Quizá nada sea tan significativo en la vida como pensar en la muerte. Es posible que la filosofía, la religión e incluso el arte tengan como materia y origen la relación que tiene el ser humano con su impermanencia y con el misterio que la muerte representa para la conciencia. Una de las razones por las cuales el ser humano moderno se encuentra en una crisis –ecológica, intelectual y espiritual– tiene que ver con que la vida moderna, el supuesto progreso y la prosperidad del tecnocapitalismo, ha logrado (aunque no del todo) ocultar la muerte de la vida diaria y ha llenado los espacios de contemplación con entretenimiento. A diferencia de lo que pensaban muchos filósofos helénicos, para quienes la vida era un entrenamiento para la muerte, para nosotros la vida es un entretenimiento mientras llega la muerte.
Una de las razones por las cuales la pandemia es interesante para la sociedad humana y su futuro es que, a fuerza de hechos lamentables, obliga al ser humano a meditar sobre la muerte y a contemplar qué es realmente importante en la vida. Como ya sugerimos, para Sócrates y para la tradición platónica, la filosofía misma debía entenderse como una preparación para la muerte. La muerte es el momento por excelencia en el que la vida filosófica florece. Un ejemplo de esto lo tenemos en El Fedón, donde uno se admira de la forma en la que Sócrates encara la muerte, con enorme calma y desapego, cumpliendo sus obligaciones –saldando la cuenta con los dioses–, compartiendo su sabiduría con sus amigos y practicando la dialéctica y el ascetismo que conduce a la liberación del alma. Morir con esa calma sin duda es un objetivo en la vida mucho más interesante y valioso que hacer dinero. La confianza de Sócrates estriba en su creencia en la inmortalidad del alma, creencia que intenta incluso demostrar con un argumento lógico.
Pierre Hadot, el gran pensador francés que recobró el espíritu auténtico de la filosofía antigua, notó que la filosofía, si es filosofía, es fundamentalmente un ejercicio espiritual, una forma de vivir y no mero discurso intelectual. Hadot parafrasea a Sócrates y dice que «entrenar para la muerte es en realidad entrenar para la vida». Lo que hace pensar en la muerte, tener a la muerte siempre presente, pensando en ella, es transformar nuestra relación con la vida. La muerte no sólo es un profundo abismo que yace en el horizonte, también es una luz que puede iluminar el presente, dándole sentido a la vida y motivándonos a ejercitarnos en todo aquello que puede llevarnos a saber morir.
El filósofo y ensayista francés Michel de Montaigne, quien revivió la escuela escéptica grecolatina –una escuela muy distinta a lo que pensamos popularmente hoy con el término escéptico–, escribió: «No sabemos dónde nos espera la muerte; esperémosla en todas partes. La premeditación de la muerte es la premeditación de la libertad. Quien aprende a morir, desaprende a servir». Montaigne enfatiza que no hay nada qué temer en la muerte y recomienda que no llenemos esta breve vida de tantos planes y proyectos. Es difícil decir en qué consiste esa libertad de la muerte sobre la cual ya no hay «constricciones». Montaigne abrazó el escepticismo que tiene como fundamento la «suspensión del juicio (o creencia)» (epoché). Pero, por otra parte, en numerosas ocasiones habla como un pensador cristiano y crítica el ateísmo.
Algunos pensadores modernos, ellos mismos inclinados al ateísmo, han leído a Montaigne como un pensador ateo o preateo, en el sentido de que en su época habría sido complicado pronunciarse abiertamente como ateo. De cualquier manera, lo que podemos pensar sin temor a equivocarnos es que para una persona que ha vivido bien y no tiene reproches, apegos o deudas con el mundo, la muerte, ya sea como la antesala de una existencia divina o como la aniquilación, es una forma de libertad.
Por último, quizá sea útil considerar brevemente la forma en la que el pensamiento budista entiende la muerte y por qué considera esencial, como el platonismo o el estoicismo, pensar en la muerte de manera constante. Sabemos que en los monasterios budistas parte esencial del entrenamiento, quizá el pilar central, es la meditación sobre la impermanencia. Los practicantes contemplan su propia muerte –en ocasiones incluso visualizan cadáveres–, la naturaleza compuesta e impermanente de todas las cosas y reflexionan sobre la gran oportunidad que tienen al existir en un cuerpo humano, aunque sea por unos breves momentos.
Para el budismo, la meditación sobre la muerte es la meditación sobre la libertad, pero sólo si es que el practicante «aprende a morir» antes. De otra forma, la muerte es la continuación de la esclavitud, con la posibilidad de incrementar de manera radicalmente mayor la manera en la que sufre esta «esclavitud». Por supuesto, esto descansa en la teoría de la reencarnación, una versión que también es esencial en el pensamiento de Platón.
Aquí la muerte no es vista como algo bueno per se, sino como una enorme oportunidad para, a través de la práctica de la sabiduría, alcanzar finalmente la libertad y salir del calabozo de la existencia cíclica en el cual vivimos, como si fuera la cueva de Platón, engañados por nuestros deseos que atrofian nuestra percepción. Por decirlo de otra manera, la muerte es la prueba final del entrenamiento espiritual, el punto donde nos podemos graduar hacia una total libertad o al menos hacia una vida más propicia para poder eventualmente encontrar la liberación. Tener esto presente, el hecho de esta oportunidad y la naturaleza impermanente de todas las cosas, es la base para poder entrenar y cultivar la calma, la concentración, la virtud moral y la sabiduría que son necesarias para, en el momento de la muerte, tener una mente que se dirige hacia la libertad.
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