Entre las muchas excentricidades que perpetró la Historia en el Perú en la última parte del siglo XX, (gobierno militar, insurrección maoísta, presidente japonés, por ejemplo), las que acaecieron dentro de la Iglesia católica no fueron menores: En pocos años, el Perú pasó de tener el mayor número de obispos jesuitas en el mundo a tener también el mayor número de obispos del Opus Dei. Y mientras la Teología de la Liberación tomaba forma e impulso intelectual en los trabajos del sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez, la derecha católica se fortalecía no solo mediante el veloz crecimiento del Opus dentro de la Iglesia y en sectores empresariales y militares; sino por la rápida expansión e influencia del Sodalitium, junto con la privilegiada acogida que se le dio en Roma durante el papado de Juan Pablo II.
Los padres confiaron a sus hijos a veces por el mandato de la fe, otras persuadidos por las presuntas virtudes de una pedagogía severa y otras muchas porque no les quedó remedio. Los muchachos, la mayoría de colegios religiosos, de clase media para arriba, ingresaron a una orden donde esperaban ser formados como soldados de la religión, bajo duro rigor físico y espiritual, mientras sus instructores se comparaban con ventaja sobre el Opus Dei, porque eran más exclusivos y porque el fundador y guía no era un retrato en la pared sino una presencia cotidiana.
En las casas de la orden aprendieron a cantar Cara al Sol y a guiarse por las máximas de José Antonio Primo de Rivera. Los que llegaban “habrán de considerar la vida como milicia”, puesto que “solo hay dos maneras serias de vivir: la manera religiosa y la manera militar”. Claro que ni el fundador peruano del Sodalitium Christianae Vitae, Luis Fernando Figari, ni quien fue su principal lugarteniente, Germán Doig, lucían como competidores de olimpiadas militares, ellos mandaban, sus poderes eran otros.
Las luchas internas dentro de la Iglesia peruana fueron sordas pero radicales. En 1977, Figari escribió, por ejemplo, que “la Fe está siendo atacada. Por doquier se respira el maligno aire de las traiciones”. Cuando el futuro Papa Josef Ratzinger llegó a Lima en julio de 1986, como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, fue asistido por miembros del SCV, que hicieron lo posible por intimidar e incomodar al padre Gutiérrez.
Durante las dos últimas décadas del siglo pasado, el SCV creció mucho en poder y medios y se expandió fuera del Perú bajo el liderazgo vertical de Figari. Cuando el número dos de la organización, Germán Doig, murió el 2001, se inició el proceso para su beatificación en Roma.
El proceso fue bruscamente interrumpido cuando emergieron denuncias contra Doig por abusos sexuales perpetrados contra jóvenes sodálites. Otros escándalos de pederastia de personas cercanas a Figari salieron luego a la luz, pero el SCV logró acallarlos.
Entre los ex sodálites que procesaban amargamente sus años de sometimiento sin condiciones al liderazgo despótico del SCV, uno de ellos, con nombre de poeta, devino periodista. Pedro Salinas se dedicó a investigar los efectos de la militancia sodálite en los jóvenes que ingresaron como adolescentes y pasaron esos años turbulentos bajo la égida de Figari.
Fue un trabajo largo, difícil y amargo, frente a una congregación que trataba toda divergencia como traición. Con la colaboración de la periodista Paola Ugaz, Salinas culminó, hace poco, años de investigación, que acumularon plurales testimonios de abuso sexual cometido por Figari contra varios entonces jóvenes sodálites.
El libro, “Mitad monjes, mitad soldados”, provocó en estos días una avalancha de reportajes y testimonios en contraste al silencio previo. Horas antes de su presentación y salida al público, el nuevo superior del SCV sacó un comunicado que reconoce la verosimilitud de las denuncias, expresa solidaridad con las víctimas, e indica que Figari, separado de la dirección, recluido en Roma, no ha querido enfrentar las acusaciones pese a que, según el comunicado, era su deber hacerlo.
No hay muchos casos en los que un libro se imponga así antes de ser leído. Este lo fue. Aunque los delitos que, según denuncian sus víctimas, cometió Figari ya han prescrito, este, náufrago en Roma, une su destino al de otros notorios depredadores religiosos, como Marcial Maciel y Fernando Karadima, cuyas fechorías fueron en buena medida reveladas, pese a encubrimientos, por el periodismo de investigación.