La imagen primordial, aquella que está en el origen como una fuente de la que mana la vida —o una semilla incandescente en el corazón que contiene un mundo— pero que también está al final, como un océano al que todo regresa, es la del fuego en el agua, la luz sobre las olas. Esta imagen (que es también una conexión viviente, un bandhu o rapport con el origen) aparece en el centro de los mitos de creación, en la poesía mística y erótica y en los tratados de alquimia de Oriente y Occidente. Lo cual nos sugiere algo: la creación del cosmos, las relaciones eróticas y la transmutación alquímica son expresiones —variaciones temáticas— de una misma esencia efervescente en el fondo de las cosas. Más aún —como nota Plotino— las cosas no están hechas de corpúsculos o conceptos, están hechas de imágenes.
El fenómeno es en sí luminosidad cognitiva. Y añade que las imágenes bellas (kalà agálmata) son “seres y sustancia”. Y en realidad no sólo están antes del lenguaje, están antes de los seres, en tanto a los concebimos ónticamente, como objetos o cosas materiales que existen “allá afuera”, separadas de mí. Ciertas imágenes, que están animadas por el fuego prístino —el deseo, no de ser una cosa sino de ser lo que es todo—, son los surtidores de nuestras categorías de existencia. Son también las vías —como el áureo camino del sol sobre el mar en la aurora—hacia lo divino. No a través de la interpretación analítica, sino del impulso ferviente de seguir la imagen. Porque, como nota James Hillman, quien sigue su imagen, sigue a su dios.
Por años he contemplado la imagen del fuego en el agua. En los libros y en el libro vivo de la naturaleza. Practicando lo que los griegos llamaban thaumazein: asombro y apertura al fenómeno, con deleite. No se puede agotar ni explicar del todo esta imagen, pues remite al origen del mundo, es decir, al alumbramiento del ser. Es la primera destilación de la sustancia divina. Incluso a algo que está antes de la mente. Para conocerlo, como ocurre con el Uno de Plotino, la mente debe ir más allá de sí misma. Debe disolverse: volverse agua, anegarse (pero no apagarse). Ser como el mar, que según Simone Weil, es dulce y dócil, “un espejo de obediencia”, donde el espíritu se posa y se vierte en su exceso radiante. Y en ese estado, que es un bautizo enigmático que le sigue a la muerte, en el agua y en el pneuma, arder y sólo desear una cosa, la única cosa. Unir su deseo —la luz— con aquello que yace oculto en las aguas —la luz—. Calasso, que ha “buceado” más que cualquier otro en el océano de los mitos, para volver a contarnos estas imágenes esenciales, no ha encontrado una mejor manera de describir lo que es la mente que esta: “un sutil calor, un hervor escondido, un arder detrás de la superficie, que por momentos flamea, una ebullición sobre cuyas crestas aparecían imágenes, palabras, emociones, y del que brotaba sobre todo la sensación desnuda de conocimiento.”
Existen tres principales dominios donde aparece esta imagen en todo su fulgor: los mitos sobre la creación y el sacrificio, la poesía erótica y la alquimia. Uno descubre rápidamente que estas categorías son fluidas y sobrenadan y se empalman de mil maneras, pero, para fines discursivos, podemos plantear esta división. Y primero explorar cómo aparece el fuego en el agua (y el agua en el fuego) en los Vedas y en la mitología hindú.
Quizá la primera irrupción conocida de esta imagen ocurre en el himno de la creación del Rgveda (10.129), donde el Uno (como también describe Plotino al absoluto), que existe en un estado informe e indiferenciado, en una especie de océano inmutable, concentra su ser y empieza a arder. Ese ardor (tapas), que es con lo que se crea el mundo, será también aquello con lo que se descrea. El brahman, el yogi, el contemplador lo que practican —hasta el punto de emanar una luminosidad de la piel— es justamente tapas, un calor ascético con lo que se sustrae del devenir y de los espejismos que engendra el deseo, para encontrar la liberación. Pero aquí ya tenemos una primera paradoja, pues el tapas originalmente es deseo, fuego. Se usa el deseo y el fuego para apagar otro fuego, el mundo mismo —el saṃsāra— que arde siempre que haya deseo, pues kāma es lo que grava karma. El veneno es también la medicina. Hölderlin podría estar hablando del deseo (que es lo divino), en su poema sobre la Isla de Patmos: “Cerca y difícil de asir/ el dios/ pero donde hay peligro/ allí también yace la salvación.” Simone Weil luego hablaría del deseo como un “rayo de doble filo”, lo único que participa tanto en la gravedad como la gracia.
En el himno el ardor es identificado con el deseo (kāma), el cual es “la primera semilla de la mente”. Y aquí el sánscrito retas puede traducirse también como semen, que es por supuesto un líquido fogoso, o como notó Aristóteles, un pneuma espumoso cuya «sustancia activa» es análoga al calor del sol. El pneuma es el espíritu dador de vida que encierra el poder del sol o de un elemento estelar. El filósofo ateniense también creía, como resulta natural a la intuición, que la vida se había generado de una interacción entre el calor y la humedad. Esta semilla de la mente o semen mental, engendrada por el ardor del Uno, en otros himnos reaparece como Hiraṇyagarbha, el “embrión (o vientre) dorado”, la irradiación óntica, una flor de oro sobre la cresta de la espuma que contiene ya en potencia no sólo los mundos y los hombres sino a los dioses. Pues los dioses, como el poeta del himno de la creación señala, son posteriores a este evento seminal, a esta imagen de algo que arde sobre las aguas. Incluso se podría decir que los dioses son hijos del resplandor en las aguas, que es la potencia pura de la mente, una sustancia divinizante, como el Soma que es también “un fuego líquido.” Más tarde los poetas, ya no sólo en India, dirán que los amantes también son hijos de ese resplandor sobre el mar y hablarán del amor como un fuego que el agua no apaga. Shakespeare incluso empleará la imagen de una medicina universal que se prepara bañando la antorcha de Cupido en una fuente y la cual toma un calor perpetuo con el que se produce el elixir de la inmortalidad: «from Love’s fire took heat perpetual/, Growing a bath and healthful remedy.»
Hiraṇyagarbha, quien es conocido popularmente como el padre del yoga y en quien Jung vio una imagen de Fanes, es la forma manifiesta del Uno (eka), que nace del poder del calor y se descubre a sí mismo como una mente, flotando sobre las aguas. En otros textos védicos el dios aparece teniendo una especie de crisis existencial —el primer momento de conciencia reflexiva—, preguntándose “¿Quién soy?”, por eso se le llama también Ka (palabra que significa “quién” pero también, con la promiscuidad analógica que caracteriza al Veda, “gozo” y “agua”). Hijo del deseo, el dios desea crear —su naturaleza es expresar la sobreabundancia del ser. Nacido del tapas, el dios practica tapas, y de esta forma resuelve o al menos pospone su vacilación ontológica. La acción, el sacrificio — arrojar un líquido al fuego, decir palabras eficaces, abandonar algo precioso— serán siempre las formas de resolver la zozobra del pensamiento y perfilarse hacia lo determinado.
La primera mención del “embrión dorado” ocurre en el Rgveda 10.82, un himno dedicado a Viśvakarman (El Creador del Universo): “Justo este embrión recibieron las aguas, donde todos los dioses se habían arremolinado, el Uno que descansa sobre el ombligo de lo innato, la base de todos los seres que viven en el mundo.” Por supuesto, este embrión, como también notan Brereton y Jamison, traductores de los más de mil himnos del Rgveda, no es más que el fuego sacrificial, quien es llamado apām nápāt, “el descendiente de las aguas”. Es decir, Agni. “¡Que las aguas resplandecientes que tomaron al fuego como su embrión nos llenen de bendiciones y alegrías!”, exclama uno de los poetas del Atharvaveda.
Agni era el hijo de las aguas, pero también el esposo o el señor de las aguas, que son, como dice Calasso, siempre “una irreductible pluralidad femenina”. En otro himno védico se lee: “Las aguas son las novias que han encontrado en Agni a su ‘buen señor”’. Como veremos, todo el Veda puede verse como la variación o el reflejo de la relación entre Agni y las aguas o entre Agni y Soma, el licor divino. Por ahora sólo hay que recalcar otra homología. Agni es identificado con el dios creador, que en las Upaniṣad y en los Brahmaṇa recibe el nombre de Prajāpati. Entre la vasta red de conexiones que tejen los poetas védicos, una que ya mencionamos debe resaltarse. El dios creador es en cierta forma algo posterior, algo que es engendrado por el deseo mismo, la primera semilla de la mente. En el Atharvaveda, Agni es igualado con “kāma”, deseo o eros. “Por medio del deseo, ellos generaron la luz,” dice el llamado “cuarto veda.” Y esto es lo esencial, que luego sería recogido por Simone Weil, el deseo engendra luz.
¿Quiénes son «ellos»? Los dioses o los rṣis, los poetas que vieron los himnos brillando en el cielo después de cultivar el tapas. Aquí nos topamos con el desafío lógico que presentan los Vedas, donde es común la engendración mutua. Los dioses —y más aún el estado divino— son engendrados por la concentración del deseo, por el ardor que existe como una incandescencia latente a la cual se accede a través de la atención más intensa. Esto mismo es explicado en los textos rituales que hablan de la construcción del altar del fuego, el secreto de la inmortalidad. Antes los dioses no eran dioses, pero un día encontraron las conexiones necesarias para construir el altar de fuego, y le dieron la forma de un halcón que vuela al cielo y obtiene el Soma. Los dioses construyeron el altar, apilaron los ladrillos con perfecto orden matemático, soplaron los alientos vitales y recitaron los mantras. El sacrificio se celebró como una boda, incluso como una sutil cópula sagrada. Lograron reconstruir el cuerpo del dios que se había fragmentado al sacrificarse en la fundación del mundo y conquistaron su estado. Su divinidad era el fruto del fuego. Pero, al mismo tiempo, cuando los dioses —y los hombres con alto poder de concentración— desean generan luz, producen un fuego. Engendran ellos mismos a Agni, quien antes los engendro en su cualidad de devas: «los que brillan» y quizá también «los que juegan».
El sacrificio se convirtió en la base de toda la religión india. El acto ineludible, al cual incluso el budismo, que lo reniega, no podrá dejar de referirse. Con el tiempo el sacrificio, que requería un minucioso aparato ritual sería simplificado. La acción irreductible era arrojar un líquido al fuego, una acción que solía estar envuelta en una fuerte tensión erótica y que, si bien podía prescindir de elaboración gestual, requería profunda concentración. En las Upaniṣad se inicia una sutil revolución que sería el origen del yoga y del tantra. El sacrificio se podía hacer internamente, visualizando los elementos esenciales y empleando los alientos vitales como combustible. Asimismo, un día uno de los rṣis de las Upaniṣad descubriría que ese resplandor dorado sobre las olas estaba también en el corazón del ser humano, era el ātman, el espíritu “más pequeño que un grano de arroz o una semilla de mostaza… más grande que la tierra, más grande que el cielo». Algo que por otro lado ya había sido intimado por el rṣi del himno del Rgveda, quien había visto la creación, la frontera entre el el no-ser y el ser auscultando en su propio corazón.
En un pasaje crucial de gran belleza en Ka, Calasso, el rṣi florentino, canaliza a Bharadavaja, uno de los siete mahārṣis, identificados con las sietes estrellas que forman “el carro” de la Osa Mayor. Pensadores desde Heráclito hasta Jung han sugerido que la conjunción de los opuestos es el estado supremo de la psique, pero esto ha sido, generalmente, sólo una «tesis». Sin embargo, hay quienes practicando el tapas, habitaron en la claridad que emerge del agua y la hicieron su estado base.
Eso que vosotros, extranjeros, llamasteis no hace mucho la coincidencia de los opuestos, y que para vosotros no fue más que una tesis, fue para nosotros un estado. Una informe extensión semoviente, trémula, sin márgenes, y dentro de ella una claridad y una tibieza que al principio parecen un fuego fatuo. Pero después se expanden, se irradian dentro del agua, desde un bajío ardiente. El primer estado entre todos, aquel al que se vuelve entre un acontecimiento y el siguiente, como a una última barrera detrás de la cual encontraremos eternamente la misma barrera, es el nacimiento del fuego desde el agua. De Agni desde Soma. El fuego líquido.
Por eso, sólo por eso, el tapas, el ardor, precedió a la palabra, al número, a la argumentación, a la deducción. Por eso la primera forma adoptada por el pensamiento fue la de un bracero sumergido que se expande, un resplandor en el agua. Era la única manera de reconducirnos hacia aquel estado que antecede a cualquier otro, cuando las aguas fluían de la mente y la mente de las aguas. ¿Quién hubiera podido decir cuál existió primero?
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