La historia de la humanidad es una combinación de hombres e ideas, de acciones individuales y procesos colectivos, de condicionantes biológicos, geográficos, tecnológicos, económicos, políticos y morales. Los filósofos suelen sobrevalorar las ideas, hasta el punto de que los más idealistas eliminan de la ecuación aquellos aspectos evolutivos de la evolución de las sociedades humanas, no solo a los seres humanos de carne y hueso, sino también todo tipo de influencias que no sean estrictamente culturales. Por el contrario, los antropólogos materialistas suelen caer en un reduccionismo economicista según el cual no hay idea que no sea determinada por un conjunto de relaciones sociales o materiales.
Es un dicho que nadie es capaz de saltar por encima de su propia sombra (cita que he visto atribuida a Goethe, Heidegger y un proverbio judío); que nadie puede pensar más allá del marco mental de su época. Pero esto no es cierto. Para alguien capaz de liberar su mente –de modo que sus facultades conceptuales, morales y lingüísticas funcionen a pleno rendimiento–, es posible imaginar y conceptualizar soluciones, símbolos y argumentaciones sobre las que jamás nadie hubiese reflexionado antes de él. Aunque viva entre sus coetáneos, en realidad su espíritu vive instalado en el país más extraño, el de lo universal.
Los filósofos suelen sobrevalorar las ideas, hasta el punto de que los más idealistas eliminan de la ecuación aquellos aspectos evolutivos de la evolución de las sociedades humanas
Tal vez sea por mi sesgo de profesor de Filosofía, pero lo cierto es que, teniendo en cuenta los condicionantes materiales, le doy un peso mayor a las cuestiones intelectuales de lo que es habitual. La razón de que las ideas tengan tanta importancia, hasta ser el factor decisivo en ocasiones, es que los seres humanos, a diferencia de los virus, las hormigas y los otros primates, son eminentemente seres culturales, simbólicos y racionales. Decía el biólogo y especialista en hormigas Edward O. Wilson que el comunismo es una gran idea, solo que se insiste en aplicarla a la especie equivocada. ¿Qué diferencia a los humanos de las hormigas de modo que el comunismo sirva para las segundas, pero no a las primeras? El comunismo consiste en la uniformización de los individuos en jerarquías encaminadas al bien común, lo que puede funcionar cuando cada uno de los miembros de la comunidad se somete e incluso sacrifica a una especie de voluntad general del hormiguero. Sin embargo, algunos seres humanos tienen una tendencia natural irrefrenable a llevar la contraria al consenso establecido, a plantear fines humanos propios que chocan con el que la comunidad piensa que es mejor para él y, en general, son capaces de imaginar situaciones alternativas que ejercen de atractor para transformar la sociedad en direcciones nuevas, hasta entonces insospechadas, que crean crisis y también soluciones a dicha crisis.
Decía Joseph A. Schumpeter que el capitalismo se caracteriza por ser un proceso de destrucción creadora. Con el impecable estilo literario de los vieneses de principios de siglo, escribe en Capitalismo, socialismo y democracia: «El viento perenne de destrucción creadora […] el proceso de mutación industrial que incesantemente revoluciona la estructura económica desde adentro, destruyendo incesantemente la antigua, creando incesantemente una nueva». Esta es una particular buena forma de definir la dinámica evolutiva de la propia especie humana, que, como en el caso del tiburón, si se para, se asfixia. En el caso del tiburón, porque su mecanismo de respiración les obliga a un movimiento continuo para que las branquias puedan atrapar el agua; en el caso de los humanos, porque sus mecanismos innatos mentales les conducen a la innovación lingüística y conceptual para atrapar la realidad; una realidad que, en gran parte, la propia especie construye a través de sus individuos más geniales. En la sociedad moderna, liberal, tecnológica y capitalista, estos mecanismos innatos han encontrado su lugar de realización en plenitud más fértil; de ahí esta explosión de creatividad en libertad casi insólita en la historia. Pero acechan enemigos.
Keynes, Hayek, Mises, Friedman
Puede que la Teoría general del empleo, el interés y el dinero, de John Maynard Keynes, haya quedado obsoleta desde el punto de vista económico, pero la reflexión con la que termina, en las notas finales, tiene una validez universal: «Las ideas de los economistas y filósofos políticos, tanto cuando son correctas como erróneas, tienen más poder de lo que comúnmente se entiende. De hecho, el mundo está dominado por ellas […] tarde o temprano, son las ideas, y no los intereses creados, las que son peligrosas para mal o para bien».
Otro liberal, buen amigo, aunque adversario intelectual de Keynes, Friedrich Hayek, coincidía con el economista inglés en la importancia de las ideas para el desarrollo de la sociedad: «En todos los países democráticos, en los Estados Unidos aún más que en otros, prevalece una fuerte creencia de que la influencia de los intelectuales en la política es insignificante […] en períodos más largos probablemente nunca han ejercido una influencia tan grande como la que tienen hoy en esos países. Este poder lo ejercen moldeando la opinión pública».
Y es que la opinión publicada suele ser la guía que sigue la opinión pública. Por eso es tan importante que las condiciones del debate político sean las más limpias y juiciosas posibles. No era amigo personal de Keynes y lo consideraba uno de sus mayores enemigos intelectuales, pero Ludwig von Mises coincidía con él en la importancia de la creación de ideas, a lo que dedicó el capítulo «El papel de las ideas» en su obra magna La acción humana. Además, el pensador austríaco añadió un subrayado individualista que hubiese aprobado Keynes: «Siempre es un individuo quien piensa. La sociedad no puede pensar, como tampoco puede comer o beber. La evolución del razonar humano desde el ingenuo pensamiento del hombre primitivo hasta las más sutiles elaboraciones de la ciencia moderna se ha producido en el ámbito de la sociedad. Pero el propio razonar es invariablemente obra individual. Es posible la acción conjunta; en cambio, el pensamiento conjunto resulta inconcebible».
Otros liberales, no de Cambridge o Viena, sino de Chicago, Milton y Rose Friedman, añadieron al perfil de esos intelectuales una característica psicoética fundamental para nuestro análisis: «Hacen falta independencia y coraje intelectuales para iniciar una contracorriente que domine la opinión, y también, aunque en menor medida, para unirse a la causa. Los jóvenes emprendedores, independientes y valientes, buscan nuevos territorios para conquistar, y ello requiere explorar lo nuevo y lo no probado. Las contracorrientes que juntan sus fuerzas ponen en movimiento la próxima marejada, y el proceso se repite».
A ese coraje e independencia en el pensamiento lo denominaban los griegos «parresía». ¿Para qué quieres la libertad de expresión si luego no te atreves a usarla porque te puede suponer un riesgo reputacional o, incluso, existencial y vital? La parresía (de «pan», que significa «todo», y «reo», «decir») significa decir con valentía y franqueza todo lo que uno quiere defender, superando el miedo que pueden provocar las amenazas y persecuciones. Veremos que todos los protagonistas de este libro –estemos de acuerdo con ellos o no, y aunque estuvieran en sus respectivas antípodas ideológicas– se caracterizaron, eso sí, por el coraje intelectual y, en ocasiones, haber sufrido en sus propias carnes las consecuencias del atrevimiento de alzar la voz.