Tiene razón Miguel Ángel Cárdenas M. cuando en nota publicada en El Comercio del 3 de marzo, habla de que son pocas las mujeres “chamanes” en nuestra amazonía, pero es evidente que las pocas que hay valen por muchas. A continuación parte de la nota.
Aquí los sueños no se hacen realidad. Las realidades se hacen sueño. Aquí Norma Panduro se convierte en una Beatriz dantesca que te llevará al País de Siempre Jamás; donde tus ángeles y demonios se aparearán como mantis religiosas. Tienes que ser un sastrecillo valiente aquí: en el batiscafo del ayahuasca. En un desvío del kilómetro 45 y medio al costado derecho de la carretera que va de Iquitos a Nauta hay una trocha en forma de serpiente durmiente, que conduce en hora y media de caminata en selva no desflorada a la clínica naturista de la chamana. La rara ave más prestigiosa de Iquitos, rara porque el mundo chamánico suele ser también patriarcal y ave porque los que participaremos con ella de una “mareación” (nombre técnico del viaje al subconsciente en ayahuasca) la veremos convertirse en águila.
El camino a su hogar-hospital-templo es recorrido siempre por turistas místicos (se pueden contar sobre todo franceses, alemanes, estadounidenses, suecos “en búsquedas”). Este camino angosto, donde se te estrellan mosquitos como balas de salva, también es hollado por médicos y académicos, como el doctor José Torres Vásquez, el ex rector de la Universidad Nacional de la Amazonía, quien hizo que Norma diera charlas magistrales allí. Y quien gracias a la planta logró controlar a sus estudiantes de ultraizquierda. (Una vez llegaron para ‘ajusticiarlo’ y él los invitó a una sesión de ayahuasca. “Dijeron que estaba loco”, pero bebieron la planta de la paz). También llega Fernando Pinto Blanco, el director de la maestría de Medicina Natural de la Facultad de Medicina de la Universidad Santiago de Compostela; quien se llevará a Norma aEspaña. (Ella se guarda el nombre del político que la visita y del sacerdote que prueba ayahuasca como un café de fe).
A mi costado marcha Néstor Aguilar, el psiquiatra director del centro de rehabilitación para enfermos mentales de Iquitos, quien va a tomar pruebas psicológicas a los ayahuasqueros que han superado la depresión, la ansiedad y sobre todo a los que se han rehabilitado de la drogadicción. “Es sorprendente”. Hay cada caso “curado” por la planta que las historias se expanden como mitos urbanos. Por ejemplo, la sanación corporal de un inglés que carecía del sentido del olfato o la emocional de una suiza que superó sus traumas por una violación. Al llegar al territorio de la curandera se observa una construcción piramidal de ocho por doce metros, con tablas de un árbol llamado aripay y donde las puertas están cardinalmente escindidas como una brújula. Es el epicentro del ayahuasca. Adentro, Norma Panduro se viste con su tocuyo y se refuerza con su tabaco negro.
Norma Panduro haría el jardín de las delicias de las feministas. Si alguien se perdiera por la selva de Nauta se espantaría de ver a una mujer que es capaz de caminar sola, en las noches, con su machete, sin miedo ni a sí misma. Es la misma mujer que no tenía represión sexual alguna (“yo me hacía mis anticonceptivos de piri piri”), ni aun ahora a sus 61 años, en que mantiene a sus dos nietos huérfanos. Norma se separó de un hombre que no entendía su trabajo y se casó con otro que sin problemas cocinaba, lavaba y planchaba mientras ella viajaba astralmente.
Imaginemos su voz como una piedra cayendo por una catarata: “Tenía 17 años y sufría de un cáncer al pulmón. Los médicos le dijeron a mi mamá que me trate con cariño para que muera en paz. Pero mi mamá no se resignó y me llevó a Pucallpa, porque un hermano suyo conocía a un médico shipibo. Cruzamos el Amazonas y encontramos al chamán Adán Silva. Él me ‘chacapeó’ (la chacapa es un instrumento musical hecho con cortezas) y me dijo: Yo te voy a curar. Me hizo un tambo a 200 metros de su casa, con hojas y palitos donde dormía yo solita, e hice una dieta con chapo de plátano y pescaditos chiquitos. Me hacía más flaquita, pero durante mi tratamiento me sentía más fuerte. Bebía ayahuasca dos veces por semana y veía cómo médicos de otros tiempos y otras dimensiones venían a curarme. A los seis meses me dio de alta. Me fui a sacar mi radiografía y el médico me dijo que por qué lo hacía perder el tiempo si no tenía nada”.
Ahora imaginemos su voz como la lluvia estrellándose en el pasto: “Le dije, mamá, me voy con Adán. Pero si ya estás curada, no seas loca, me dijo. Pero me rebelé y me fui para aprender a ser chamana. Y estuve sola con las plantas, que en visiones me enseñaban sus poderes, y a cantar icaros”. Los icaros son los cantos del chamán que nos libran de nuestra Perséfone interna cuando nos besa y birla el alma y nos hacen vomitar (es una metáfora física de limpieza psicológica y espiritual). Con esos cantos, que calcan sonidos de animales y de espíritus, Norma entra en las visiones de sus pacientes. Y los acerca a Dios: “Creo en él porque con la planta se está más cerca suyo. El diablo no existe, son solo energías negativas. Y trabajo el miedo, que es el temor a encontrarte con tu yo. Al ayahuasca no le puedes mentir”. Pero no solo es una detectora de mentiras, la planta también es una máquina del tiempo. Y constatarlo casi le cuesta el aura a Norma.
Imaginemos su voz como un volcán erupcionando en el mar: “Yo tenía una hijita de 18 años, preciosa e inteligente. Pero un día tuve una visión, vi que la estaba velando en un ataúd, y le rogué a Dios que no fuera cierto. De repente, tres meses después, para su cumpleaños, ella preparó un cebiche y al terminar de comerlo le agarró un cólico. La llevamos al seguro, le encontraron piedras en la vesícula y decidieron operarla. Yo le dije que no, que se fuera a Lima, donde hay mejores especialistas. Pero no me hizo caso. Salió bien de la operación y me dijo: ya ves, mamá. A los 15 días, a mi hijita le agarró una fiebre alta. El médico me dijo que solo era un virus. Yo le dije que era por culpa de su mala operación. Pero cómo sabe usted, acaso es médico, me dijo. A mi hijita la operaron y salió muerta. Casi me suicido, blasfemé de Dios, pero la planta me reconcilió con el divino y curó mi cuerpo y mi espíritu”.
Ha terminado la sesión. Son las cuatro de la mañana y quiero como dice César Calvo en “Las tres mitades de Ino Moxo”: nacionalizarme culebra. La tesis más sugestiva de lo que ocurre en un trance de ayahuasca la ha dado el antropólogo suizo Jeremy Narby en su obra “La serpiente cósmica”. Siempre se ve serpientes. ¿Y qué forma tiene el ADN? Pues, serpentiforme. Según él lo que ocurre es un encuentro del ADN del vegetal con el nuestro. ¿Y qué hay en el ADN? Pues nuestra información genética desde que evolucionamos de piedras a humanos y la de nuestros ancestros (por eso podemos vernos en otras vidas y como animales, o ver lo que Jung llamaba el inconsciente colectivo). También la información sobre nuestras enfermedades y cómo curarlas.
El chamán sería alguien, entonces, que puede decodificar serpientes. Pero además en esta apertura del subconsciente aparecen esos traumas de niño que debiste olvidar en el consciente para que no te afecten, pero que superviven y te carcomen por dentro. Con el ayahuasca los ves otra vez y te curas como con el hipo: por susto. Y aparecen también espíritus, un tema para la parapsicología. Por esto es difícil llamarla alucinógeno (no hay distorsión de la percepción como con el LSD, sino una llegada a un estado de metáforas visuales). Los expertos la llaman “enteógeno”: comunión con la divinidad.
Fuente:http://www.arellanojuan.com