En mis estudios de las tradiciones esotéricas del Perú, Tíbet, Egipto, Tierra Santa y del suroeste de América del Norte, destaca un tema que es fascinante y curioso a la vez. Las profecías de cada una de estas culturas parecen maleables, como arcilla tierna en las manos de un escultor. Al igual que la forma final de la arcilla de un escultor viene determinada por el gusto y el movimiento del artista, el tema de estas antiguas tradiciones da a entender que somos nosotros los que estamos dando forma al fruto y al destino final de la humanidad en cada momento de nuestras vidas.
Curiosamente, he descubierto algunas de las referencias más claras a estas tradiciones en documentos de Oriente Próximo, concretamente en los rollos de Qumrán de la zona del mar Muerto. Las referencias hablan de un linaje de sabiduría tan antiguo que ya era viejo en los tiempos del Egipto clásico, hace más de tres mil años. Siempre he pensado que si existía semejante información, qué mejor lugar para guardarla que en los remotos retiros espirituales de una tierra a la que todavía no ha llegado la tecnología moderna.
Seria en un lugar así donde las tradiciones perdidas en Occidente hace mucho tiempo puede que todavía se conservaran en la forma de los rituales cotidianos de sus habitantes. Aislados del mundo exterior hasta 1980, los apartados monasterios de la meseta tibetana parecían proporcionar justamente ese entorno.
En el mes de abril de 1998, tuve el privilegio de organizar una peregrinación a las altas montañas del Tíbet en busca de tales tradiciones. Irónicamente, no fue hasta que regresé del viaje que mi sospecha fue confirmada por escrito. Al cabo de unos días de haber llegado a casa en Estados Unidos, recibí un manuscrito de los nazireos, una secta de los antiguos esenios, que había sido traducido recientemente. Este texto decía que los recipientes de información, al igual que antiguas cápsulas del tiempo, habían sido estratégicamente escondidos por los esenios durante el siglo i, a fin de conservar su sabiduría para las generaciones futuras. Entre los lugares que se mencionaban claramente como depositarios de tales textos se encontraban los remotos monasterios y conventos de monjes y de monjas tibetanos.
Con la ayuda de un experto en culturas asiáticas que conocí en Inglaterra hace cuatro años, nuestro grupo fue hábilmente conducido por el paisaje tibetano hasta adentrarse en los pueblos aislados, los monasterios ocultos y los templos de cientos de años de antigüedad. Durante veintiún días estuvimos inmersos en la presencia del pueblo tibetano, en el halo sagrado que envuelve sus vidas y en la abrupta magnificencia de su tierra. Cruzamos ríos poco profundos sobre balsas de madera, recorrimos caminos desgastados y experimentamos la euforia de los pasos de montaña a más de 5.000 metros de altitud por encima del nivel del mar. Durante dos tercios del camino incluso tuvimos que abandonar la seguridad de nuestro autocar y trasladamos a un camión de fruta abierto que nos esperaba al otro lado de un corrimiento de tierra de unos cuatro pisos de altura.
Casi un tercio del viaje transcurrió a través de la zona montañosa de la meseta, por los pueblos, conventos y monasterios remotos que rara vez han visto personas de fuera de Asia, donde la gente vive como hace cientos de años, respetando las tradiciones de sus antepasados. Cada vez que entrábamos en el patio de un complejo de templos, era como si hubiéramos penetrado en una imagen congelada hace siglos de las tradiciones tibetanas. A cada paso de nuestro viaje éramos acogidos con una apertura y calidez que excedía todo lo imaginable en el entorno de la extraña belleza que impregnaba esa desolación. El propósito de nuestra peregrinación era presenciar, experimentar y aportar pruebas de ejemplos vivos de una tecnología interna que sospecho que se perdió en Occidente hace casi dos mil años. Hoy en día conocemos fragmentos de esta ciencia denominada tecnología interna de la oración.
BENDECIDOS POR EL ABAD
Un rayo de luz asomaba por algún lugar situado bastante por encima del suelo del templo. Este rayo único tenía una curiosa cualidad tridimensional, como si pudiera rodearlo con mis manos y trepar hasta su fuente. El rayo cortaba con precisión el frío y húmedo aire, denso por el humo de las innumerables lámparas de manteca y por el incienso. Giré la cabeza para ver de dónde procedía la luz. Seguí el rayo desde el punto donde contactaba con el resbaladizo y oleoso suelo hasta su fuente, y pude ver una apertura bastante por encima de nuestras cabezas.
A través de una pequeña ventana cuadrada podía vislumbrar el cielo tibetano de un color azul intenso. Salvo por la pequeña linterna que había sacado de mi mochila, este rayo del sol directo de la mañana era la única luz en el laberinto de intrincados pasillos y corredores sin salida. Me grabé mentalmente la apertura que había por encima de mi cabeza. Esta sería mi referencia con el exterior en caso de que no hubiera otros corredores que condujeran hacia el lugar de donde veníamos.
Mi esposa y yo habíamos cruzado con un grupo de veinte personas el escarpado territorio de la zona montañosa tibetana, sorteado caminos de piedra y tierra por los que escasamente pasaba un todoterreno, hasta llegar a este lugar. Durante años de investigación personal sobre las tradiciones antiguas he observado que éstas hacían alusión a un linaje de sabiduría olvidada en las sociedades occidentales. Las enseñanzas de las escuelas de misterio, órdenes sagradas y sectas esotéricas perdidas después de los tiempos de Cristo, señalaban un linaje común de sabiduría olvidada aproximadamente hace mil setecientos años. Quizá la evidencia más clara de estas tradiciones se encuentre hoy en día en el legado de las misteriosas comunidades descritas en los primeros capítulos, los antiguos esenios.
Las constantes referencias a los esenios terminaron por conducirme a una serie de viajes en busca de pruebas directas y tangibles de sus enseñanzas y de su importancia en nuestro mundo actual. A mediados de los ochenta estuve en los desiertos de Egipto, hice senderismo por los altos Andes peruanos y bolivianos y pasé numerosas estancias en los desiertos del sudoeste de América del Norte en busca de pruebas actuales de su sabiduría perdida. Mi lógica era que una enseñanza tan universal tenía que haber dejado más de un texto o manuscrito aislado, al estilo de los manuscritos del mar Muerto. Por significativos que puedan ser los manuscritos antiguos, las pruebas reales las hallaremos en la historia, en las enseñanzas y en las tradiciones de las propias personas. Quizá las posibilidades sean tan obvias que en los últimos tiempos se han pasado por alto.
En lugar de especular sobre textos de dos mil años de antigüedad y sobre aquello a lo que puedan estar haciendo referencia las traducciones, en presencia de los pueblos indígenas que viven la sabiduría perdida, pudimos ser testigos de sus prácticas en la actualidad. Durante el tiempo que estuvimos juntos, pudimos perfilar nuestras preguntas y comprobar nuestras respuestas con una claridad que hasta ahora no había sido posible en las traducciones de las paredes de los templos y de los arrugados manuscritos. Además aumentó nuestro respeto por los guardianes de nuestra sabiduría perdida, adquirimos una nueva comprensión de su cultura y de sus vidas.
La clave de esta sabiduría está en encontrar documentos bastante precisos que hayan sido conservados durante mucho tiempo por algún pueblo y estén prácticamente intactos y sin alterar. Si había un lugar así, si todavía existe hoy en día, el Tíbet me pareció un buen sitio para empezar. Aislado como ha estado del resto del mundo hasta 1980, muchas de las enseñanzas y archivos se han conservado precisamente en el mismo lugar donde se colocaron hace siglos. Escondida en el «techo del mundo», en monasterios y conventos construidos hace 1.500 años, la sabiduría del linaje de los esenios debería estar a la vista, conservada en los rituales y en la vida y costumbres de las gentes del lugar. Allí estábamos en su búsqueda, arrastrando los pies a través de uno de los oscuros pasillos de uno de esos monasterios.
Aunque nos habíamos aclimatado durante más de catorce días, el rápido movimiento de mis ojos de un lado a otro todavía me producía un efecto de mareo. Hice un esfuerzo por inhalar profundamente en cuanto me di cuenta de que mi respiración se había vuelto superficial y rápida. Sin dar tiempo a mis ojos a que se adaptaran, di un paso hacia delante con cuidado hacia una tenue luz cerca del final del pasillo cargado de humo. A mi lado había unas inmensas figuras que parecían acecharnos, y la luz de mi linterna creaba un tenue camino hacia la apertura. Sin detenerme, primero giré hacia un lado y luego hacia el otro, para iluminar las formas humanas esculpidas en proporciones gigantescas. El brillo de mi linterna descubrió grandes pinturas detrás de cada figura, murales que se perdían en la oscuridad hacia un techo que sólo podía adivinar que estaba allí.
De pronto mi atención se apartó de las siniestras figuras para centrarse en un apagado y familiar sonido que venía de lejos. Como un zumbido grave de muchos sonidos relacionados, las notas se fundían en un tono continuo. Parecía que venía de todas partes a la vez. Proseguí pisando con cuidado el terroso suelo, resbaladizo por los seiscientos años de derramarse el aceite sobre él. Los monjes que se apresuraban por este corredor con sus urnas de manteca de yak lo habían convertido en un camino peligroso. Era el único acceso a la estancia más sagrada del monasterio. Cuando crucé un umbral de madera con relieves, el sonido fue aumentando de intensidad. Al pisar el frío suelo, tuve que volver a dejar que mis ojos se adaptaran.
Las tres paredes de esta diminuta cámara me rodeaban con el parpadeo de pequeñas llamas. Cientos de velas de manteca de yak en deslustradas lámparas de latón iluminaban la habitación con un resplandor casi surrealista. Aunque cada lámpara era pequeña, el calor que producían todas ellas en conjunto hacía que la habitación resultara considerablemente cálida. Un joven monje se sentó delante de mí, marcando rítmicamente un sonido en un estado como de trance, mientras cantaba un canto del libro de oraciones que tenía delante. La voz de Xjinla, nuestro traductor, me susurró al oído (En tibetano, el sufijo -la se añade al final de un nombre como señal de respeto. De ahí que el nombre de «Xjin» se convierta en «Xjinla».)
-Esta es la sala de los protectores -dijo Xjinla. Y adelantándose a mi pregunta, antes de que se la formulara, prosiguió-: Los protectores son las deidades que invocamos para alejar a las fuerzas de la oscuridad que puede que intenten adentrarse en la siguiente habitación.* Se han cambiado los nombres de nuestros guías y traductores para respetar su intimidad.
Siguiendo las normas del monasterio, respetuosamente pasamos por la izquierda, dejamos atrás al monje y nos dirigimos a la puerta de la siguiente estancia. Yo fui el segundo en entrar, después de nuestro guía. De poco más del tamaño de un pequeño cubo, el espacio parecía estar aún más reducido por una viga de refuerzo que se encontraba justo en el medio.
Allí, al pálido reflejo de aproximadamente media docena de velas, estaba la razón de haber recorrido medio mundo, viajado por dos continentes, cruzado diez husos horarios y habernos adaptado a uno de los aires más rarificados de la Tierra. Sentado con sus piernas hábilmente colocadas sobre gruesos cojines de lana debajo de sus hábitos estaba el abad del monasterio, el anciano guía espiritual de esta secta de monjes. Me sentí muy honrado de tener la oportunidad de estar unos pocos y valiosos momentos en presencia de este hombre. Para mi sorpresa, esos primeros momentos serían el inicio de una audiencia que duraría casi una hora.
Las formalidades fueron lo primero. Todos llevábamos un chal de color blanco para ofrecérselo en señal de respeto. Nos habían dado instrucciones para doblar cuidadosamente el chal, que se llama bata, llevárselo al abad y entregárselo. Tras recibir su presente, el abad o acepta el chal como regalo o te lo devuelve bendecido. Si los guarda, recuerdo haberme preguntado: ¿qué hará este hombre con veinticuatro chales en su diminuta habitación?
Xjinla fue el primero en ofrecer su bata, y con ello nos enseñó cómo hacerlo: se arrodilló al nivel del hombre de aspecto frágil sentado sobre cojines. Inclinando su cabeza, este tibetano presentó su chal en señal de respeto con las manos abiertas y mirando hacia arriba. El abad lo aceptó, se lo puso y se lo volvió a sacar bendiciéndolo, para después devolvérselo a Xjinla colocándoselo alrededor del cuello mientras este todavía estaba inclinado ante él. Yo fui el siguiente.
Al acercarme, al abad, de pronto sentí una extraordinaria sensación de eternidad, ese sentimiento que tiene lugar en un momento en que el mundo parece ir a cámara lenta. Muy lentamente, me incliné con respeto, presenté mi bata y esperé a que el abad me lo devolviera. Parecía que habían pasado muchos segundos, con seguridad más de los que debería haber durado el ritual. En un acto de curiosidad, levanté la cabeza justo en el momento en que el abad se inclinaba hacia mí. Levantó los brazos para colocarme el chal alrededor del cuello, sostuvo gentilmente mi cabeza entre sus manos y tocó su frente con la mía.
Al momento sentí una afinidad con este hombre a quien había visto por primera vez hacía tan sólo unos minutos. La afinidad de pronto se convirtió en confianza: levanté la vista y me atreví a mirarle directamente a los ojos. Lo que sé es que esos segundos fueron eternos. Consciente de que había violado la costumbre de mantener la cabeza inclinada durante la ceremonia de ofrecimiento, no estaba seguro de cómo iba a ser recibida mi mirada. La incomodidad fue muy breve. El abad demostró su dominio substituyendo la inseguridad del momento con gracia y soltura. Con su gesto de apertura, supe que mi tiempo para la ceremonia había terminado. También supe que algo se había abierto, una oportunidad para explorar los recuerdos de este hombre y la experiencia de sus enseñanzas. Era el turno de la siguiente persona.
fuente/Biblioteca Pleyades//por Brad Hunter