La filosofía de la voluntad de poder de Nietzsche se ha convertido en una de las ideologías dominantes a través de su influencia en el posmodernismo. La academia y buena parte de la sociedad actual consideran que la verdad es relativa y todo los valores morales son subjetivos, lo real es el ciego concurso de las fuerzas y el deseo de los individuos de autoafirmarse. Sin embargo, esta postura, si se tomara en serio hasta su última consecuencia, nos dejaría en un yermo moral, sin posibilidad de una ética ni de los más mínimos acuerdos sociales para la convivencia. A fin de cuentas, la voluntad de poder de Nietzsche, como notó Heidegger en su monografía, es un nihilismo.
La frase del líder de la orden de los asesinos Hassan-i Sabbah, «Nada es verdad; todo está permitido», ilustra bien esta idea que permea cada vez más en la sociedad secular materialista. Nietzsche la citó en Genealogía de la moral y en su Zaratustra: «Nada es verdad; todo está permitido». Al respecto, Hannah Arendt escribió en Los orígenes del totalitarismo: «En un mundo cambiante e incomprensible, las masas alcanzaron un punto en el que, al mismo tiempo, creían en todo y nada, pensaban que todo era posible y que nada era verdad». Jaspers advirtió que, sacada de contexto, la frase «expresa una completa falta de obligación; es una invitación al capricho individual, a la sofistería y a la criminalidad». Es cierto que la filosofía de Nietzsche es compleja y ofrece una especie de contrabalance con su amor fati estoico y el eterno retorno que toma de Heráclito. Pero la idea de la voluntad de poder es la más importante de la filosofía de Nietzsche y no puede entenderse sino como un nihilismo, como el puro vitalismo del caos, si bien aderezado de un discurso de celebración estética del anonadadamiento. Puede ser una idea atractiva para el individuo, particularmente para el adolescente rebelde, pero no deja mucho de dónde agarrarse para una sociedad que busca valorar a la persona y construir una vida ética, con sentido y propósito individual y colectivo. Por otro lado, la frase, como la filosofía de Nietzsche al afirmar, como si se tratara de una proposición verdadera, que no existe la verdad, es una paradoja, como la «paradoja de la mentira», y pone en entredicho su veracidad.
En un pasaje de L’enracinement, Simone Weil deja ver claramente la inviabilidad de la ontología de la voluntad de poder, la cual tiende a una ontología de la violencia:
En los últimos siglos se ha difundido la creencia de que la fuerza es lo que rige todo los fenómenos naturales y, al mismo tiempo, que los hombres deben establecer relaciones mutuas basadas en la justicia y en la razón. Esto es claramente absurdo. No es concebible que todo el universo esté sujeto al imperio de la fuerza y que el hombre pueda evitarla, al estar hecho de carne y hueso, y ya que su pensamiento se mueve conforme a las impresiones sensoriales.
Sólo se puede hacer una elección. O uno percibe otro principio activo en el universo además de la fuerza, o uno debe aceptar que la fuerza es lo único que rige las relaciones humanas.
La fuerza es una máquina que crea justicia automáticamente. Es un mecanismo ciego del cual emergen efectos justos e injustos de manera indiferente, aleatoria. El paso del tiempo no hace nada; no aumenta la pequeña proporción de efectos justos aleatoriamente de la función de este mecanismo.
Si la fuerza reina absolutamente, la justicia es absolutamente irreal. Pero no lo es. Sabemos esto por experiencia. La justicia es real en el fondo del corazón de los hombres.
La estructura del corazón humano es una realidad entre las realidades del universo, tan real como una trayectoria planetaria.
Mientras que el hombre tolere que su alma esté llena de sus propios pensamientos, está enteramente sujeto, incluyendo en sus íntimos pensamientos, al juego mecánico de la fuerza. Si cree que no es así, se equivoca.
Pero todo cambia cuando, por la virtud de la verdadera atención, vacía su alma para dejar que los pensamientos de la sabiduría eterna lo penetren. Entonces lleva en su interior los mismos pensamientos a los que la fuerza está sujeta.
Weil entiende que las fuerzas que mueven el mundo material están subordinadas a una inteligencia ordenadora:
Las fuerzas aquí están determinadas por una necesidad soberana: necesidad constituida por relaciones, las cuales son pensamientos; por lo tanto la fuerza que es soberana aquí abajo está soberanamente dominada por el pensamiento. El hombre es una criatura pensante; está del lado de aquello que comanda la fuerza.
Como la tradición platónica idealista, Weil defiende que no se puede explicar el pensamiento mas que a través del pensamiento. El mundo material es secundario; lo material es una inferencia de la conciencia, de nuestra experiencia mental, y no al revés.
Pero más allá del problema epistemológico que plantea esto, lo que resulta evidente es que no se puede predicar una ética social, o un humanismo, bajo la doctrina de la voluntad de poder ni tampoco de la «lucha de clases» como motor dialéctico de la Historia. A Nietzsche no le interesaba la moral, pero sus seguidores posmodernos predican su filosofía como parte de un activismo social que lucha por la justicia y la igualdad, lo cual es absurdo. Para un humanismo o para una ética social es necesario reconocer algo más allá de la fuerza, del ciego mecanismo universal del «monstruo de energía» de Nietzsche. El ser humano tiene valor porque no es meramente un epifenómeno de este proceso caótico, porque participa en la inteligencia, en el pensamiento, en el Logos que da forma a un mundo en el que existen leyes que sustentan la existencia y que es difícil concebir que pudieran haber surgido por pura casualidad (para ello, si acaso, hay que invocar ideas tan poco parsimoniosas como el multiverso). En el universo de la voluntad de poder no hay lugar ni para la moral, ni para la inteligencia, ni para la compasión. Ni siquiera para la autoafirmación que tanto defendía Nietzsche, pues estrictamente el ser humano sería una especie de máquina determinada por la fuerza ciega del universo, e incluso su aceptación de su fatalidad sería una ilusión generada por este proceso mecánico. El hombre nietzscheano sería en realidad un esclavo que sueña que es libre, como el hombre que fuma opio en su buhardilla sueña que cabalga un dragón. El superhombre de Nietzsche se pervierte fácilmente y deviene en el transhumanismo moderno, que a fin de cuentas asume que el hombre no es nada -o sólo ceros y unos-, no tiene ningún valor intrínseco y se puede superar y escapar del cuerpo, en una especie de tecnognosticismo, a una realidad de pura información.
Nada es verdad, todo está permitido, pero, entonces, nada tiene sentido y el ser humano no encuentra razón para ejercer esa supuesta libertad que según Nietzsche se abre cuando ya no existen ataduras morales. Las «buenas almas» humanas no son suficientemente fuertes y voraces como para proveer sentido por sí mismas. Mejor que la nada es la sombra del dios muerto o su sucedáneo. Ante la situación de una sociedad casi irreversiblemente poseída por el nihilismo, Heidegger, en su última entrevista, señaló que sólo la aparición de un dios podía salvarnos.
Querer no siempre es poder. Y, aunque nos gustaría que las cosas fuesen de determinada manera, la realidad tozudamente nos muestra que son como son.
A pesar de ello, y de la creencia relativista popular, sí hay verdades absolutas. Pocas pero las hay.