumaco, donde es exportado. Ese tubo enorme, que hace las veces de colgadero de ropa para muchos campesinos, atraviesa once municipios nariñenses. Son 306 kilómetros de hierro llenos de baches y remiendos.
En cifras de Ecopetrol, este es un canal que mueve hasta 80 mil barriles diarios de crudo. En términos de los awás, es una especie de maldición sobre la que nadie les preguntó y que ha sido el origen de muchas de sus desgracias. Por un lado, de vez en vez hay voladuras que dejan manchas inconmensurables sobre toda una red hídrica, y por otro, hay una vieja costumbre de chuzar el oleoducto para extraer el combustible, que es procesado en refinerías ilegales que alimentan el narcotráfico. Los funcionarios de la compañía a veces se han encontrado con canecas de hasta 300 galones, cuyos desechos, en ocasiones, van a parar a ríos y tierras.
Y aunque esa es también una realidad de vieja data, el panorama parece ir en picada. Este año las válvulas que se roban el crudo han aumentado 14% frente al 2014, cuando encontraron casi 700 regadas, principalmente, en los 50 kilómetros que pasan por Tumaco, Barbacoas y Ricaurte. Esos tres municipios son los que reúnen la mayor parte de la población awá. En el primero hay 6.244 indígenas; en el segundo, 4.343, y en el tercero, 10.461. De acuerdo con los registros del Ministerio del Interior, en total hay casi 26.000 en toda Colombia. El resto de la población está en Putumayo.
Mientras nos bañábamos en el río Saundé, Mario Pascal, exgobernador de este resguardo y uno de los principales líderes de la Unipa, una de las cuatro organizaciones que reúnen a los awás, me mostró su torso moreno. Tiene varias manchas blancas y algunas pepitas que se repiten en sus brazos. “Antes del petróleo no las teníamos. Creemos que es por tanto bañarnos en estos ríos. Pero, ¿qué hacemos? No tenemos más”. Y vuelve y se sumerge.
Su síntoma lo valida Janeth Pantoja, la enfermera que desde hace diez meses atiende a los awás desde la comunidad Peña Blanca, una de las siete que aglomera el resguardo Saunde Guigay. “Con constancia presentan brotes, fiebres, dolores musculares y diarreas. No sabemos a ciencia cierta si es por el petróleo. Pero lo que sí es claro es que el crudo les cambió la vida”, cuenta.
Y se las transformó porque, como dice Mario y repite el gobernador José Pai, el río y todas sus quebradas habían sido desde siempre su principal medio de sustento. Les proveían todo: desde agua para bañarse y para cocinar, hasta los peces, su principal alimento. Cuentan que a raíz de los derrames la pesca se ha menguado tanto que hoy agarran en una jornada 25 ejemplares. Eso, si tienen con suerte. Lo normal son siete, ocho o nueve. Antes llegaban a sus casas con ollas de cinco kilos repletas de barbudos.
Pero como no tienen acueducto, no hay otra alternativa que seguir usando el agua del río. A veces, aunque no siempre, como asegura Janeth, la hierven en sus cocinetas de leña. No hay otra manera. A estas tierras de 35 familias, de casi 40 niños, de casas hechas con tablones de madera y techo de lata, solo se puede acceder caminando. Todo lo que allí llegue (comida, material de construcción, electrodomésticos), vendrá al lomo de algún indígena por dos, tres y cuatro horas.
De los malestares y de la contaminación también han sido testigos funcionarios de la Gobernación de Nariño, aunque según José la entidad aún sigue con los brazos cruzados. Para comprobarlo muestra el diagnóstico que hizo el Instituto Departamental de Salud el 21 de julio de 2014. En las conclusiones del informe se lee: “Todas las fuentes hídricas de la zona se encuentran con hidrocarburos (…) aunque hay arroyos no contaminados”. “Es prioritario realizar intervenciones como la construcción de tazas sanitarias, tanques sépticos, brigada médica, programas de recuperación de fauna y la construcción de un puente provisional en el río Guiguay”.
Pero a los ojos de Rubén, awá y hermano de José, la historia se repite cada año. “Siempre vienen, hacen diagnósticos, reportan diagnósticos, se van y no solucionan nada. Y nosotros lo que necesitamos es eso: soluciones”.
Soluciones que de acuerdo con Rodrigo Duque, subsecretario comunitario del departamento de Nariño, ya han estado planeando por medio de mesas comunitarias en las que intervienen líderes de la Unipa. “La reclamación de los awás es totalmente legítima. Su afectación por los derrames es histórica. Su ecosistema y su cultura han estado en riesgo. Pero estamos creando estos espacios de concertación para hallar soluciones. El primer paso es hacer una evaluación de qué tan afectadas están sus fuentes hídricas. Ya hemos negociado con el Minambiente y con Ecopetrol y estamos comprometidos. Vamos a darles formas de vida mucho más dignas”, asegura.
Ecopetrol, por su parte, es enfático a la hora de hablar de los awás. “Son un grupo de gran interés para la organización. Entre 2009 y 2014 la compañía realizó aportes directos por $1.753 millones para proyectos de inversión social, entre los que se encuentran la construcción de aulas, hogares de paso y promoción de entornos protectores de familia”.
En el resguardo Saundé, los awá viven en casas de madera y aún cocinan con leña. / Foto: Nelson Sierra.
Los indígenas de estos lados húmedos de Nariño no niegan su ayuda, aunque juzgan su falta de atención, su olvido. Insisten, aunque el tiempo los haya acostumbrado, en que sus mareos, sus diarreas y sus brotes son un asunto mayor. Insisten en que necesitan ayuda para arrancar proyectos productivos porque los últimos lotes de maíz, de yuca y de ese guineo pequeñito llamado chiro, con el que acompañan todas sus comidas, se los llevó, como le dice José, “una brisita llamada glifosato”.
El Espectador