¿Cuál es la naturaleza del Absoluto? ¿Cuál el destino último del alma y del cosmos? ¿Es el alma diferente a Dios? ¿Es el cosmos otra cosa que Dios? ¿Cuál es el estado más alto de todos? O, en otras palabras, ¿en qué consiste la liberación, el moksha, la unión mística, la deificación del alma? ¿Es real el mundo? ¿Dios es personal o impersonal, tiene forma o trasciende todo conocimiento? Estas preguntas son la sustancia misma de la más alta especulación metafísica en todas las tradiciones religiosas. En la India, la tradición sostiene que la respuesta a todas ellas está contenida en las Upanishad. Las Upanishad son los textos que pretenden dilucidar y extraer la esencia de los Vedas, por ello se les conoce como vedanta, la culminación de los Vedas. Sin embargo, las Upanishad no son meros comentarios. Se les asocia con las enseñanzas esotéricas que recibían discípulos sentados en torno a un maestro en el bosque; y con el mismo camino del renunciante, que deja el mundo material para dedicarse exclusivamente a la liberación del alma. Shankara, generalmente considerado el más grande maestro del vedanta, da una reveladora etimología para la palabra «sad«: aquello que destruye o desata toda atadura. Para muchos académicos constituyen una especie de salto en la conciencia reflexiva de la humanidad, un paso de la observación de la naturaleza exterior, llena de asombro, hacia la autoobservación o la contemplación de la naturaleza interna, de la propia conciencia. Justo el movimiento opuesto al que lleva actualmente la ciencia occidental, que, por ello no extrañamente, considera a la conciencia como un enigma, «el problema duro de la ciencia». El profesor Radhakrishnan, quien también fuera primer ministro de India, habla sobre este giro que habría ocurrido hace unos 2 mil 800 años
Mientras que los poetas de los Vedas nos hablan del la multiplicidad en la que la luminosidad del Supremo se ha dividido, los filósofos de las Upanishad nos hablan de la Realidad Única que subyace y trasciende el flujo del mundo.
Un paso de la multiplicidad a la unidad y «de lo objetivo a lo subjetivo», en el que el sacrificio védico (yajna) -en torno al cual giraba toda la vida religiosa del hombre védico- deja de ser solamente un acto externo que requiere de una complicada serie de procedimientos rituales, para entenderse también como una operación interna, una meditación sobre el sí mismo, una particular intensidad de la conciencia. Los contemplativos de las Upanishad hacen el gran descubrimiento de que la vida se trata fundamentalmente de conocerse a uno mismo, pero no por una cuestión individualista o utilitaria, sino porque al hacerlo se obtiene conocimiento «del universo y de Dios», por jugar con una frase de la tradición pitagórica. El Sí mismo, Atman, tiene una profunda identidad con lo Absoluto, Brahman.
Si bien para las diferentes escuelas hindúes, las Upanishad tienen indisputable autoridad, estos textos no exhiben una teología sistemática que no permita numerosas interpretaciones. Por ello la filosofía hindú puede considerarse básicamente una serie de comentarios o notas al pie de la filosofía de las Upanishad, de manera aún más contundente que el hecho de que la filosofía occidental es una serie de notas al pie de la filosofía de Platón, como dijera Whitehead. El texto considerado con la autoridad para dilucidar las cuestiones más delicadas de las Upanishad es el Vedanta-sutra o Brahma-sutra, de Badarayana, el texto que supuestamente sistematiza y sintetiza las Upanishad. Ahora bien, este texto está compuesto por enigmáticas frases cortas, que requieren a su vez de elucidación. De aquí que las grandes corrientes filosóficas del hinduismo se dividan justamente en su interpretación de estos sutras.
Existen numerosos comentarios del Vedanta-sutra, todas las escuelas filosóficas que surgen sienten la necesidad de producir un comentario para legitimarse y postular una continuidad ininterrumpida con la difusión original de los rishis, los grandes sabios que vieron los himnos de los Vedas. Generalmente se considera que el comentario de Shankara, el primero que se conoce en el siglo VIII, el de Ramanuja, en el siglo XI, y el de Madhva, en el siglo XIII, son los más importantes, cada uno de estos filósofos siendo fundadores de su propia escuela, el advaita vedanta (vedanta no dual), el vishishtadvaita (o advaita vedanta calificado) y el dvaita (o dualismo, respectivamente).
En este artículo no consideraremos la lectura de Madhva, sólo la de Shankara y la de Ramanuja. Indudablemente la interpretación de Shankara es la que más fama ha logrado, hasta el punto de ser identificada como uno con el «sanatana dharma», el dharma eterno de la India que llegó a Occidente a través de maestros como Ramakrishna y fue asimilado a la «filosofía perenne» de Guenon, Coomaraswamy, Schuon y otros. Sin embargo, la interpretación de Ramanuja, quien directamente hace una crítica a Shankara, es sumamente relevante para el diálogo interreligioso, ya que tiene notables paralelos con la teología de algunos padres de la Iglesia y ofrece una visión de la realidad última más cercana de lo que podemos llamar, con Hans Urs von Balthasar, una teología de la belleza, donde la percepción de la forma juega un papel central, pues es el acto de la participación en la gloria divina.
Shankara, quien es el pensador indio más influyente después del Buda, según el profesor Dasgupta, señala que es necesario distinguir cuando las Upanishad se refieren a la realidad o verdad absoluta y cuando se refieren a la realidad o verdad relativa. Una vez que se logra distinguir la filosofía más alta que enseñan, los textos pueden leerse sin confusión como presentando una visión no dual de la realidad en la que el alma y el Brahman (Dios, pero en un sentido impersonal) son idénticos y donde lo Absoluto no tiene forma. Shankara cita unos versos de la Brihadaranyaka Upanishad que dicen: «Pues, donde hay dualidad, como si fuere, uno ve a un otro, pero cuando todo se ha convertido en el propio ser, entonces, ¿quién o con qué vería uno?». En otras palabras, el estado último de liberación, desde una perspectiva no dual, necesariamente implica la fusión o identidad del alma con el Brahman. Y esto elimina toda percepción, todo conocimiento, pues el conocimiento implica un sujeto y un objeto y en el estado último sólo existe un único Sí mismo, homogéneo, que es pura conciencia sin diferencia. Este estado, que resulta ciertamente inimaginable para nuestra inteligencia discursiva, ha sido comparado con el sueño profundo -el cual, sin embargo, no es considerado como un estado amnésico o inconsciente, sino como dicha inmutable, turiya, misterioso cuarto estado-; y el destino del alma ha sido comparado con el de una gota que cae al mar o con un grano de sal que se disuelve en un vaso de agua.
Se dice popularmente que existen unos 330 millones de dioses en la India (¡una cifra que debe de haberse incrementado con la explosión demográfica de la era moderna!). Una selva de deidades que corresponde perfectamente a la enorme abundancia de esa tierra y a la gran devoción de sus habitantes. Sin embargo, para Shankara ninguna de esas deidades existe absolutamente. No es que sean meras alucinaciones o que el universo no tenga una fuente divina, sino que para Shankara todas las manifestaciones de dioses como Vishnu, Krishna -de quien probablemente él mismo fuera devoto- o Shiva -de quien la tradición dice que él era avatar- son proyecciones o aspectos relativos de esta realidad incondicional trascendente denominada Brahman. (Ahora bien, nosotros como individuos somos aún menos reales que estos dioses que al menos se percatan del maya, de la ilusión que produce el mundo de la multiplicidad siempre que exista la ignorancia de la condición originaria). Dios, para Shankara, no es una persona y no tiene forma. Las múltiples manifestaciones divinas, «los 330 mil rostros de Dios», e incluso Ishvara, el señor del universo, no podrán más que disolverse cuando se alcance la más alta sabiduría. Esta sabiduría queda expresada en uno de los dichos centrales del advaita vedanta: «Brahman es real; el mundo es una proyección falsa; el alma individual es exactamente igual a Brahman».
Aunque Shankara enseñó o al menos toleró la devoción a un dios personal como parte de un sendero preliminar, especialmente apropiado para personas de facultades inferiores, la idea de sostener una relación personal con Dios y de percibir a la deidad separada de uno mismo contradice y rebaja el estatus de un auténtico advaitin, cuyo Sí mismo es indistinto de Dios. Atman es Brahman, el Sí mismo individual es idéntico a Dios. «Todas las discusiones de Brahman caracterizado con distinciones tales como devoto y objeto de devoción forman parte de un estado de ignorancia». Al final de cuentas, para Shankara, Dios no podía ser percibido como otra cosa que la realidad única, que el Sí mismo que es uno y es todo y por lo tanto la devoción, el bhakti, era un estado inferior al jnana, la gnosis.
Esto último fue justamente el problema que tenía Ramanuja con Shankara, pues Ramanuja era antes que nada un gran bhakta, devoto de Vishnu. Según la tradición, el mismo Ramanuja fue iniciado en el advaita vedanta pero consideró que un estado aún más alto que el estado de integración total en el Brahman era la devoción a esa divinidad que es todo, que brilla en el corazón del devoto pero que a su vez trasciende el mundo. Para Ramanuja la devoción no sólo es un camino hacia la liberación, es la actividad misma del estado de liberación: adorar y contemplar la belleza de Dios en la eternidad, participando en su naturaleza pero sin fundirse en ella. Esto es una no dualidad calificada, siendo parte del cuerpo de Dios, pero no absolutamente igual a él. Las almas son para Ramanuja los accesorios, los subsidiarios (shesa) de Dios.
En la visión teológica de Ramanuja, el mundo es real: es el cuerpo de Bhagavan o Ishvara, de Dios, del Controlador del universo. Esto no es un panteísmo como el de Spinoza, pues el cuerpo de Dios no es absolutamente idéntico a la naturaleza ni el alma es idéntica a Dios, hay una «identidad en diferencia», y la divinidad trasciende al universo; como dice Krishna en la Gita, este universo es apenas como una perla en un collar que tiene como soporte a la deidad. Para Ramanuja, el cuerpo es todo aquello que puede ser controlado, y utiliza la metáfora del auriga y el carro con unos caballos: hay un controlador, pero por otro lado hay una suerte de libertad de resistirse o aceptar y alinearse con la voluntad del controlador. Esta relación es análoga: Dios es como el controlador del alma y del mundo, de la misma manera que el alma individual controla el cuerpo. La libertad que tiene el hombre en esta relación es la de responder al amor de Dios con amor, según Lipner. Esta misma libertad es la que permite tener una relación personal y cumplir el destino del alma, que es glorificar a Dios. Lipner sugiere que la teología de Ramanuja es una teología de polaridades, y que el gran vedantin bhakta se siente cómodo en el terreno de la paradoja y el misterio. ¿Y acaso no es nuestra existencia así? Podemos atisbar que existe una voluntad superior, una fuerza suprema que mueve el mundo y se mueve en nosotros, un Ser que nos brinda nuestro ser, pero aun así nuestras vidas individuales tienen sentido y fin único, si bien solamente como partes del cuerpo de la deidad, como parte de la empresa de la conciencia absoluta, de la luz infinita que crea el mundo jugando, como dice el mismo Badarayana, para su propio deleite.
Para concluir, queda sólo decir que si bien el sistema del vedanta no dual, al cual no he podido hacer justicia en este breve esbozo, es una de las luces más altas en la historia del pensamiento y podría parecer el más perfecto de estos dos sistemas, el sistema de Ramanuja tiene al menos la ventaja de permitir un estado soteriológico en el que hay una forma de comunión y contemplación de la divinidad, éxtasis y goce estético, en el cual el alma mantiene una cierta cualidad ontológica y no es reducida a una unidad en la cual es difícil predicar cualquier cualidad positiva. El camino de Shankara es más parecido al sendero apofático de grandes místicos como Dionisio el Areopagita y Meister Eckhart y el de Ramanuja al de San Agustín, para quien el fin último de la existencia era la contemplación de Dios en la civitate Dei, con un cuerpo espiritual, en eterna beatitud.
Twitter del autor: @alepholo
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