Entre 2012 y 2015, una sequía extraordinariamente intensa, sin precedentes en los últimos 1.000 años, provocó la muerte de 100 millones de árboles, según el servicio forestal estadounidense. Episodios similares, aunque a menudo de menor magnitud, se han observado en prácticamente todos los biomas de la Tierra, incluyendo las selvas tropicales y, por supuesto, los bosques de nuestro entorno mediterráneo. En nuestro entorno, estos episodios de decaimiento afectan principalmente a especies que tienen su límite sur de distribución en la cuenca mediterránea, como el pino silvestre o el haya. ¿Qué indica este fenómeno y qué relación tiene con nosotros y con el cambio global?
Es difícil sobreestimar la importancia de los bosques. Desde el punto de vista cultural muchos historiadores sostienen que la madera ha sido el material más importante en la historia de la civilización, por encima de la piedra o los metales. La madera ha sido el elemento de construcción por excelencia y también la principal fuente de energía a lo largo de la historia de la humanidad. Todavía hoy, nuestra energía procede en su mayor parte de combustibles fósiles, formados a lo largo de millones de años a partir de restos vegetales.
Desde una perspectiva más biofísica el papel de los bosques es también formidable: albergan la mayor parte de la biodiversidad de la Tierra, controlan el clima y los ciclos biogeoquímicos globales, incluyendo el del carbono y el del agua. Los bosques con su transpiración retornan a la atmosfera más de la mitad de la precipitación que cae sobre los continentes en forma de agua o nieve. En otras palabras: circula más agua a través de los troncos de los árboles que a través de todos los ríos de la Tierra juntos. En buena medida los bosques dan forma al planeta tal como lo conocemos.
A largo plazo, la distribución de los bosques viene determinada por el clima. No encontramos bosques de manera natural en lugares donde las condiciones son demasiado frías, como las cimas de las montañas, o demasiado secas, como los desiertos. El tipo de bosque depende también del clima: no existen selvas lluviosas fuera del clima cálido y húmedo de los trópicos, ni podemos esperar que crezcan hayedos bajo el clima seco del sur de España.
A lo largo de la historia de la Tierra la distribución de los bosques ha cambiado siguiendo los cambios en el clima. Algunos de estos cambios ocurrieron hace millones de años, como los que atestiguan los bosques fósiles en distintos lugares del mundo, que a menudo muestran troncos petrificados de árboles tropicales en lo que ahora son desiertos prácticamente sin vegetación. Otros cambios son mucho más recientes y ocurrieron mucho más rápido. Hasta hace unos 4.500 años amplias zonas de lo que actualmente es el desierto del Sahara estaban cubiertas por praderas y bosques tropicales. Un cambio en el clima modificó el régimen hidrológico de la zona y propició la transición hacia el desierto desprovisto de vegetación que actualmente conocemos. Centenares de ejemplos similares, aunque no siempre tan dramáticos, se han documentado en otras regiones. La conclusión es clara: si cambia el clima, cambian los bosques.
Y si hay alguna cosa de la que estamos seguros es de que estamos modificando el clima. Por desgracia, el cambio climático está aquí para quedarse. Por supuesto hay todavía mucha incertidumbre en cuanto a cuál va a ser la magnitud del cambio. Ésta dependerá en buena medida de la progresión de nuestras emisiones de gases de efecto invernadero, pero también de la propia respuesta de los bosques.
Un sumidero de dióxido de carbono
Casi un tercio de las emisiones antrópicas de dióxido de carbono, principal causante del calentamiento global, son absorbidas por ellos. Si no fuera por este sumidero la magnitud del cambio climático sería mucho mayor. Sin embargo, todas las evidencias apuntan a que esta capacidad de sumidero de los bosques se reducirá a medida que las condiciones sean más cálidas y más secas, pudiendo incluso llegar a revertirse.
Las sequías extremas que padeció la Amazonía durante los años 2005 y 2010, por ejemplo, provocaron que el conjunto de la selva tropical amazónica se convirtiera en una fuente neta de dióxido de carbono; es decir, en un contribuyente neto al calentamiento global. Lo mismo se observó en extensas zonas del continente europeo durante la ola de calor del verano de 2003.
Los bosques, pues, son protagonistas del cambio climático por partida triple: como origen de los combustibles fósiles que utilizamos y por tanto de nuestras emisiones de dióxido de carbono, como reguladores de la concentración de este gas en la atmósfera, y como sistemas particularmente sensibles a los cambios en el clima.
¿Qué hace que los bosques sean tan sensibles a la sequía? Las plantas necesitan agua en grandes cantidades para mantener su funcionamiento. En condiciones favorables, un solo árbol puede llegar a transpirar cientos de litros de agua en un solo día. Toda esta agua es absorbida del suelo y transportada a través de los troncos hasta las hojas, donde casi toda se evapora a la atmósfera (una pequeña parte se utiliza en la fotosíntesis).
La energía solar, que provoca la evaporación del agua en las hojas, es la que genera la fuerza de succión necesaria para subir el agua hasta las copas de los árboles, que pueden llegar a estar a más de 100 metros del suelo. A mayor temperatura mayor es la capacidad evaporativa de la atmósfera y, por tanto, mayores los requerimientos hídricos de las plantas.
Embolia por sequía
En condiciones de sequía, la fuerza de succión necesaria para transportar el agua aumenta hasta el punto de que puede producirse la rotura de la columna de agua que conecta las raíces con las hojas. Cuando esta columna se rompe, se forman embolias de aire que obstruyen los conductos. Si estas embolias se propagan por el sistema conductor la planta deja de poder transportar agua, su copa se seca y finalmente muere.
Este mecanismo de disfunción hidráulica, análogo en muchos aspectos a las embolias que se producen en el sistema circulatorio de los mamíferos, explica la muerte de las plantas en condiciones de sequía, desde las plantas que olvidamos sin regar en nuestras casas a los bosques de coníferas en California con los que comenzábamos el artículo.
La cuestión no es pues si los bosques responderán a cambios en el clima, puesto que no hay ninguna duda que lo harán, si no cuan cerca estamos de que los cambios en el clima produzcan modificaciones irreversibles en los bosques. Los episodios de mortalidad forestal que estamos observando sugieren que en muchas zonas no estamos lejos. Al mismo tiempo, sabemos que los bosques tienen una notable capacidad de ajuste que a menudo les permite recuperar sus características básicas poco tiempo después de padecer perturbaciones intensas. La capacidad de rebrotar después de los incendios o la sequía de muchas especies mediterráneas es un claro ejemplo de este comportamiento.
La clave está en determinar el punto de no retorno, el límite de cambio ambiental a partir del cual el sistema colapsa y es sustituido por un nuevo ecosistema, vegetado o no. Una de las mayores dificultades a la hora de determinar estos umbrales es que la dinámica de los bosques responde a muchos factores que interaccionan entre ellos de maneras complejas. De manera que cuando se observa un cambio no siempre es posible atribuirlo a una única causa, o aislar la contribución de un factor determinado (climático, por ejemplo).
La dinámica reciente de los bosques en la península Ibérica ofrece un buen ejemplo de esta complejidad. Los datos de los últimos inventarios forestales, que contienen información muy detallada de la composición y estructura de nuestros bosques, han permitido detectar cambios importantes en las últimas décadas.
Cambio del uso del suelo
Los planifolios, especialmente encinas y robles, están aumentando en detrimento de los pinos. Estos cambios tienen implicaciones importantes para el funcionamiento de los bosques y se han producido al mismo tiempo que la temperatura promedio en España ha aumentado aproximadamente 1 °C y las sequías se han intensificado notablemente.
Sin embargo, otros factores han variado, y mucho, a lo largo del mismo periodo. En particular, el uso del suelo y el aprovechamiento de los bosques se han modificado muchísimo en los últimos 50 años en España. Hemos pasado de una situación en la que la madera y la leña eran recursos económicos importantes y el carbón vegetal era esencial como fuente de energía doméstica, a una situación en la que el valor económico de estos recursos es tan bajo que prácticamente no se explotan en muchas zonas del país.
La reducción en la intensidad de la explotación ha afectado, sobre todo, a los planifolios, lo cual podría explicar su expansión. ¿Cuál es pues el factor dominante en la dinámica reciente de los bosques ibéricos? Parece claro que los cambios en el manejo son los que han tenido un papel más importante en los cambios observados hasta ahora, pero el efecto de la sequía no es desdeñable.
Las masas forestales relativamente jóvenes y en crecimiento resultantes del abandono de la gestión (o de la agricultura) en muchas zonas implican un aumento progresivo de la competencia por el agua. En condiciones de sequía esta elevada competencia se traduce en episodios de mortalidad causados directamente por la falta de agua (disfunción hidráulica) o favorecidos indirectamente por ésta, como las infecciones y plagas forestales (escarabajos barrenadores, procesionaria) que afectan a los bosques debilitados por la sequía.
Los cambios en la composición de los bosques no son ni buenos ni malos en sí mismos, aunque si se producen de manera imprevista acostumbran a producir impactos negativos sobre las sociedades. Los servicios ecosistémicos, entendidos como el conjunto de los beneficios que los humanos obtenemos de un ecosistema, ofrecen una manera de visualizar estos impactos. En el caso de los bosques estos servicios incluyen la provisión de madera (todavía importante en muchas zonas) pero también la provisión de alimentos como las setas, la regulación climática, la regulación del ciclo hidrológico o los valores recreativos y espirituales.
El marco de los servicios ecosistémicos permite comparar distintas alternativas de gestión y escenarios futuros tomando en consideración la multiplicidad de beneficios que obtenemos del bosque. Al mismo tiempo, es un marco que promueve una visión antrópica y utilitarista de la naturaleza y, por tanto, no está exento de problemas, especialmente si los servicios ecosistémicos se acaban traduciendo en valores monetarios.
Los bosques del futuro vendrán determinados en buena medida por nuestras acciones, ya sea directamente mediante la gestión o indirectamente a través de nuestro impacto sobre el clima. Su futuro está pues en nuestras manos, y el nuestro va unido al suyo.
Los bosques han generado a lo largo de la historia una compleja combinación de reverencia y hostilidad, ya que a menudo se han visto como la antítesis de la civilización, como aquello que hay que eliminar, o como mínimo controlar, para que ésta florezca. Esta paradoja está presente ya en la obra literaria más antigua que conocemos, la épica de Gilgamesh, donde el héroe somete primero el bosque de cedros que crecía cerca de la ciudad de Uruk, en la antigua Mesopotamia, para después lamentar la degradación que sigue a la destrucción del bosque. Es de esperar que 4.000 años de historia nos hayan enseñado a hacerlo algo mejor.