Mi personaje
Cuando era muy pequeña, de unos 3 o 4 años de edad, recuerdo jugar en el parque. En aquellos momentos de juego no sentía que hubiera algo insuficiente en mi y me entretenía jugando con las hojas, la hierba, los árboles, sin más pretensión ni expectativa que jugar solamente. Después, con más edad, quizá unos 8 años, ya recuerdo comenzar a fantasear, en mis juegos, que yo era otra persona, normalmente algún héroe de los dibujos animados o de alguna película. Recuerdo coger una bicicleta, y entonando la canción de «La batalla de los planetas», cogía mucha velocidad y me imaginaba que me dirigía a salvar el mundo.
Luego también tuve mi obsesión por querer volar, parecía que ya no me era suficiente andar sobre el suelo, y así me ponía unas botas katiuskas de color rojo y una capa, me subía a una mesa y saltaba imaginando que era Supermán y podía volar. Luego, por la noche, tenía muchos sueños en los que volaba. Imagino que era una forma de evadirme de una realidad que ya comenzaba a sentir algo frustrante, y sobre todo comenzaba a arraigar en mí fuertemente la idea de que no era admirada ni valorada por lo que era, así que en mis sueños empezaba a gestar la fantasía de que adquiriendo ciertos atributos conseguiría esa admiración y reconocimiento que creía necesitar. Más tarde, en mi adolescencia, quería ser una estrella del rock y ser un ídolo de masas y que me adorasen. Pero este sueño también cayó indudablemente, como la mayoría o todos los sueños que he tenido.
Después ocurrieron una serie de acontecimientos y a la edad de 22 años experimenté una crisis de identidad muy fuerte. No sabía quién era. Había pasado mi adolescencia intentando forjar una imagen de mí con la que sentirme bien y la realidad me enfrentaba constantemente con otra bien distinta, que estaba lejos de ese ideal. Entonces, llegó un momento en que todas las cosas, que hasta ese momento me habían servido, dejaron de interesarme, y yo me encontré a la deriva, intentando saber quién era y qué quería hacer con mi vida. En ese momento, ya empezaba a intuir que eso de esperar algo de fuera no era una buena política, que tanta necesidad de reconocimiento externo no me conducía a buen puerto. Así que con mucho tesón y ahínco, inicié un viaje de auto-descubrimiento, de búsqueda más interna.
Me adentré en el mundo de la psicología y puse allí todas mis esperanzas esperando que me daría las respuestas del porqué de tanto malestar y confusión. Estudié psicología y probé toda clase de terapias, incluidos 10 años de terapia psicoanalítica. Creía que había aspectos de mí personalidad que no eran adecuados y que volverme una mejor persona, adaptarme mejor a la sociedad, ser más bondadosa y compasiva, me abrirían las puertas a esa felicidad tan anhelada. Volvía a concentrar todas mis energías para conseguir convertirme en otra persona diferente a la que era. Así que lo que yo creía que era un viaje de búsqueda más interno, después me di cuenta de que, en el fondo, se volvía a convertir en un cambio de algo superficial, mi personalidad, el personaje. Estaba confundiendo mi personalidad con mi verdadera naturaleza, aunque en aquellos momentos no era consciente.
Fueron muchos años de terapias y cursos de crecimiento personal en los que tomé mucha consciencia de aquellas partes de mí que eran más «patológicas» o «neuróticas». Hubo un gran sufrimiento durante aquellos años porque yo me identificaba con esas partes de mí conflictivas y oscuras. Sobre todo, la terapia psicoanalítica fue muy muy dolorosa. Después de una gran cantidad de dinero invertida y un gran esfuerzo personal que duró diez años, ya estaba exhausta de ver únicamente aquello que no funcionaba en mi. Toda aquella toma de consciencia de un dolor muy profundo no lo mitigaba, más bien lo reforzaba, hasta que me enfermé de cáncer y entonces, toda mi vida dio un giro de 180 grados.
Cuando por fin inicié el retorno a casa, seguía habiendo dolor, pero comenzaba a ser abrazado por una presencia que cada vez se hacía más espaciosa. Y así dejé de identificarme con aquel personaje que tanto había rechazado y querido cambiar, y comencé a abrazarlo también en ese Amor que soy, que somos. Yo ya no era una persona con defectos, con emociones o sentimientos dañinos e indignos. Esos sentimientos ahora podían hacerse un hueco dentro de mí. Yo ya no tenía que cambiar nada. Todo era perfecto. También lo eran todos aquellos pensamientos, sentimientos y emociones que siempre había rechazado de mi.
Cuando uno comprende que lo que uno es no se ve afectado por todos esos movimientos del sentir, o del pensar, entonces comienza nuestra verdadera liberación del sufrimiento. Sabemos con una certeza profunda que ocurra lo que ocurra, sintamos lo que sintamos, o pensemos lo que pensemos, lo que nosotros somos está más allá de todo eso, y eso que trasciende esa zona psicológica no puede ser tocado por nada ni por nadie.
Desmontando el personaje
A la pregunta «¿quién soy yo?», respondemos aquello que pensamos que conforma nuestra identidad personal. Suelen ser atributos que están asociados a lo que hacemos, como nuestra profesión (soy abogado, soy maestro,…), nuestro sexo (soy hombre, mujer), edad (soy viejo, joven…), atributos físicos (soy alto, feo,…), nacionalidad (soy catalán, soy español,…), aficiones (soy del Madrid, soy motero,…). En otras ocasiones, nos identificamos con nuestra manera de reaccionar y con las emociones o sentimientos que son más frecuentes en nosotros. Si siento tristeza, soy depresivo, por ejemplo. Si experimento alegría, soy una persona alegre.
Lógicamente nos hacen sufrir mucho todos aquellos atributos negativos que tienen que ver con nuestra personalidad. Los llamados «defectos». Soy torpe, soy nervioso, soy obsesivo, etc. También es común que nos sintamos mal cuando se ataca aquello que sentimos que es parte de nuestra identidad, por ejemplo, cuando atacan a nuestra nación, o religión, por ejemplo. Es tan habitual que hayamos conformado una imagen de nosotros mismos en base a todas aquellas creencias que hemos ido adquiriendo a lo largo del tiempo, que la mayoría de nosotros ni siquiera las hemos cuestionado. Es muy interesante descubrir cómo, desde que hemos sido pequeños, hemos ido aceptando y adquiriendo una imagen de nosotros mismos, con arreglo a multitud de pensamientos y creencias, que, a poco que miremos con detenimiento, veremos que no tienen demasiada consistencia. Ya desde niños se nos define en función de cómo es nuestro carácter, nuestros rasgos de personalidad, nuestro físico, si somos buenos o malos estudiantes, si somos guapos o feos, etc. Esto es lo normal, porque al estar desconectados de nuestra esencia, confundimos dicha esencia con apariencias que nada tienen que ver con la verdadera naturaleza que nos constituye.
La mayoría de la gente nos pasamos la vida intentando parecernos a un ideal que se ajuste a esas aspiraciones que hemos ido creando desde nuestra infancia. Así, si toda la vida me han dicho que soy torpe, y he vivido en una familia donde ser habilidosa es un gran valor, me pasaré la vida intentando mejorarme, perfeccionarme, porque pensaré que si no soy habilidosa no valgo nada. O, por ejemplo, si soy perezosa y no tengo mucha energía y vivo en una sociedad, como la nuestra, que da tanto valor al hacer y a los logros, sentiré que nunca voy a llegar a ser nada en la vida, que soy un completo cero a la izquierda. Pero las ideas que tengo sobre mí, siempre tienen un carácter relativo y no se corresponden con la plenitud natural que yo intuyo que hay más allá de ellas. Siempre hay una sensación de carencia porque nunca soy lo suficientemente buena, ni lo suficientemente lista o simpática que me gustaría. Y esa sensación de nunca ser completos nos genera un gran sufrimiento.
EL «pequeño yo» versus el «gran YO»
Lo que creemos ser está circunscrito a un conjunto de pensamientos, creencias, sensaciones o emociones que localizamos dentro de nosotros. Todo ese conjunto se conforma en algo que llamamos «yo», y lo separamos del resto de percepciones que vienen de fuera. Así separamos el «yo» de lo que «no es yo». Este «yo» en minúsculas, se trata del pequeño yo que creemos ser, y así se diferencia de lo que algunos maestros de sabiduría han denominado «YO»en mayúsculas.
El pequeño «yo» se encuentra encapsulado y separado del mundo. Nos encontramos:
- Un «yo» que percibe pensamientos, emociones y sensaciones y asume que estas percepciones internas conforman su «yo personal».
- Un «yo» que percibe, a través de los sentidos, los objetos que están fuera del cuerpo y que asume como «no yo». A través de los sentidos percibimos imágenes, sonidos, olores…
El gran YO, o yo en mayúsculas, nuestra verdadera naturaleza, es de lo que nos han hablado en todas las tradiciones de sabiduría y que ha sido denominado de muchas maneras: Ser, Consciencia, Dios, Brahman, Mente Búdica, Absoluto, Vacío, etc.
En el proceso de comprender quiénes somos, vamos descubriendo que nuestra identidad ya no se circunscribe a ese «yo psicológico» de siempre, tan estrecho y limitado. Se va abriendo un espacio en nuestra consciencia que acoge todos los objetos que aparecen en ella, y lo importante es que los pensamientos, sensaciones y emociones, ya no las vivimos como separados del resto de objetos. Es decir, lo interno y externo se unifican y, al dejar de identificarnos con esos pensamientos y sentimientos y emociones, dejamos de sentirnos separados. Así el gran YO es ese trasfondo que acoge todas las percepciones y experiencias, sean internas o externas.
En la tradición hinduista se habla de la Consciencia Testigo como aquella que atestigua todo lo que va ocurriendo en nuestro campo de consciencia. Ir colocando el foco de atención en esta consciencia es el trabajo clave para ir des-identificándonos de todo aquello falso que creíamos ser. Si hay un testigo que puede darse cuenta u observar los pensamientos y emociones, eso quiere decir que estos pensamientos y emociones no somos nosotros. Permanecer en esa consciencia es la única recomendación que nos ofrecen maestros de casi todas las tradiciones. Ella es la llave que nos abre las puertas de lo Real.
Reconocer mi naturaleza verdadera
Hay muchas terapias o enfoques terapéuticos que están orientados a cambiar los pensamientos, emociones y sensaciones por otros supuestamente mejores, para de esa manera, mitigar nuestro sufrimiento. Se supone que una terapia es exitosa en la medida en que nos permita adaptarnos mejor a los patrones socialmente establecidos como más «adaptativos». Indudablemente, cambiar nuestra manera de pensar, por ejemplo, y ser más positivos, será más beneficioso para nosotros y para los que nos rodean. Pero seguir creyéndonos los pensamientos, por muy positivos que sean, no nos conducirá a reconocer nuestra verdadera naturaleza. Porque lo Real, la verdadera Paz, está más allá, es el trasfondo de cualquier pensamiento o experiencia. Un pensamiento positivo hace sentir bien a la persona, pero ese sentimiento no tiene nada que ver con la Paz que se vive desde el Ser.
Vivimos encerrados en una celda
Imaginemos que vivimos en una celda y somos ignorantes de que la verdadera libertad y felicidad se encuentran saliendo de la misma. Mientras tanto, nos entretenemos intentando cambiar las condiciones de la celda, que sea más cómoda, más bonita, más confortable. Pero por muchos cambios que hagamos a la celda, siempre hay una intuición profunda y anhelo de que se puede vivir otro tipo de vida, en un espacio más grande y espacioso, donde reside la verdadera libertad. Pero para eso habría que dejar de preocuparse tanto por arreglar ese lugar en el que estamos encerrados y poner nuestro esfuerzo en encontrar la vía de salida.
Así nos pasa en nuestras vidas, siempre estamos deseando cambiar algo: nuestra personalidad, nuestra situación económica, nuestra situación laboral, una casa nueva, tener más amigos, tener una relación amorosa, etc. Pero a poco que esta manera de funcionar la podamos ver desde otra perspectiva, con una mirada nueva, comprenderemos que esos cambios nos proporcionan una pequeña felicidad pasajera, que nada tiene que ver con esa plenitud que se puede vivir desde la esencia que somos.
Porque para vivir la plenitud de lo que somos no necesitamos cambiar nada, solo deshacernos de los impedimentos u obstáculos que no dejan que el Ser aflore. Este no es un proceso de ganancia, sino de pérdida, de pérdida de lo que creemos ser, de todo lo falso que hemos ido acumulando. Lo que somos está siempre disponible, no hemos de buscarlo en ningún lugar. No es un estado a alcanzar. Como decía un maestro, es el YO sin yo. La vida deja de ser algo que me sucede a mi, y simplemente hay Vida ocurriendo. Así que dejamos de identificarnos con aquello que considerábamos nuestras sensaciones, nuestros pensamientos, nuestras emociones, las cuales pasan a ser acogidos en ese espacio infinito del Ser, que todo lo abraza. Simplemente son algo más que ocurre en la Vida, y aceptar lo que ocurre en nuestra vida no es algo que se puede decidir mentalmente. Aceptar lo que ocurre en nuestra vida solo puede hacerse desde esa nueva mirada.
Ese es el gran cambio que revolucionará nuestra vida por completo. Y es verdad que en algunas personas, ese cambio ha surgido sin buscarlo, espontáneamente. Por eso dicen que el despertar se trata de una gracia. Porque realmente, para descubrir quiénes somos no hay que hacer nada, para Ser no hay que aprender nada. Pero hay tanto ruido en nuestras vidas que no podemos oír esa bella melodía de fondo, esa melodía donde reside ese YO sin forma, ese YO infinito. Por este motivo muchos maestros han recomendado hacer Silencio, llevar una vida sin tantas distracciones, más sencilla, sin tanto ajetreo, para que esos nubarrones que nos impiden ver el cielo que hay de fondo se vayan disipando y de una manera natural podamos descubrir que somos ese Ser sin límites.