«Habéis perjudicado a alguien y vais a pedirle disculpas. Está muy bien, pero esto no es suficiente: aun debéis reparar los daños. Sólo de esta forma seréis liberados. Decir a quien habéis herido: «Lo siento, perdóname…» es insuficiente y la ley divina os perseguirá hasta que reparéis el mal que habéis hecho. Diréis: «¿Pero si esta persona a quien he perjudicado me perdona?» No, la cuestión no se arregla tan fácilmente, porque la ley es una cosa y la persona es otra. Aunque la persona os haya perdonado, la ley os persigue hasta que hayáis reparado.
Evidentemente, el que perdona da pruebas de nobleza, de generosidad, y se libera de los tormentos, de los rencores que le mantienen en las regiones inferiores del plano astral. Si Jesús nos pide que perdonemos a nuestros enemigos, es para que consigamos liberarnos de los pensamientos y de los sentimientos negativos que nos disgregan. Pero el perdón no resuelve la cuestión: el perdón libera a las víctimas, a los que han sufrido perjuicios, pero no libera a los culpables, a los que ha cometido las faltas. Para liberarse, el culpable debe reparar.»
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