Esta es la historia de un campesino que vivía de vender agua en el mercado. Tenía unas diez tinajas. Todos los días se ponía un palo sobre los hombros desde muy temprano. En cada extremo colgaba una tinaja y la llevaba hasta el pozo y luego hasta el centro del pueblo. Sin embargo, entre esos recipientes había una vasija agrietada.
Curiosamente, este hombre trabajador, siempre tomaba la vasija agrietada para hacer el primer viaje del día. La llevaba, junto con una vasija en perfecto estado, hasta el pozo en donde estaba el agua. Recogía pacientemente el líquido y luego lo transportaba por más de dos kilómetros.
“Útil es todo lo que nos da felicidad”.
-Auguste Rodin-
Como es obvio, cuando llegaba al mercado, la vasija agrietada ya había perdido gran parte del agua que contenía. Así, el campesino solo podía cobrar la mitad de lo pactado por ella. En cambio la vasija buena iba rebosante y le permitía cobrar la cantidad completa.
La vergüenza de la vasija agrietada
Pronto las demás vasijas comenzaron a comentar entre sí la situación. No se explicaban por qué el hombre aún conservaba la vasija agrietada, ya que le hacía perder dinero todos los días. Tampoco entendían por qué siempre la llevaba la primera en su recorrido diario.
Por otro lado, la vasija agrietada comenzó a sentir vergüenza. Había acompañado al campesino durante los últimos diez años y le tenía gran aprecio. Se sentía mal al darse cuenta de que solo le servía de estorbo. Tampoco entendía por qué no la había tirado a la basura.
Recordaba los tiempos en los que ella era también una maravillosa vasija, muy útil a su dueño. No tenía un solo defecto. Era una de las más fuertes en ese diario trajinar. Sin embargo, un día el campesino había tropezado. Fue entonces cuando había quedado casi rota y parcialmente inservible. Hacía tiempo de eso y el hombre todavía no se deshacía de ella.
El camino del agua
El campesino solía hacer algo que a la vasija agrietada y a las demás les llamaba la atención. En ciertas épocas, durante su camino diario hacia el pozo con los recipientes vacíos, el hombre metía su mano entre el bolsillo y regaba algo en el camino. Ninguna sabía de qué se trataba.
De repente el campesino dejaba de llevar ese algo en los bolsillos y de arrojarlo a la vera del camino, por algún tiempo. Luego volvía a hacer lo mismo, pero por la orilla opuesta. A todas las vasijas les intrigaba, pero como era algo que no hacía todo el tiempo, pronto se olvidaban del asunto y se les pasaba la curiosidad.
Las conversaciones entre las vasijas nuevas atormentaban a la vasija agrietada. En realidad, lamentaba ser tan poco útil y causarle perjuicios a quien la había comprado y la había cuidado por tanto tiempo. Así que, sin pensarlo más, decidió hablar con el campesino para que la tirara.
Una hermosa moraleja
Una noche, cuando ya el campesino se disponía a descansar, la vasija agrietada lo llamó y le dijo que necesitaba hablar con él. El hombre se dispuso a escucharla, muy atento a lo que quería decirle. Ella, sin más preámbulos, le dijo lo que pensaba. Sabía que él la apreciaba, pero ella no estaba acostumbrada a ser una inútil. No quería que la conservara simplemente por compasión. Lo que debía hacer era tirarla a la basura y acabar con todo esto de una vez.
El campesino sonrió al escucharla. Le dijo que jamás había pensado en tirarla porque realmente le era muy útil. “¿Útil?”, preguntó ella. Cómo iba a ser útil, si solo le hacía perder dinero todos los días. El hombre le pidió que guardara calma. Al día siguiente le mostraría por qué la valoraba tanto. La vasija agrietada casi no pudo dormir.
Al día siguiente, el campesino le dijo: “Te pido que por favor observes todo lo que hay a lado y lado del camino hacia el pozo”. La vasija entonces se puso muy atenta. Miraba a ambos lados y solo conseguía ver un hermoso sendero lleno de flores en botón. Cuando llegaron al pozo, le dijo al campesino que no había visto nada que le diera una respuesta.
El hombre la miró con cariño y le dijo: “Desde que te agrietaste, pensé en la mejor manera de que siguieras siendo de provecho. Así que decidí esparcir semillas de vez en cuando por el camino. Gracias a ti he podido regarlas todos los días. Y gracias a ti cuando todo florece puedo tomar algunas plantas y venderlas en el mercado por un precio superior al del agua”. La vasija agrietada entendió entonces cuál era su bonita misión.
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